Cuando la musa es una niña
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 16 de abril
de 2015)
Alicia en el país de las maravillas, que ahora cumple 150
años, es uno de los clásicos que rozan el tenebroso asunto de la pederastia.
El próximo 24 de mayo se cumplirán 150 años de la
publicación de Alicia en el país de las maravillas. En el siglo y medio
transcurrido desde entonces, este cuento de Lewis Carroll que conoció su
primera edición en el Londres de 1865 con el sello de Macmillan & Co y 42
ilustraciones de John Tenniel, se ha convertido en un clásico de la literatura
infantil. Sin embargo, sobre la peripecia de Alicia cuando decide seguir al
conejo blanco que llega a tarde a su mundo –la historia referida en sus
páginas– aún siguen pesando muchas sombras. Sin ir más lejos, las alucinaciones
que sufre la muchacha, al decir de algunos comentaristas, vienen a hacer
referencia a las sustancias psicotrópicas.
Pero, si bien no hay ninguna evidencia concluyente
sobre el uso de alucinógenos por parte del escritor, sí las hay sobre la otra
gran sombra que se cierne sobre su obra: la dudosa amistad que unió a Charles
Lutwidge Dodgson –Lewis Carroll era el seudónimo tras el que se escondía uno de
los más brillantes matemáticos del Oxford de su tiempo, que también era diácono
de la Iglesia anglicana– y Alice Liddell, la niña que le inspiró. A la sazón,
Carroll contaba 31 años y ella 9. Ya adulta, y hasta cierto punto cansada de
ser la Alicia de las maravillas, Liddell siempre se refirió a la
honestidad de la amistad que mantuvo con Carroll, quien, como les pasa a tantos
abusadores de menores, era amigo de la familia de la pequeña. Pero nunca
consiguió acallar a los más suspicaces.
¿Amores platónicos? ¿Y nada más? Tras advertir que “es
un disparate” hablar de la pederastia de Carroll porque, etimológicamente,
“pederastia” es un término referido únicamente a los chicos, Luis Antonio de
Villena propone “ninfulofilia”, palabra acuñada por otro escritor –Vladimir
Nabokov, en Lolita (1955)– para referirse a estas inquietantes amistades
entre algunos autores y las niñas. Ninfulofilia, ninfofilia, lolitismo o
pedofilia, llámese como el lector prefiera. “Lo seguro es que Lewis
Carroll la sintió por Alicia Liddell. Hizo infinidad de fotos a muchachitas
desnudas o medio desnudas, enseñando la pierna o el semitorso, que en aquella
época era algo muy provocativo. Es evidente que a Lewis Carroll le gustaba
estar en compañía de nínfulas, de lolitas. Pero no tenemos ningún
testimonio de que la cosa fuera a mayores. No obstante, la persona que
investiga su vida se da cuenta de que las llevaba a su casa y les escribía
largas cartas. Por lo que se conserva, da la sensación de que la relación en
ningún momento fue brutal. Aparentemente no tienen nada de malo. Es una cosa
llena de ternura, de admiración por la belleza inmaculada. Pero quien estudie
la biografía de Carroll, lea sus cartas a Alicia y alguna otra, y vea las fotos
que les hizo, tiene que pensar si había algo más”, dice Villena.
En efecto, entre sus muchos talentos, Carroll fue uno
de los mejores fotógrafos de su tiempo. Días aquellos en que, no obstante el
puritanismo de la Inglaterra victoriana, las fotos de niñas desnudas eran
consideradas una alegoría de la pureza. Una de las más célebres, de las muchas
que tomó a la pequeña Alice, la muestra disfrazada de vagabunda. Es una copia a
la albúmina fechada en 1858. Ella tiene 6 años. Muchos creen que la pureza
inmaculada que el escritor y fotógrafo admiraba en la niñas era, para él, otra
cosa muy diferente. Su argumento es la repentina forma en que abandonó la
fotografía en 1880, tras el escándalo suscitado por sus imágenes. Es más, la
familia Liddell al completo acabó rompiendo con Carroll.
Todo estaba prohibido.
“La Inglaterra victoriana era un lugar siniestro. Todo
estaba prohibido. El puritanismo era enorme. Carroll, además, era clérigo.
Cuando llegó a sus superiores que hacía ese tipo de cosas, dentro de la
represión de la época parece bastante lógico que le llamaran al orden y le
prohibieran volver a hacer fotos. Pero lo más probable es que, por su propia
represión, Carroll no hiciera nada con las niñas. Aunque para su época, tanto
como para hoy, fuese muy llamativo que un clérigo anglicano las recibiera en su
casa”, estima Villena.
“Creo que la amistad de Lewis Carroll con Alice
Liddell fue lúdica e inspiradora”, sostiene la también escritora Irene Gracia,
autora de un celebrado prólogo a Alicia en el país de las maravillas.
“Siempre he pensado que todas esas niñas, además de ser sus amigas, eran sus
musas, y sobre todo eran sus amores platónicos. Creo que se enamoraba de ellas
como un niño se enamora de una niña, de forma sentimental e incluso sensual,
pero con esa sensualidad infantil de las sonrisas, las bromas, las formas, los
juegos, los olores... Es posible que Carroll, cuando estaba junto a esas niñas,
sintiera que traspasaba el espejo del tiempo y regresaba al país de la
infancia. Cuando leemos los libros que escribió para que los leyese Alice, o
las cartas que les enviaba a sus otras amigas, descubrimos el esfuerzo de un
enamorado. Carroll preparaba sus encuentros y juegos con sus amigas con la ilusión
y el interés de un enamorado. Pero sinceramente creo que su amor siempre fue
platónico”.
La nínfula por antonomasia.
De lo que no hay duda es de la prohibición de la
primera edición de Lolita, de la que ahora se cumplen 60 años. Es el
libro que, antes que el término nínfula, dio nombre a las niñas que aún
no han alcanzado la edad de consentimiento sexual aunque resultan muy
atractivas para algunos hombres adultos. Lolita vio la luz en París,
aunque en inglés, con el sello de Olympia Press. Era una editorial fundada en
la capital francesa en 1953 por Maurice Girodias con el deseo expreso de
publicar los textos pornográficos y vanguardistas censurados en Estados Unidos
y el Reino Unido. A Olympia se deben ediciones legendarias del Marqués de Sade,
pero también las primeras de algunas obras maestras de la literatura del siglo
XX. Tal es el caso de El almuerzo desnudo (1959), de William S.
Burroughs. Con ese telón de fondo, Lolita consiguió lo que entonces
parecía imposible: ser prohibida incluso en Francia. Y todavía ahora la crítica
especializada se pregunta si es lícito encontrar belleza, placer y humor en una
narración que éticamente es repugnante. Aunque las versiones cinematográficas
tienden a suavizarlo, su asunto también es harto conocido: la violenta pasión
erótica que una niña de 12 años, Lolita –la nínfula por antonomasia–
inspira en el protagonista y narrador. Este, el profesor Humbert Humbert, para
colmo, acabará siendo su padrastro. Si cabe, el tema cobra actualidad en una
sociedad tan preocupada por la sexualización de los niños como la nuestra, que
acaba de elevar la edad de consentimiento de los 13 a los 16 años.
Nabokov dedica la novela a su esposa, Vera, una
reconocida traductora a la que solo sacaba tres años. En principio, atribuirle
los execrables apetitos de su Humbert es algo tan desatinado como acusar a
Raymond Chandler de los crímenes que cometen sus personajes. No obstante,
Javier Marías recuerda que Nabokov dictó clases de Literatura durante muchos
años en Nueva Inglaterra, en una de las pocas universidades exclusivamente
femeninas que aún existen, el Wellesley College: “Aunque hay algunos varones,
por el campus no se ven más que mujeres, la mayoría muy jóvenes y de familias
conservadoras y adineradas”, apunta el académico. “Allí existe la vana ilusión
de que Nabokov debió de inspirarse algo en aquellas numerosas cuasiadolescentes
para su más famosa creación, Lolita. Pero según él mismo explicó en
numerosas ocasiones, el germen de esta obra maestra se encontraba ya en un
relato de su época europea, El hechicero, todavía escrito en ruso”.
“Posiblemente hoy Nabokov tendría problemas para
publicar su obra maestra –estima Irene Gracia–. Se haría una lectura
superficial, torticera y polémica, y sería una novela profunda y tristemente
incomprendida. Una injusticia, y no solo literaria, porque Lolita a mí
me parece una historia moral”.
También la literatura española.
Nuestras letras no han sido ajenas a esa pedofilia que
gravita en la historia de la literatura desde la antigüedad clásica. Luis Antonio
de Villena recuerda que Rosa Chacel aseguraba que ella se jactaba de haber
tocado el tema de Lolita antes que Nabokov en Memorias de Leticia
Valle (1945). “Es una de las primeras novelas que publicó al salir de
España. Sucede en el pueblo de Simancas, entre un profesor y una muchachita. Al
igual que en Nabokov, es la chica la que hace que el adulto se enamore. Es
decir, quien conduce la historia es ella. Por lo tanto, hay un factor nuevo. No
es solo que al adulto le gusten las púberes, sino que ellas son perversas
porque son perfectamente conscientes de su atractivo y lo promueven”.
En el caso de Antonio Machado y su Leonor Izquierdo se
puede decir que la realidad superó a la ficción con creces. No hablamos de
ningún personaje, sino de la esposa efímera –murió tres años después de la
boda– y musa eterna de quien está considerado uno de los poetas con más
trascendencia moral de nuestras letras. Ahora bien, ni su constante inquietud
por la regeneración de España ni su inquebrantable republicanismo impidieron a
Machado enamorarse perdidamente de una niña de 13 años. Esa era la edad que
tenía Leonor cuando el escritor se prendó de ella. Entonces, como tantos de los
dados a estos apetitos, el poeta también era profesor, enseñaba francés en un
instituto de Soria. Su niña era la primogénita de los dueños de la pensión
donde se hospedaba. El enamoramiento fue tan grande que por primera vez su
verso dejó de brotar de manantial sereno. Los biógrafos del poeta sostienen que
aquella fue la única ocasión en que Machado mostró impaciencia en toda su vida.
Una vez se hubo cerciorado de que la pequeña le correspondía, la pidió en
matrimonio a sus padres.
Naturalmente, la boda hubo de posponerse hasta que
ella cumplió los 15 años. Aun así, hay algo que chirría en las fotos del
matrimonio que han llegado hasta nuestros días. Salta a la vista que nos
muestran a un hombre de 34 años casado con una niña de 15. “Entonces, la idea
de que un señor mayor tuviese una relación con una chica muy joven era algo
mucho más consentido que hoy –comenta Villena–. Si en nuestros días apareciese
la noticia de que un escritor de 40 años se va a casar con una chica de 15,
aunque fuera consentido y con los padres de acuerdo, como ocurrió con Machado,
se armaría la marimorena. Pero en aquella época se seguía la norma de la
Iglesia católica, que siendo tan represiva y tan puritana, en esto permitió
durante mucho tiempo los matrimonios siempre y cuando los contrayentes
estuvieran en la edad de la nubilidad, que la chica ya hubiera menstruado y que
el chico hubiera tenido su primera polución”.
Etiquetas: libros y escritores
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