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lunes, abril 23

Cuando la musa es una niña


(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 16 de abril de 2015)

Alicia en el país de las maravillas, que ahora cumple 150 años, es uno de los clásicos que rozan el tenebroso asunto de la pederastia.

El próximo 24 de mayo se cumplirán 150 años de la publicación de Alicia en el país de las maravillas. En el siglo y medio transcurrido desde entonces, este cuento de Lewis Carroll que conoció su primera edición en el Londres de 1865 con el sello de Macmillan & Co y 42 ilustraciones de John Tenniel, se ha convertido en un clásico de la literatura infantil. Sin embargo, sobre la peripecia de Alicia cuando decide seguir al conejo blanco que llega a tarde a su mundo –la historia referida en sus páginas– aún siguen pesando muchas sombras. Sin ir más lejos, las alucinaciones que sufre la muchacha, al decir de algunos comentaristas, vienen a hacer referencia a las sustancias psicotrópicas.

Pero, si bien no hay ninguna evidencia concluyente sobre el uso de alucinógenos por parte del escritor, sí las hay sobre la otra gran sombra que se cierne sobre su obra: la dudosa amistad que unió a Charles Lutwidge Dodgson –Lewis Carroll era el seudónimo tras el que se escondía uno de los más brillantes matemáticos del Oxford de su tiempo, que también era diácono de la Iglesia anglicana– y Alice Liddell, la niña que le inspiró. A la sazón, Carroll contaba 31 años y ella 9. Ya adulta, y hasta cierto punto cansada de ser la Alicia de las maravillas, Liddell siempre se refirió a la honestidad de la amistad que mantuvo con Carroll, quien, como les pasa a tantos abusadores de menores, era amigo de la familia de la pequeña. Pero nunca consiguió acallar a los más suspicaces.

¿Amores platónicos? ¿Y nada más? Tras advertir que “es un disparate” hablar de la pederastia de Carroll porque, etimológicamente, “pederastia” es un término referido únicamente a los chicos, Luis Antonio de Villena propone “ninfulofilia”, palabra acuñada por otro escritor –Vladimir Nabokov, en Lolita (1955)– para referirse a estas inquietantes amistades entre algunos autores y las niñas. Ninfulofilia, ninfofilia, lolitismo o pedofilia, llámese como el lector prefiera. “Lo seguro es que Lewis Carroll la sintió por Alicia Liddell. Hizo infinidad de fotos a muchachitas desnudas o medio desnudas, enseñando la pierna o el semitorso, que en aquella época era algo muy provocativo. Es evidente que a Lewis Carroll le gustaba estar en compañía de nínfulas, de lolitas. Pero no tenemos ningún testimonio de que la cosa fuera a mayores. No obstante, la persona que investiga su vida se da cuenta de que las llevaba a su casa y les escribía largas cartas. Por lo que se conserva, da la sensación de que la relación en ningún momento fue brutal. Aparentemente no tienen nada de malo. Es una cosa llena de ternura, de admiración por la belleza inmaculada. Pero quien estudie la biografía de Carroll, lea sus cartas a Alicia y alguna otra, y vea las fotos que les hizo, tiene que pensar si había algo más”, dice Villena.

En efecto, entre sus muchos talentos, Carroll fue uno de los mejores fotógrafos de su tiempo. Días aquellos en que, no obstante el puritanismo de la Inglaterra victoriana, las fotos de niñas desnudas eran consideradas una alegoría de la pureza. Una de las más célebres, de las muchas que tomó a la pequeña Alice, la muestra disfrazada de vagabunda. Es una copia a la albúmina fechada en 1858. Ella tiene 6 años. Muchos creen que la pureza inmaculada que el escritor y fotógrafo admiraba en la niñas era, para él, otra cosa muy diferente. Su argumento es la repentina forma en que abandonó la fotografía en 1880, tras el escándalo suscitado por sus imágenes. Es más, la familia Liddell al completo acabó rompiendo con Carroll.

Todo estaba prohibido.
“La Inglaterra victoriana era un lugar siniestro. Todo estaba prohibido. El puritanismo era enorme. Carroll, además, era clérigo. Cuando llegó a sus superiores que hacía ese tipo de cosas, dentro de la represión de la época parece bastante lógico que le llamaran al orden y le prohibieran volver a hacer fotos. Pero lo más probable es que, por su propia represión, Carroll no hiciera nada con las niñas. Aunque para su época, tanto como para hoy, fuese muy llamativo que un clérigo anglicano las recibiera en su casa”, estima Villena.

“Creo que la amistad de Lewis Carroll con Alice Liddell fue lúdica e inspiradora”, sostiene la también escritora Irene Gracia, autora de un celebrado prólogo a Alicia en el país de las maravillas. “Siempre he pensado que todas esas niñas, además de ser sus amigas, eran sus musas, y sobre todo eran sus amores platónicos. Creo que se enamoraba de ellas como un niño se enamora de una niña, de forma sentimental e incluso sensual, pero con esa sensualidad infantil de las sonrisas, las bromas, las formas, los juegos, los olores... Es posible que Carroll, cuando estaba junto a esas niñas, sintiera que traspasaba el espejo del tiempo y regresaba al país de la infancia. Cuando leemos los libros que escribió para que los leyese Alice, o las cartas que les enviaba a sus otras amigas, descubrimos el esfuerzo de un enamorado. Carroll preparaba sus encuentros y juegos con sus amigas con la ilusión y el interés de un enamorado. Pero sinceramente creo que su amor siempre fue platónico”.

La nínfula por antonomasia.
De lo que no hay duda es de la prohibición de la primera edición de Lolita, de la que ahora se cumplen 60 años. Es el libro que, antes que el término nínfula, dio nombre a las niñas que aún no han alcanzado la edad de consentimiento sexual aunque resultan muy atractivas para algunos hombres adultos. Lolita vio la luz en París, aunque en inglés, con el sello de Olympia Press. Era una editorial fundada en la capital francesa en 1953 por Maurice Girodias con el deseo expreso de publicar los textos pornográficos y vanguardistas censurados en Estados Unidos y el Reino Unido. A Olympia se deben ediciones legendarias del Marqués de Sade, pero también las primeras de algunas obras maestras de la literatura del siglo XX. Tal es el caso de El almuerzo desnudo (1959), de William S. Burroughs. Con ese telón de fondo, Lolita consiguió lo que entonces parecía imposible: ser prohibida incluso en Francia. Y todavía ahora la crítica especializada se pregunta si es lícito encontrar belleza, placer y humor en una narración que éticamente es repugnante. Aunque las versiones cinematográficas tienden a suavizarlo, su asunto también es harto conocido: la violenta pasión erótica que una niña de 12 años, Lolita –la nínfula por antonomasia– inspira en el protagonista y narrador. Este, el profesor Humbert Humbert, para colmo, acabará siendo su padrastro. Si cabe, el tema cobra actualidad en una sociedad tan preocupada por la sexualización de los niños como la nuestra, que acaba de elevar la edad de consentimiento de los 13 a los 16 años.

Nabokov dedica la novela a su esposa, Vera, una reconocida traductora a la que solo sacaba tres años. En principio, atribuirle los execrables apetitos de su Humbert es algo tan desatinado como acusar a Raymond Chandler de los crímenes que cometen sus personajes. No obstante, Javier Marías recuerda que Nabokov dictó clases de Literatura durante muchos años en Nueva Inglaterra, en una de las pocas universidades exclusivamente femeninas que aún existen, el Wellesley College: “Aunque hay algunos varones, por el campus no se ven más que mujeres, la mayoría muy jóvenes y de familias conservadoras y adineradas”, apunta el académico. “Allí existe la vana ilusión de que Nabokov debió de inspirarse algo en aquellas numerosas cuasiadolescentes para su más famosa creación, Lolita. Pero según él mismo explicó en numerosas ocasiones, el germen de esta obra maestra se encontraba ya en un relato de su época europea, El hechicero, todavía escrito en ruso”.

“Posiblemente hoy Nabokov tendría problemas para publicar su obra maestra –estima Irene Gracia–. Se haría una lectura superficial, torticera y polémica, y sería una novela profunda y tristemente incomprendida. Una injusticia, y no solo literaria, porque Lolita a mí me parece una historia moral”.

También la literatura española.
Nuestras letras no han sido ajenas a esa pedofilia que gravita en la historia de la literatura desde la antigüedad clásica. Luis Antonio de Villena recuerda que Rosa Chacel aseguraba que ella se jactaba de haber tocado el tema de Lolita antes que Nabokov en Memorias de Leticia Valle (1945). “Es una de las primeras novelas que publicó al salir de España. Sucede en el pueblo de Simancas, entre un profesor y una muchachita. Al igual que en Nabokov, es la chica la que hace que el adulto se enamore. Es decir, quien conduce la historia es ella. Por lo tanto, hay un factor nuevo. No es solo que al adulto le gusten las púberes, sino que ellas son perversas porque son perfectamente conscientes de su atractivo y lo promueven”.

En el caso de Antonio Machado y su Leonor Izquierdo se puede decir que la realidad superó a la ficción con creces. No hablamos de ningún personaje, sino de la esposa efímera –murió tres años después de la boda– y musa eterna de quien está considerado uno de los poetas con más trascendencia moral de nuestras letras. Ahora bien, ni su constante inquietud por la regeneración de España ni su inquebrantable republicanismo impidieron a Machado enamorarse perdidamente de una niña de 13 años. Esa era la edad que tenía Leonor cuando el escritor se prendó de ella. Entonces, como tantos de los dados a estos apetitos, el poeta también era profesor, enseñaba francés en un instituto de Soria. Su niña era la primogénita de los dueños de la pensión donde se hospedaba. El enamoramiento fue tan grande que por primera vez su verso dejó de brotar de manantial sereno. Los biógrafos del poeta sostienen que aquella fue la única ocasión en que Machado mostró impaciencia en toda su vida. Una vez se hubo cerciorado de que la pequeña le correspondía, la pidió en matrimonio a sus padres. 

Naturalmente, la boda hubo de posponerse hasta que ella cumplió los 15 años. Aun así, hay algo que chirría en las fotos del matrimonio que han llegado hasta nuestros días. Salta a la vista que nos muestran a un hombre de 34 años casado con una niña de 15. “Entonces, la idea de que un señor mayor tuviese una relación con una chica muy joven era algo mucho más consentido que hoy –comenta Villena–. Si en nuestros días apareciese la noticia de que un escritor de 40 años se va a casar con una chica de 15, aunque fuera consentido y con los padres de acuerdo, como ocurrió con Machado, se armaría la marimorena. Pero en aquella época se seguía la norma de la Iglesia católica, que siendo tan represiva y tan puritana, en esto permitió durante mucho tiempo los matrimonios siempre y cuando los contrayentes estuvieran en la edad de la nubilidad, que la chica ya hubiera menstruado y que el chico hubiera tenido su primera polución”.

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