El suicidio de Göring
(Un
texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 12 de octubre de 2008)
Nüremberg, 16-10-1946. El mariscal Goering, máxima estrella
del juicio contra los jerarcas nazis, escapa de la horca envenenándose.
Hitler se había suicidado. Goebbels se había
suicidado. Himmler se había suicidado. Pero aún tenían un pez gordo en la red
los aliados, el número dos del régimen nazi, el mariscal del Reich Herman
Goering. Había sido el delfín de Hitler, su compañero de los primeros tiempos,
el sucesor designado. Había creado y dirigido personalmente la Luftwaffe, había
inventado la Gestapo y los campos de concentración, había fi rmado la orden de
exterminio de los judíos... Era además “el gordo Goering”, drogadicto,
travesti, histrión, corrupto, ladrón de obras de arte, la encarnación del nazi
“mitad tirano, mitad gánster”, como diría el fi scal en Nüremberg. Pero también
un héroe de la I Guerra Mundial ganador de la Pour le Merite, la más alta
condecoración militar alemana, un tipo carismático, gracioso y simpático, capaz
de salvar a los judíos que consideraba amigos. Aparte de su importancia
política era un personaje mediático, destinado sin remedio a convertirse en la
estrella del juicio de Nüremberg. Para Estados Unidos este proceso, de
características sin igual en la Historia, era muy importante.
Habían ganado la guerra, pero querían mostrar al mundo
las virtudes de la democracia, del Estado de Derecho. Querían demostrar que no
eran vengativos, sino justos, y montaron un juicio con todas las garantías para
los acusados, hasta el punto de que tres de ellos fueron absueltos y varios
escaparon de la pena de muerte, para indignación de los soviéticos, que querían
juicio pero con pena capital garantizada para todos. Sin embargo ese
espectáculo de justicia universal, en el que demostrarían que los antiguos
adversarios –algunos de los antiguos adversarios– eran meros criminales, y por
tanto merecían la infamante horca, se les aguó en el último momento, cuando la
prima donna, Goering, no salió a escena. Se libró del cadalso suicidándose unas
horas antes de la ejecución. ¿Cómo pudo producirse tan terrible fallo? Cuando
Goering se entregó, los ofi ciales americanos estaban encantados, según se ve
en las fi lmaciones de la época. La suerte les había puesto en las manos una
pieza importante, pero además se sentían fascinados por aquel mariscal de
brillante uniforme, lleno de condecoraciones. Se había rendido llevando un
equipaje de diecisiete lujosas maletas de cuero llenas de joyas, drogas y
cosméticos –llevaba las uñas pintadas– y conservó bastante tiempo su pistola,
hasta que la entregó ceremoniosamente ante las cámaras, como los antiguos
caballeros rendían la espada.
Misión imposible
Cuando Eisenhower se enteró de las deferencias que sus
ofi ciales tenían con el jefe de la Luftwaffe montó en cólera. Él sí tenía muy
claro quiénes eran los nazis, y ordenó que cesara el trato de favor, que le
quitaran las insignias de oro, las medallas, los correajes, que le trataran
como a un vulgar prisionero. Iba a resultar imposible. En la prisión de
Nüremberg estaba al mando un duro, el coronel Burton Andrus, pero por muchas
medidas que tomase, resultaría imposible que su personal le secundara. Para la
mayoría de los americanos, Hitler y el nazismo no signifi caban nada. Alemania
no había bombardeado EE UU como a Inglaterra, ni los había invadido a sangre y
fuego causando millones de muertos, como en la URSS. Para el americano medio,
los malos eran los japoneses, los traicioneros de Pearl Harbour. La guerra con
Alemania les había venido obligada y no la comprendían muy bien. Las tropas de
combate que se habían enfrentado a la brutal máquina militar nazi sí
consideraban a los alemanes enemigos peligrosos, pero los policías militares
destinados en Nüremberg no habían librado batallas. Veían a los más altos
jerarcas nazis como unas celebridades que atraían mucha prensa. Daba lo mismo
que el coronel Andrus prohibiera hablar con los presos, los guardianes no sólo
conversaban con ellos, sino que les pedían autógrafos, como si fueran artistas
de cine. Sólo un pequeño grupo del personal se tomaba aquello en serio, los
judíos como el capitán Gilbert, el psicólogo o el intérprete Richard
Sonnenfeld, cuya familia logró huir de Alemania en 1938. La relajación del
sistema permitió que el doctor Ley, jefe del Frente del Trabajo nazi, se
suicidara. Andrus ordenó entonces que cada celda tuviera a un guardián mirando
permanentemente el interior por el ventanuco. Además los presos tenían que
dormir con la luz encendida, con la cara hacia la puerta y las manos por encima
de las mantas. No serviría de nada.
Drogadicto
Cuando Goering llegó a la prisión era un
drogodependiente con su propio alijo, pero los médicos fueron reduciéndole las
dosis de droga hasta desengancharlo; le hicieron adelgazar de sus 120 kilos y
su estado físico mejoró notablemente. Pero conforme recuperaba la salud, que
había maltratado en la desesperación de los úl- timos tiempos de la guerra, iba
también tomando control de la situación. El primer pulso que echó fue negarse a
limpiar su celda, como obligaba el reglamento del coronel Andrus. Sufrió o
simuló un ataque de nervios que desembocó en taquicardia, y el médico dijo que
se podía morir si se repetían los berrinches. Aunque parezca increíble, se
trataba de un médico alemán contratado.
Goering se salió con la suya. Pero su obra maestra fue
la manipulación del teniente Jack Tex Wheelis. Tex era de Tejas y respondía al
tópico del tejano paleto, fatuo y simplón. Era muy afi cionado a la caza y
Goering había sido un famoso cazador. A partir de esa pasión común, fueron
intimando, hasta que el estúpido Tex llegó a considerar a Goering su amigo;
sufrió una especie de síndrome de Estocolmo al revés. El nazi le engolosinaba
con pequeños sobornos, y Tex lucía muy ufano el soberbio reloj que le había
regalado, con el nombre de Herman Goering grabado, o la foto dedicada “para el
gran cazador de Tejas”. Al detener a Goering le habían encontrado encima una
cápsula de cianuro, pero tenía más. Logró que Tex le trajese cosas de su
inmenso equipaje requisado, y posiblemente en un tarro de crema iba una ampolla
letal. El médico alemán que le atendía le anunció cuándo iba a ser la
ejecución, y unas horas antes, en la cama y vestido con un extravagante pijama
de seda negro, el mariscal del Reich se envenenó y se libró de la horca. Ésta
era la explicación del suicidio que sostenía el coronel Andrus, pero Goering
dejó una carta diciendo que siempre había tenido el veneno consigo, y la
comisión de encuesta no quiso remover el asunto, aceptó la afirmación del
suicida y ni siquiera interrogó a Tex.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XX
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