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martes, junio 12

El último rey moro

(Un texto de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 13 de mayo de 2018)

Las conciencias ‘políticamente correctas’ no deben inquietarse ante las conmemoraciones por la conquista de Zaragoza al islam en 1118, hace ahora nueve siglos.

Los rótulos cerámicos recientes de las calles de Zaragoza carecen de tildes, preposiciones y artículos y revelan una mentalidad paleta y negligente: ‘Conde Aranda’, ‘Camino Epila’, y así. En cambio, el azulejo antiguo de la calle de Alfonso I explica bien que el rey Batallador tomó Zaragoza a los almorávides en 1118. Quienes temen ofender al islam con la conmemoración de los nueve siglos del notable hecho, deben saber que Saraqusta vivía entonces una cruda discordia entre musulmanes que se odiaban.

La dinastía saraqustí de los hudíes o Banu Hud (Hud fue un profeta del islam), constructora de la Aljafería, gobernaba un reino que llegó en su hegemonía hasta el cabo de la Nao y avasalló Valencia y Denia. Pero los invasores almorávides, rigoristas saharianos al estilo del actual talibán, no se entendieron con este linaje yemení.

El de Saraqusta no era un reino más, sino el límite septentrional absoluto del islam en Occidente, su frontera final. El joven reino de Aragón, nacido en 1035, avanzaba a sobre ella a toda prisa, tras ocupar los Somontanos y la Hoya de Huesca. Los almorávides eran temibles y austeros guerreros africanos. Hijos del desierto, se velaban el rostro y tenían tan a gala ese aspecto temible que solo ellos podían vestir así, como signo de superioridad étnica. Su vasto imperio nació en el sur de Mauritania, fijó la capital en Marraquech, ocupó Argel y las Baleares y detuvo su expansión precisamente en Zaragoza, donde solo duró diez años.

Por eso, la toma irreversible de la ciudad en 1118 fue más que un hito en la historia particular del reino aragonés. El hecho trasciende ampliamente lo local, aunque dudo que sepamos darle oficialmente su adecuada dimensión.
‘Pilar de la dinastía’
Al inicio, el caudillo almorávide Yusuf ben Tasufín, entendió que la taifa saraqustí cumplía eficazmente funciones de estado tampón frente a los cristianos. El rey de Saraqusta lo colmó, además, de presentes en plata, que el rígido Yusuf convirtió en moneda para financiar su expansiva reforma político-religiosa. Pero el constante empuje bélico de los estados cristianos y el temor de los hudíes a los nuevos amos de Al Ándalus hicieron variar el punto de vista y Saraqusta fue percibida no ya como solución, sino como problema.

Así, el último rey de Saraqusta, Abd al-Malik Imad al-Dawla (‘Pilar de la Dinastía’), no fue su último dueño, pues fue sustituido por los almorávides, a quienes vencería poco más tarde el rey Alfonso.
El avance de los cristianos en esos días era rápido. Los aragoneses habían tomado Monzón en el año 1089 y, en alianza con los barceloneses, la importante plaza de Balaguer en 1091. Huesca (1096) y Barbastro (1100) cayeron pronto en manos de Pedro I, que decidió intentar también el sitio de Zaragoza en 1110. Cuando Alfonso I sucedió a su hermano, Abd al-Malik procuró pactar con él y esa actitud le originó la enemistad de muchos notables de Saraqusta. El cronista Ibn Simak dice que Abd al-Malik quiso engañar a los almorávides con un falso arrepentimiento, pero que no le sirvió de nada: ya era tarde. Muchos notables de la taifa fueron, pues, quintacolumnistas del nuevo dominador, cuñado de Yusuf, y cooperaron al derrocamiento del rey. Este, con la tolerancia de Alfonso I, se refugió en el enriscado castillo de Rueda de Jalón, rigiendo un pequeño estado que incluía tierras de Borja.

Alfonso, ‘imperator totius Hispaniae’, era rey de Aragón y Navarra y, por matrimonio, de León y Castilla (hasta 1114). Formidable jefe de guerra, en su fuerte motivación religiosa anhelaba tomar un día nada menos que Jerusalén. Entre tanto, al topar con la fuerte resistencia de los nuevos dueños de una ciudad casi inexpugnable, amurallada y apoyada en sus ríos, planteó un asedio a Zaragoza de larga duración. El poder almorávide, regido por una mentalidad expansiva, reaccionó con incursiones en la Hoya de Huesca, en la cuenca del Jalón (contra Calatayud y Daroca) e incluso contra tierras del conde de Barcelona, que paró el ataque en Martorell (1114).

La efímera corte almorávide incluyó talentos como el de Avempace, que hizo inútilmente de embajador ante el exiliado ‘Abd al-Malik. Pero, en mayo de 1118, el asedio quedó cerrado. Alfonso tomó la Aljafería. En septiembre, un contingente almorávide logró entrar en la plaza. Esperanza vana: el 11 de diciembre los saraqustíes se rindieron por hambre y el 18 Alfonso tomó posesión de la cabeza de la taifa. Una última reacción almorávide, desde Valencia, fue deshecha en Cutanda, en 1120. La secular frontera norte del islam en Europa había dejado de existir.

Alfonso vencía a los sarracenos, no los exterminaba. Abd al-Malik vivió en Rueda hasta 1130. Su hijo, llamado Zafadola por los cristianos, se alió con Alfonso VII de León y encabezó una reacción andalusí: "Pacta con el cristiano y líbranos de los almorávides", le pedían los moros del sur. Llegó a residir en la Alhambra. Todos luchaban ya contra todos. Con él, muerto frente a los leoneses en 1146, finó la aristocrática y exiliada dinastía hudí, que había señoreado Zaragoza y su reino desde 1039.

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