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domingo, junio 24

La última fiesta de Adolf Hitler


(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 21 de abril de 2015)

Berlín, 20 de abril de 1945. Adolf Hitler cumple 53 años y la artillería rusa comienza a bombardear la capital.

Millones de alemanes se habían convertido en fugitivos ante el avance ruso y todas las ciudades de Alemania estaban semidestruidas a principios de 1945, pero en Berlín pretendían ignorar la realidad y hacer como si un final de tragedia wagneriana, sangre y estruendo, no se cerniese sobre el III Reich. En esos primeros meses del año Hitler dedicaba largos ratos a la ensoñación de un esplendoroso futuro, absorto en la contemplación de la fantástica maqueta que su arquitecto Speer había realizado de la nueva Linz, su ciudad.

No era Hitler el único que se evadía de la realidad por la fantasía, de vez en cuando alguno de sus seguidores más fanáticos llegaba con noticias estupendas, como cuando a primeros de abril Robert Ley, el líder de los sindicatos, le comunicó al Führer que habían inventado un rayo de la muerte con el que derrotarían a los rusos como en las novelas de ciencia-ficción.

El gran espejismo se produjo el 12 de abril. Ese día tuvo lugar el último concierto de la Filarmónica de Berlín, aunque su director, Wilhelm Furtwängler, ya había huido a Suiza. La sala se llenó de un público melómano que intuía que aquel sería el último rato agradable antes del Armagedón. Hacía un frío glacial porque la calefacción era un lejano recuerdo, y la gente, que había tenido que traerse una silla de su casa, conservaba puestos los abrigos, pero el programa fue delicioso. Primero, el fragmento final del Crepúsculo de los Dioses de Wagner, muy adecuado a la situación, luego el Concierto para violín de Beethoven, y para cerrar, la Sinfonía Romántica de Bruckner. Esta pieza se incluyó a petición de Albert Speer, el único alto cargo nazi que creía en un futuro después del nazismo (de hecho sería ministro del Gobierno reconocido por los aliados tras la rendición). Speer había convenido con sus amigos que la Sinfonía Romántica sería la señal del sálvese quien pueda, de que ya todo estaba perdido para el Reich.

Sin embargo, mientras esos pocos privilegiados cerraban maletas y emprendían la huida de Berlín, en la Cancillería reinaba la euforia, porque Goebbels había traído la noticia de la muerte de Roosevelt. “Es el gran milagro que yo siempre vaticiné”, decía exultante el Führer evocando el Milagro de la Casa de Brandemburgo, cuando en el siglo XVIII Federico el Grande, a punto de perder la Guerra de los Siete Años, se había salvado por la muerte de la zarina Isabel. Su sucesor, el zar Pedro III, que era admirador de Federico, mandó parar a sus soldados e hizo las paces con Prusia, pero pensar que ahora Truman iba a hacer lo mismo era una solemne estupidez. Así se mantenía la moral en la Cancillería.

La ilusión duró poco, tres días después los rusos comenzaron el asalto final a Berlín rompiendo la línea defensiva del río Oder, a tan solo 60 kilómetros de la capital. Nunca en la Historia hubo un ataque semejante, dos millones y medio de soldados, más de 6.000 tanques y 40.000 cañones, un Ejército capaz de encajar 300.000 bajas en 17 días de ofensiva sin que ello le restase empuje. Un millón y medio de esos soldados formaban el I Frente Bielorruso, cuyo objetivo frontal era Berlín. Los mandaba el general Zukov, su mejor caudillo, el vencedor de Stalingrado.

Cumpleaños. El 20 de abril era el 53 cumpleaños de Adolf Hitler, pero no hubo la recepción de otros años, aunque todos los notables vinieron a felicitar al Führer. Justo dos meses antes, en una reunión con los Gauleiter (gobernadores de provincias del Reich), todos quedaron impresionados por el mal aspecto del Führer, pero según cuenta en sus Memorias el Gauleiter Rudolf Jordan, Hitler se les acercó uno por uno, les miró a los ojos y despertó en ellos el entusiasmo. El día del cumpleaños, sin embargo, los ojos del Führer ya no transmitían ánimos, sino pena, y los temblores que sacudían su cuerpo, su figura encorvada, su aspecto envejecido espantaron a todo el mundo. Hitler había decidido precisamente ese mismo día quedarse en Berlín hasta el final, que no podía ser otro que la muerte.

La única fiesta que se permitió Adolf Hitler esa jornada fue salir al aire libre por primera vez en muchos días, para condecorar en el jardín de la Cancillería a críos de las Juventudes Hitlerianas, que eran los últimos combatientes dispuestos a luchar por él. Hitler acarició a los niños-soldado cariñosamente, como un abuelo. Según los testigos supervivientes, en sus últimos tiempos se había convertido en un anciano amable y discreto, él, el hombre que había aterrorizado al mundo entero y que en realidad solo cumplía 53 años. Recibía por rutina a los generales y los altos cargos, de vez en cuando montaba en cólera como antaño, pero lo cierto es que no estaba a gusto más que con sus secretarias y su cocinera vienesa, una reunión del servicio doméstico, un casto gineceo con el que tomaba té y pastelitos.

Un asistente no invitado se sumaría al cumpleaños, el Ejército Rojo, que en día tan señalado comenzó a cañonear la capital. Y solamente 48 horas después las defensas exteriores de Berlín, guarnecidas por tropas ya muy castigadas, fueron penetradas por los soviéticos. En esa fecha aciaga, 22 de abril, Adolf Hitler quiso suicidarse cuando descubrió que el jefe de la defensa de Berlín, el general Heinrici, no tenía espíritu de resistencia. Solo tres días antes había condenado la cobardía del alcalde de Leipzig por suicidarse, así de cambiante era su humor, y al final en vez de quitarse la vida simplemente sustituyó a Heinrici por el general Student, jefe de los paracaidistas, lo que le animó mucho porque Student era de fiar.

Pero el frasquito del veneno se había destapado y beberlo era solo cuestión de días.  

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