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miércoles, enero 23

Catatonia, catalepsia y otras pesadillas decimonónicas


(Extraído de un texto de Inés Gallastegui en el Heraldo de Aragón del 14 de enero de 2018)

[…] Como concepto médico, la palabra de origen griego ('acción de coger o sorprender') [catalepsia] alude a un síntoma muy concreto de la catatonía, que es un estado de parálisis y alteración de la conciencia que se produce en algunas personas con enfermedades mentales, como la esquizofrenia o la depresión grave, explica el psiquiatra y neurólogo Jaime Padilla. En ese contexto, el sujeto puede presentar 'flexibilidad cérea' o catalepsia: si le elevan un brazo o una pierna, estos se mantienen en esa postura, «Como si fuera de plastilina».

TÉRMINO EN DESUSO. Su otra acepción, una especie de cajón de sastre que engloba cualquier situación en la que «una persona aparenta estar muerta sin estarlo», está en desuso en el ámbito de la medicina. José Antonio Lorente, catedrático de Medicina Legal y Forense de la Universidad de Granada, explica que este cuadro clínico se caracteriza por la «falta de respuesta a los estímulos nerviosos -por ejemplo, dolor ante un pellizco fuerte-, por la rigidez y porque los latidos cardiacos y la respiración son apenas perceptibles».

Esta alteración del sistema nervioso central puede producirse por motivos diversos: aparte de los trastornos psiquiátricos antes mencionados, como consecuencia de fuertes golpes en la cabeza, algunas demencias, una infección generalizada, la enfermedad de párkinson, la abstinencia de cocaína en los adictos a esta droga y la intoxicación por ingesta masiva de ansiolíticos y sedantes. Aunque no existen datos concretos de personas afectadas, se trata de un fenómeno muy excepcional.

La intensidad y la duración de ese estado de inconsciencia y parálisis es variable en función de qué lo haya causado; por ejemplo, puede prolongarse unas horas en caso de una sobredosis, mientras que algunos enfermos mentales graves están años sin apenas moverse ni hablar, pero, obviamente, nadie los toma por cadáveres.

En los pacientes con epilepsia también se produce, tras las crisis convulsivas, en las que el cerebro recibe una fuerte descarga eléctrica, un «estado postcrisis» en el que la persona permanece en un sueño muy profundo. Pero no es normal confundir ese estado con un fallecimiento. «Es un trastorno muy frecuente: un 10% de las personas padecerán alguna crisis epiléptica a lo largo de su vida. Y no tengo noticias de que se esté enterrando vivos a los epilépticos», ironiza el doctor Ruiz, especializado en este trastorno.

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DIAGNOSTICAR LA MUERTE. ¿Cómo se sabe que una persona ha traspasado la frontera entre la vida y la muerte? Ya en el siglo XVIII, el anatomista francés François Bichat estableció que la vida está basada en tres funciones básicas, que desde entonces se conocen como el 'trípode vital de Bichat': la cardio-circulatoria, la respiratoria y la nerviosa. Si los pulmones no purifican la sangre o el corazón no bombea para llevar el oxígeno y los alimentos a las células, los órganos y los tejidos mueren. Y si el cerebro no regula todo el proceso, tampoco sirve un funcionamiento anárquico de las otras dos funciones. «Por eso las personas con graves lesiones cerebrales necesitan a veces respiración asistida», explica Lorente, director científico del programa Fénix de identificación genética de personas desaparecidas.

Desde el siglo XIX, para certificar una defunción de forma legal un médico debe determinar el cese irreversible de las funciones vitales y la presencia de «fenómenos cadavéricos», como la palidez, el enfriamiento y la rigidez, que comienzan a aparecer entre una y cuatro horas después del óbito.

«En caso de duda -puntualiza el forense- procede usar todos los medios necesarios para determinar que de modo objetivo y seguro falla en una persona al menos uno de los signos vitales». Tomar el pulso puede no ser suficiente. «Un pulso débil puede ser indetectable. El hecho de no detectar el pulso no da un diagnóstico de certeza de que el corazón esté parado», advierte el doctor Padilla. Un fonendoscopio o la auscultación básica no dan la seguridad de que una persona haya fallecido; un electrocardiograma o un electroencefalograma, sí.

«Lo grave de estos casos de muerte aparente -concluye Lorente- no es que una persona parezca muerta, se le dé por tal y luego se recupere, sino que por haberla dado por muerta no se le practicasen medidas inmediatas de reanimación y muera o se recupere con graves secuelas ».

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El terror en los tiempos del cólera

Las epidemias de los siglos XVIII y XIX convirtieron la pesadilla de ser enterrado vivo en realidad. Había pánico.

La posibilidad de ser enterrado vivo es uno de los terrores ancestrales del ser humano. Son antiguas las leyendas acerca de personas cuyos cadáveres, exhumados por uno u otro motivo, eran encontrados en su ataúd en posturas que sugerían que la tierra no les había sido leve en absoluto: rostros de espanto, pelos arrancados, bocas desencajadas buscando desesperadamente el aire, miembros rotos de tanto golpear, uñas destrozadas al arañar la madera…

Hay que tener en cuenta que, a dos metros bajo tierra, dentro de un ataúd cerrado, en una sepultura estrecha y normalmente cubierta por una losa de piedra sellada, morir -ahora sí, de verdad- es una cuestión de tiempo. De poco tiempo. De asfixia o hipotermia, en el mejor de los casos; de inanición, en el peor. El enterramiento voluntario de personas vivas ha sido utilizado en diferentes culturas como un modo de tortura y de castigo. Sin embargo, el miedo moderno a esa posibilidad no está fundado en ese atroz tormento, sino en el hecho cierto de que, en épocas de alta mortalidad causada por guerras, catástrofes naturales o epidemias -es decir, buena parte de la historia de la humanidad-, no era tan infrecuente ser dado por muerto antes de tiempo por error o negligencia.

En 1591 el escritor Luis Zapata de Chaves reseñaba en su obra 'Varia historia' casos de enfermos de peste arrojados a una fosa común en Málaga y rociados con cal viva antes de fallecer, a causa de las prisas de los enterradores por librarse de aquellos cuerpos altamente contagiosos.

Más tarde ese temor se vio agudizado por las mortíferas epidemias de cólera de los siglos XVIII y XIX. En esa época, los médicos no tenían instrumentos eficaces para certificar la muerte y la prensa se regodeaba en cualquier episodio que fuera o pareciera ser un caso de 'muerte aparente'. Se cuenta que el primer presidente de Estados Unidos, George Washington, pidió que su cuerpo fuera velado durante tres días antes de ser enterrado, el escritor Hans Christian Andersen obligó a que le abrieran las venas después de muerto y el compositor Frédéric Chopin se hizo extraer el corazón. Por si acaso. En la Inglaterra victoriana, William Tebb publicó un manual y fundó la Asociación Londinense para la Prevención del Entierro Prematuro. A finales del XIX el director de una funeraria norteamericana, T. M. Montgomery, sostenía que el 2% de los cadáveres exhumados habían sido enterrados vivos. Incluso se creó el término tapefobia -miedo a las tumbas- para describirlo.

ATAÚDES CON ALARMA

El primer ataúd de seguridad fue construido en 1792 para un duque alemán que temía ser enterrado vivo. Tenía un tubo y una ventana para respirar y podía abrirse con una llave que portaba el fallecido. Más tarde se diseñaron féretros equipados con campanas o banderas que se activaban al detectar un movimiento del cuerpo. Ya en el siglo XX se hicieron otros con alarma electrónica y monitor cardiaco. No hay noticias de que ninguno de esos sistemas llegara nunca a ser utilizado por un fallecido.

La literatura romántica contribuyó a acrecentar el terror de la gente. En 1844 Edgar Allan Poe puso los pelos de punta a los lectores del 'Philadelphia Dollar Newspaper' con su relato 'El entierro prematuro', en el que un hombre que sufre crisis de catalepsia diseña una complicada sepultura para evitar ser enterrado en vida. El cine también se ha ocupado del tema. Aparte de la adaptación del relato de Poe para la gran pantalla, la comedia 'Este muerto está muy vivo' encara el argumento de la falsa defunción desde el punto de vista del humor absurdo, mientras que 'Kili Bill II' y 'Buried' (Enterrado) nos muestran la pavorosa experiencia de ser sepultado en vida. Son films no aptos para espectadores con claustrofobia.

24 horas

Deben pasar 24 horas desde que se certifica el deceso de una persona hasta su incineración o entierro, según la ley española. El Gobierno inició -· 701' una reforma para eliminar ese artículo de la Ley del Registro Civil de 1957, obsoleto d de que el electrocardiograma y el electroencefalograma permiten certificar la muerte de forma fehaciente y objetiva, pero aún no se ha hecho efectiva. En el siglo XIX, los casos de entierros prematuros eran una obsesión popular y aparecían en la prensa. Y ahí siguen. En 2011, un sexagenario surafricano se despertó en la cámara frigorífica de la morgue y pidió ayuda, su familia lo dio por muerto tras sufrir un ataque de asma y, sin certificado de defunción, llamó a la funeraria. En 2012 un niño brasileño de 2 años despertó en su propio funeral, bebió agua, se acostó y murió. Ese mismo año, una china de 95 años que habría sufrido un fuerte golpe en la cabeza salió del ataúd por su propio pie durante el velatorio.

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