Catatonia, catalepsia y otras pesadillas decimonónicas
(Extraído de un texto de Inés Gallastegui en el Heraldo de
Aragón del 14 de enero de 2018)
[…] Como
concepto médico, la palabra de origen griego ('acción de coger o sorprender')
[catalepsia] alude a un síntoma muy concreto de la catatonía, que es un estado
de parálisis y alteración de la conciencia que se produce en algunas personas
con enfermedades mentales, como la esquizofrenia o la depresión grave, explica
el psiquiatra y neurólogo Jaime Padilla. En ese contexto, el sujeto puede
presentar 'flexibilidad cérea' o catalepsia: si le elevan un brazo o una
pierna, estos se mantienen en esa postura, «Como si fuera de plastilina».
TÉRMINO
EN DESUSO. Su
otra acepción, una especie de cajón de sastre que engloba cualquier situación
en la que «una persona aparenta estar muerta sin estarlo», está en desuso en el
ámbito de la medicina. José Antonio Lorente, catedrático de Medicina Legal y
Forense de la Universidad de Granada, explica que este cuadro clínico se
caracteriza por la «falta de respuesta a los
estímulos nerviosos -por ejemplo, dolor ante un pellizco fuerte-, por la
rigidez y porque los latidos cardiacos y la respiración son apenas
perceptibles».
Esta
alteración del sistema nervioso central puede producirse por motivos diversos:
aparte de los trastornos psiquiátricos antes mencionados, como consecuencia de
fuertes golpes en la cabeza, algunas demencias, una infección generalizada, la
enfermedad de párkinson, la abstinencia de cocaína en los adictos a esta droga
y la intoxicación por ingesta masiva de ansiolíticos y sedantes. Aunque no
existen datos concretos de personas afectadas, se trata de un fenómeno muy
excepcional.
La
intensidad y la duración de ese estado de inconsciencia y parálisis es variable
en función de qué lo haya causado; por ejemplo, puede prolongarse unas horas en
caso de una sobredosis, mientras que algunos enfermos mentales graves están
años sin apenas moverse ni hablar, pero, obviamente, nadie los toma por
cadáveres.
En los
pacientes con epilepsia también se produce, tras las crisis convulsivas, en las
que el cerebro recibe una fuerte descarga eléctrica, un «estado postcrisis» en
el que la persona permanece en un sueño muy profundo. Pero no es normal confundir
ese estado con un fallecimiento. «Es un trastorno muy frecuente: un 10% de las
personas padecerán alguna crisis epiléptica a lo largo de su vida. Y no tengo
noticias de que se esté enterrando vivos a los epilépticos», ironiza el doctor
Ruiz, especializado en este trastorno.
[…]
DIAGNOSTICAR
LA MUERTE. ¿Cómo
se sabe que una persona ha traspasado la frontera entre la vida y la muerte? Ya
en el siglo XVIII, el anatomista francés François Bichat estableció que la vida
está basada en tres funciones básicas, que desde entonces se conocen como el
'trípode vital de Bichat': la cardio-circulatoria, la respiratoria y la nerviosa.
Si los pulmones no purifican la sangre o el corazón no bombea para llevar el oxígeno
y los alimentos a las células, los órganos y los tejidos mueren. Y si el
cerebro no regula todo el proceso, tampoco sirve un funcionamiento anárquico de
las otras dos funciones. «Por eso las personas con graves lesiones cerebrales
necesitan a veces respiración asistida», explica Lorente, director científico
del programa Fénix de identificación genética de personas desaparecidas.
Desde
el siglo XIX, para certificar una defunción de forma legal un médico debe determinar
el cese irreversible de las funciones vitales y la presencia de «fenómenos cadavéricos»,
como la palidez, el enfriamiento y la rigidez, que comienzan a aparecer entre
una y cuatro horas después del óbito.
«En
caso de duda -puntualiza el forense- procede usar todos los medios necesarios
para determinar que de modo objetivo y seguro falla en una persona al menos uno
de los signos vitales». Tomar el pulso puede no ser suficiente. «Un pulso débil
puede ser indetectable. El hecho de no detectar el pulso no da un diagnóstico
de certeza de que el corazón esté parado», advierte el doctor Padilla. Un
fonendoscopio o la auscultación básica no dan la seguridad de que una persona haya
fallecido; un electrocardiograma o un electroencefalograma, sí.
«Lo
grave de estos casos de muerte aparente -concluye Lorente- no es que una
persona parezca muerta, se le dé por tal y luego se recupere, sino que
por haberla dado por muerta no se le
practicasen medidas inmediatas de reanimación y muera o se recupere con graves
secuelas ».
[…]
El terror en los tiempos del cólera
Las
epidemias de los siglos XVIII y
XIX convirtieron la
pesadilla de ser enterrado vivo en realidad. Había pánico.
La
posibilidad de ser enterrado vivo es uno de los terrores ancestrales del ser humano.
Son antiguas las leyendas acerca de personas cuyos cadáveres, exhumados por uno
u otro motivo, eran encontrados en su ataúd en posturas que sugerían que la
tierra no les había sido leve en absoluto: rostros de espanto, pelos
arrancados, bocas desencajadas buscando desesperadamente el aire, miembros
rotos de tanto golpear, uñas destrozadas al arañar la madera…
Hay que
tener en cuenta que, a dos metros bajo tierra, dentro de un ataúd cerrado, en
una sepultura estrecha y normalmente cubierta por una losa de piedra sellada,
morir -ahora sí, de verdad- es una
cuestión de tiempo.
De poco tiempo. De asfixia o hipotermia, en el mejor de los casos; de
inanición, en el peor. El enterramiento voluntario de personas vivas ha sido
utilizado en diferentes culturas como un modo de tortura y de castigo. Sin
embargo, el miedo moderno a esa posibilidad no está fundado en ese atroz
tormento, sino en el hecho cierto de que, en épocas de alta mortalidad causada
por guerras, catástrofes naturales o epidemias -es decir, buena parte de la
historia de la humanidad-, no era tan infrecuente ser dado por muerto antes de
tiempo por error o negligencia.
En 1591
el escritor Luis Zapata de Chaves reseñaba en su obra 'Varia historia' casos de
enfermos de peste arrojados a una fosa común en Málaga y rociados con cal viva
antes de fallecer, a causa de las prisas de los enterradores por librarse de
aquellos cuerpos altamente contagiosos.
Más
tarde ese temor se vio agudizado por las mortíferas epidemias de cólera de los
siglos XVIII y XIX. En esa época, los médicos no tenían instrumentos eficaces para
certificar la muerte y la prensa se regodeaba en cualquier episodio que fuera o
pareciera ser un caso de 'muerte aparente'. Se cuenta que el primer presidente
de Estados Unidos, George Washington, pidió que su cuerpo fuera velado durante
tres días antes de ser enterrado, el escritor Hans Christian Andersen obligó a
que le abrieran las venas después de muerto y el compositor Frédéric Chopin se
hizo extraer el corazón. Por si acaso. En la Inglaterra victoriana, William Tebb publicó un manual y fundó la Asociación Londinense para
la Prevención del Entierro Prematuro. A finales del XIX el director de una funeraria norteamericana, T. M.
Montgomery, sostenía que el 2% de los cadáveres exhumados
habían sido enterrados vivos. Incluso se creó el término tapefobia -miedo a las
tumbas- para describirlo.
ATAÚDES
CON ALARMA
El
primer ataúd de seguridad fue construido en 1792 para un duque alemán que temía
ser enterrado vivo. Tenía un tubo y una ventana para
respirar y podía abrirse con una
llave que portaba
el fallecido. Más tarde se diseñaron féretros equipados con campanas o banderas
que se activaban al detectar un movimiento del cuerpo. Ya en el siglo XX se
hicieron otros con alarma electrónica y monitor cardiaco. No hay noticias de
que ninguno de esos sistemas llegara nunca a ser utilizado
por un fallecido.
La
literatura romántica contribuyó a acrecentar el terror de la gente. En 1844 Edgar
Allan Poe puso los pelos de punta a los lectores del 'Philadelphia Dollar Newspaper'
con su relato 'El entierro prematuro', en el que un hombre que sufre crisis de catalepsia diseña una complicada sepultura para evitar ser enterrado en vida. El cine también se ha ocupado del
tema. Aparte de la adaptación del relato de Poe para la gran pantalla, la
comedia 'Este muerto está muy vivo' encara el argumento de la falsa defunción desde
el punto de vista del humor absurdo, mientras que 'Kili Bill II' y 'Buried' (Enterrado)
nos muestran la pavorosa experiencia de ser sepultado en vida. Son films no
aptos para espectadores con claustrofobia.
24 horas
Deben pasar 24 horas desde que se certifica el deceso de una
persona hasta su incineración o entierro, según la ley española. El Gobierno inició
-· 701' una reforma para eliminar ese artículo de la Ley del Registro Civil de
1957, obsoleto d de que el electrocardiograma y el electroencefalograma permiten
certificar la muerte de forma fehaciente y objetiva, pero aún no se ha hecho
efectiva. En el siglo XIX, los casos de entierros prematuros eran una obsesión
popular y aparecían en la prensa. Y ahí siguen. En 2011, un sexagenario
surafricano se despertó en la cámara frigorífica de la morgue y pidió ayuda, su
familia lo dio por muerto tras sufrir un ataque de asma y, sin certificado de
defunción, llamó a la funeraria. En 2012 un niño brasileño de 2 años despertó
en su propio funeral, bebió agua, se acostó y murió. Ese mismo año, una china
de 95 años que habría sufrido un fuerte golpe en la cabeza salió del ataúd por
su propio pie durante el velatorio.
Etiquetas: Culturilla general
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