La misteriosa muerte de Stalin
(Un artículo de José Segovia en el XLSemanal del 4 de marzo de 2018)
Tras una noche cargada de vodka, el hombre más temido de la Unión Soviética, Josef Stalin, cayó fulminado. Cuando se cumplen 65 años de aquella extraña muerte, una película La muerte de Stalin -rechazada por Putin- aviva la polémica.
Su reloj de
pulsera marcaba las seis y media, la temprana hora de la mañana en que
cayó fulminado. El hombre más temido de la Unión Soviética sufrió una
hemorragia masiva en el lado izquierdo del cerebro, según sus biógrafos.
Josef Stalin pasó horas solo, consciente y sin poder
articular palabra, tirado en el suelo del dormitorio de su dacha
Blízhniaia en Kúntsevo, no lejos de Moscú. El 28 de febrero de 1953,
horas antes de sufrir el ataque, el dictador invitó a su residencia a
Georgi Malenkov, Lavrenti Beria, Nikita Jrushchov y Nikolái Bulganin
para beber y disfrutar con una película. Todos ellos trataron de evitar
decir ninguna cosa inconveniente que pudiera molestar a Stalin.
Tras una
noche regada con vodka, sus invitados partieron para la capital rusa a
eso de las cuatro de la madrugada, dejando al dictador solo, empapado en
alcohol, pero en aparente buena forma. El 1 de marzo, al mediodía, el
líder soviético no había pedido el desayuno, lo que inquietó al equipo
de seguridad de la dacha. Pero era tal el terror que despertaba el
“hombre de acero” que ninguno de ellos se atrevió a entrar en sus
aposentos. Las horas pasaban y el georgiano no daba señales de vida.
Cerca de las diez de la noche llegó un paquete para Stalin
proveniente del Comité Central de Moscú. Fue entonces cuando uno de sus
asistentes se atrevió a entrar en el dormitorio prohibido,
encontrándose de bruces con la escena terrible.
Cuando el
siniestro Beria, jefe de Policía y del servicio secreto NKVD, y otros
miembros del Presidium del Sóviet Supremo de la Unión Soviética fueron
informados del grave derrame cerebral de Stalin,
sintieron un cierto pánico seguido de un gran alivio. Si el dictador
moría, ellos quedarían a salvo de sus arbitrarias purgas, por lo que no
se dieron prisa en procurarle ayuda. Pero ¿y si sobrevivía y le
comunicaban que sus hombres de confianza lo habían dejado tendido en el
suelo como a un perro?
Tras el
titubeo inicial, los miembros del Presidium decidieron pedir ayuda, pero
entonces recordaron que los mejores médicos moscovitas estaban entre
rejas. En enero de 1953, el diario Pravda publicó a instancias de Stalin
un artículo titulado «Bajo la máscara de médicos universitarios hay
espías asesinos y criminales», en el que ese órgano oficial del Partido
Comunista denunciaba una conspiración de «burgueses sionistas»
organizada por el Congreso Judío Mundial y financiada por la agencia de
inteligencia estadounidense CIA. Once eminentes médicos rusos, entre
ellos siete judíos, fueron acusados de haber utilizado tratamientos
médicos letales para asesinar a importantes miembros del partido
comunista soviético, como Aleksandr Scherbakov, que falleció en 1945
tras años de alcoholismo crónico, y Andréi Zhdánov, que murió por causas
naturales en 1948. El artículo de Pravda también acusaba a los médicos de tramar la muerte de los coroneles Iván Kónev, Leonid Góvorov y Aleksandr Vasilevski.
Tras el
escándalo que provocó el artículo, docenas de médicos de ascendencia
judía fueron detenidos en Moscú y otras ciudades rusas; entre ellos
figuraba Vladímir Vinográdov, el médico personal de Stalin.
Los ocho
especialistas más significados en la supuesta traición fueron torturados
hasta que confesaron un crimen que nunca cometieron. Dos de los
acusados fallecieron durante los interrogatorios y el resto fue
encarcelado en el presidio de Lubianka. El diario Pravda
publicó otro artículo que criticó con dureza a los servicios de
seguridad del Estado por su incompetencia al no detectar el complot a
tiempo.
Abría los ojos
Mientras la
vida de Stalin pendía de un hilo, Malenkov y Beria lograron excarcelar a
algunos especialistas que fueron enviados a toda prisa a la dacha
Blízhniaia. La agonía del líder soviético se alargó varios días más. En
ocasiones abría los ojos y miraba con odio a quienes lo rodeaban; entre
ellos, su hija Svetlana, Malenkov, Jrushchov, Beria, Bulganin y Mólotov.
Este último
había caído en desgracia meses antes y se salvó de la purga por los
pelos, ya que el georgiano lo había incluido en su lista negra. Algunos
testigos aseguraron que cuando Stalin se espabilaba Beria le cogía de la
mano y le suplicaba que se recuperase. Cuando volvía a desvanecerse,
Beria acercaba sus labios a la oreja del dictador para susurrarle
insultos y desearle una muerte atroz.
El día 4
aparentó una mejoría tan súbita que el enfermo volvió a recuperar la
conciencia. Tras echar otra furibunda mirada a los asistentes, Stalin
levantó su brazo y pareció que señalaba a alguien o algo.
Su hija
Svetlana recordó aquel momento en sus memorias: «En un gesto horroroso
que aún hoy no puedo comprender ni olvidar, levantó la mano izquierda,
la única que podía mover, y pareció como si señalara con ella vagamente
hacia arriba o como si nos amenazara a todos. El gesto resultaba
incomprensible, pero había en él algo amenazador, y no se sabía a quién
ni a qué se refería».
Poco
después, el georgiano sufrió un nuevo ataque y entró en coma. Los
médicos que lo atendían le practicaron reanimación cardiopulmonar en las
diversas ocasiones en que se le detuvo el corazón, hasta que finalmente
a las 22:10 del día 5 de marzo de 1953 no consiguieron reanimarlo.
La sucesión
Algunos de
los presentes abrazaron a Svetlana, que lloraba desconsoladamente la
pérdida de su padre. El cadáver de Stalin fue trasladado a Moscú y
colocado en un catafalco en la Plaza Roja, a la que fueron llegando
miles y miles de moscovitas que querían ver sus restos. «Los miembros
del Presidium se sintieron conmocionados. Se había terminado todo un
periodo de sus vidas. Solo uno de ellos, Beria, se comportaba como una
pantera a la que se hubiera soltado de la jaula», recuerda el
historiador británico Robert Service, autor de Stalin: una biografía.
Había mucho
que hacer y el jefe del temible NKVD marcó el ritmo de la sucesión.
Pero de poco le sirvió a Beria tanto desvelo. Meses más tarde fue
ejecutado por traidor. El sucesor de Stalin fue Malenkov, aunque poco
después el trono pasó a Jrushchov. Sesenta y cinco años después de su
fallecimiento, el próximo 9 de marzo se estrena en España la película La muerte de Stalin,
del director británico Armando Iannucci, en cuyo reparto brilla el
actor Steve Buscemi dando vida a Jrushchov. Esta magnífica sátira que
recrea las últimas horas del dictador y la lucha por su sucesión ha
molestado tanto a Putin que ha dado instrucciones al Ministerio de
Cultura para que la censure, aduciendo que es una manifestación de
extremismo que pretende humillar a los rusos.
La decisión de Putin de impedir la exhibición del filme resulta sorprendente. Sobre todo si se tiene en cuenta la catadura moral de Stalin,
un paranoico sanguinario que atemorizaba a los que se veían obligados a
estar cerca de él, tal y como refleja la comedia negra de Iannucci. Sus
biógrafos recuerdan que su gélida mirada hacía temblar a los hombres
más duros. «Tenía una personalidad predispuesta a fantasías
persecutorias y, trágicamente, tuvo la oportunidad de llevar a la
práctica sus propias perturbaciones psicológicas a través de la
persecución de millones de personas», señala Service.
Fallos de memoria
En 1950, la
salud del dictador comenzó a deteriorarse. En aquel entonces tenía
setenta años y su memoria comenzaba a fallar. Se agotaba fácilmente y su
estado general empeoró tanto que su médico personal, Vinográdov,
propuso un tratamiento radical para combatir la hipertensión aguda que
sufría el dictador. También le pidió que dejara parte de sus actividades
en manos de algún colaborador de confianza. Pero el paranoico Stalin no
se fiaba ni de su sombra.
En octubre
de 1952 se celebró el XIX Congreso del PCUS, en el que el líder de la
Unión Soviética insinuó sus deseos de no intervenir militarmente en el
exterior. Sorprendentemente, en aquella ocasión Malenkov se atrevió a
contradecirlo, afirmando que para la URSS era vital estar presente en
todos los conflictos internacionales apoyando las revoluciones
socialistas.
Nuevas purgas
Por primera
vez en muchos años, el Congreso apoyó las intenciones de Malenkov y no
las de Stalin. Fuera por esa razón o por otras, lo cierto es que, tras
ese revés político, el dictador tomó la determinación de reanudar las
purgas, lo que alertó a Jrushchov, Beria y al resto de los miembros del
Politburó. Ninguno se sentía a salvo de las manías del dictador.
A partir de 1948, cuando se acentuó su soledad, Stalin se sentía cada
vez más aburrido, aunque nunca dejó de estar atento al nido de víboras
que había creado a su alrededor. Fue por esas fechas cuando decidió
recluirse en su dacha de Kúntsevo, donde se mantuvo hasta que falleció.
En 1956, durante el XX Congreso del Partido, Jrushchov lo acusó de haber
liquidado a los mejores camaradas del Ejército y de falsificar la
historia del Partido, lo que provocó un terremoto en el Comité Central.
En 1961 se ordenó sacar el cuerpo de Stalin del Mausoleo de la Plaza
Roja para enterrarlo fuera del muro del Kremlin y se rebautizó la ciudad
de Stalingrado como Volgogrado, dos medidas que dieron por concluido el
culto reverencial al “hombre de acero”. Estaba tirado en el suelo, se
había orinado encima y su rostro exhibía una extraña mueca.
¿Stalin murió asesinado?
La muerte
de Stalin fue causada en realidad por una dosis letal de warfarina. Eso
afirmó en 2003 un grupo de historiadores rusoestadounidenses. Se trata
de un medicamento anticoagulante para prevenir la formación de trombos y
embolias, que en grandes dosis puede causar apoplejía a la persona que
lo ingiere. Sin embargo, cinco años después, el jefe del Archivo Estatal
de Rusia, Vladímir Kozlov, calificó de «falacias» las suposiciones de
que el dirigente soviético hubiera sido envenenado. «Se puede inventar
cualquier cosa, pero existen documentos oficiales que reflejan su estado
desde el momento del ataque apopléjico hasta su muerte», declaró un
airado Kozlov a la prensa rusa.
EL PODEROSO APARATO DEL RÉGIMEN
Los historiadores coinciden en señalar que Stalin se sostuvo en el poder
gracias al miedo visceral que sentían los hombres que lo rodeaban. Un
miedo que se apoyaba en un poderoso aparato de terror. Aquel poder
ilimitado se intensificaba gracias a la existencia de una verdadera
devoción de las masas hacia su líder, que se veía alentada y alimentada por la propaganda.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XX
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home