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jueves, enero 10

La misteriosa muerte de Stalin

(Un artículo de José Segovia en el XLSemanal del 4 de marzo de 2018)

Tras una noche cargada de vodka, el hombre más temido de la Unión Soviética, Josef Stalin, cayó fulminado. Cuando se cumplen 65 años de aquella extraña muerte, una película La muerte de Stalin -rechazada por Putin- aviva la polémica.

Su reloj de pulsera marcaba las seis y media, la temprana hora de la mañana en que cayó fulminado. El hombre más temido de la Unión Soviética sufrió una hemorragia masiva en el lado izquierdo del cerebro, según sus biógrafos. Josef Stalin pasó horas solo, consciente y sin poder articular palabra, tirado en el suelo del dormitorio de su dacha Blízhniaia en Kúntsevo, no lejos de Moscú. El 28 de febrero de 1953, horas antes de sufrir el ataque, el dictador invitó a su residencia a Georgi Malenkov, Lavrenti Beria, Nikita Jrushchov y Nikolái Bulganin para beber y disfrutar con una película. Todos ellos trataron de evitar decir ninguna cosa inconveniente que pudiera molestar a Stalin.

Tras una noche regada con vodka, sus invitados partieron para la capital rusa a eso de las cuatro de la madrugada, dejando al dictador solo, empapado en alcohol, pero en aparente buena forma. El 1 de marzo, al mediodía, el líder soviético no había pedido el desayuno, lo que inquietó al equipo de seguridad de la dacha. Pero era tal el terror que despertaba el “hombre de acero” que ninguno de ellos se atrevió a entrar en sus aposentos. Las horas pasaban y el georgiano no daba señales de vida.

Cerca de las diez de la noche llegó un paquete para Stalin proveniente del Comité Central de Moscú. Fue entonces cuando uno de sus asistentes se atrevió a entrar en el dormitorio prohibido, encontrándose de bruces con la escena terrible.

Cuando el siniestro Beria, jefe de Policía y del servicio secreto NKVD, y otros miembros del Presidium del Sóviet Supremo de la Unión Soviética fueron informados del grave derrame cerebral de Stalin, sintieron un cierto pánico seguido de un gran alivio. Si el dictador moría, ellos quedarían a salvo de sus arbitrarias purgas, por lo que no se dieron prisa en procurarle ayuda. Pero ¿y si sobrevivía y le comunicaban que sus hombres de confianza lo habían dejado tendido en el suelo como a un perro?

Tras el titubeo inicial, los miembros del Presidium decidieron pedir ayuda, pero entonces recordaron que los mejores médicos moscovitas estaban entre rejas. En enero de 1953, el diario Pravda publicó a instancias de Stalin un artículo titulado «Bajo la máscara de médicos universitarios hay espías asesinos y criminales», en el que ese órgano oficial del Partido Comunista denunciaba una conspiración de «burgueses sionistas» organizada por el Congreso Judío Mundial y financiada por la agencia de inteligencia estadounidense CIA. Once eminentes médicos rusos, entre ellos siete judíos, fueron acusados de haber utilizado tratamientos médicos letales para asesinar a importantes miembros del partido comunista soviético, como Aleksandr Scherbakov, que falleció en 1945 tras años de alcoholismo crónico, y Andréi Zhdánov, que murió por causas naturales en 1948. El artículo de Pravda también acusaba a los médicos de tramar la muerte de los coroneles Iván Kónev, Leonid Góvorov y Aleksandr Vasilevski.

Tras el escándalo que provocó el artículo, docenas de médicos de ascendencia judía fueron detenidos en Moscú y otras ciudades rusas; entre ellos figuraba Vladímir Vinográdov, el médico personal de Stalin.

Los ocho especialistas más significados en la supuesta traición fueron torturados hasta que confesaron un crimen que nunca cometieron. Dos de los acusados fallecieron durante los interrogatorios y el resto fue encarcelado en el presidio de Lubianka. El diario Pravda publicó otro artículo que criticó con dureza a los servicios de seguridad del Estado por su incompetencia al no detectar el complot a tiempo.

Abría los ojos

Mientras la vida de Stalin pendía de un hilo, Malenkov y Beria lograron excarcelar a algunos especialistas que fueron enviados a toda prisa a la dacha Blízhniaia. La agonía del líder soviético se alargó varios días más. En ocasiones abría los ojos y miraba con odio a quienes lo rodeaban; entre ellos, su hija Svetlana, Malenkov, Jrushchov, Beria, Bulganin y Mólotov.

Este último había caído en desgracia meses antes y se salvó de la purga por los pelos, ya que el georgiano lo había incluido en su lista negra. Algunos testigos aseguraron que cuando Stalin se espabilaba Beria le cogía de la mano y le suplicaba que se recuperase. Cuando volvía a desvanecerse, Beria acercaba sus labios a la oreja del dictador para susurrarle insultos y desearle una muerte atroz.

El día 4 aparentó una mejoría tan súbita que el enfermo volvió a recuperar la conciencia. Tras echar otra furibunda mirada a los asistentes, Stalin levantó su brazo y pareció que señalaba a alguien o algo.
Su hija Svetlana recordó aquel momento en sus memorias: «En un gesto horroroso que aún hoy no puedo comprender ni olvidar, levantó la mano izquierda, la única que podía mover, y pareció como si señalara con ella vagamente hacia arriba o como si nos amenazara a todos. El gesto resultaba incomprensible, pero había en él algo amenazador, y no se sabía a quién ni a qué se refería».

Poco después, el georgiano sufrió un nuevo ataque y entró en coma. Los médicos que lo atendían le practicaron reanimación cardiopulmonar en las diversas ocasiones en que se le detuvo el corazón, hasta que finalmente a las 22:10 del día 5 de marzo de 1953 no consiguieron reanimarlo.

La sucesión

Algunos de los presentes abrazaron a Svetlana, que lloraba desconsoladamente la pérdida de su padre. El cadáver de Stalin fue trasladado a Moscú y colocado en un catafalco en la Plaza Roja, a la que fueron llegando miles y miles de moscovitas que querían ver sus restos. «Los miembros del Presidium se sintieron conmocionados. Se había terminado todo un periodo de sus vidas. Solo uno de ellos, Beria, se comportaba como una pantera a la que se hubiera soltado de la jaula», recuerda el historiador británico Robert Service, autor de Stalin: una biografía.

Había mucho que hacer y el jefe del temible NKVD marcó el ritmo de la sucesión. Pero de poco le sirvió a Beria tanto desvelo. Meses más tarde fue ejecutado por traidor. El sucesor de Stalin fue Malenkov, aunque poco después el trono pasó a Jrushchov. Sesenta y cinco años después de su fallecimiento, el próximo 9 de marzo se estrena en España la película La muerte de Stalin, del director británico Armando Iannucci, en cuyo reparto brilla el actor Steve Buscemi dando vida a Jrushchov. Esta magnífica sátira que recrea las últimas horas del dictador y la lucha por su sucesión ha molestado tanto a Putin que ha dado instrucciones al Ministerio de Cultura para que la censure, aduciendo que es una manifestación de extremismo que pretende humillar a los rusos.

La decisión de Putin de impedir la exhibición del filme resulta sorprendente. Sobre todo si se tiene en cuenta la catadura moral de Stalin, un paranoico sanguinario que atemorizaba a los que se veían obligados a estar cerca de él, tal y como refleja la comedia negra de Iannucci. Sus biógrafos recuerdan que su gélida mirada hacía temblar a los hombres más duros. «Tenía una personalidad predispuesta a fantasías persecutorias y, trágicamente, tuvo la oportunidad de llevar a la práctica sus propias perturbaciones psicológicas a través de la persecución de millones de personas», señala Service.

Fallos de memoria

En 1950, la salud del dictador comenzó a deteriorarse. En aquel entonces tenía setenta años y su memoria comenzaba a fallar. Se agotaba fácilmente y su estado general empeoró tanto que su médico personal, Vinográdov, propuso un tratamiento radical para combatir la hipertensión aguda que sufría el dictador. También le pidió que dejara parte de sus actividades en manos de algún colaborador de confianza. Pero el paranoico Stalin no se fiaba ni de su sombra.

En octubre de 1952 se celebró el XIX Congreso del PCUS, en el que el líder de la Unión Soviética insinuó sus deseos de no intervenir militarmente en el exterior. Sorprendentemente, en aquella ocasión Malenkov se atrevió a contradecirlo, afirmando que para la URSS era vital estar presente en todos los conflictos internacionales apoyando las revoluciones socialistas.

Nuevas purgas

Por primera vez en muchos años, el Congreso apoyó las intenciones de Malenkov y no las de Stalin. Fuera por esa razón o por otras, lo cierto es que, tras ese revés político, el dictador tomó la determinación de reanudar las purgas, lo que alertó a Jrushchov, Beria y al resto de los miembros del Politburó. Ninguno se sentía a salvo de las manías del dictador.

A partir de 1948, cuando se acentuó su soledad, Stalin se sentía cada vez más aburrido, aunque nunca dejó de estar atento al nido de víboras que había creado a su alrededor. Fue por esas fechas cuando decidió recluirse en su dacha de Kúntsevo, donde se mantuvo hasta que falleció. En 1956, durante el XX Congreso del Partido, Jrushchov lo acusó de haber liquidado a los mejores camaradas del Ejército y de falsificar la historia del Partido, lo que provocó un terremoto en el Comité Central. En 1961 se ordenó sacar el cuerpo de Stalin del Mausoleo de la Plaza Roja para enterrarlo fuera del muro del Kremlin y se rebautizó la ciudad de Stalingrado como Volgogrado, dos medidas que dieron por concluido el culto reverencial al “hombre de acero”. Estaba tirado en el suelo, se había orinado encima y su rostro exhibía una extraña mueca.

¿Stalin murió asesinado?

La muerte de Stalin fue causada en realidad por una dosis letal de warfarina. Eso afirmó en 2003 un grupo de historiadores rusoestadounidenses. Se trata de un medicamento anticoagulante para prevenir la formación de trombos y embolias, que en grandes dosis puede causar apoplejía a la persona que lo ingiere. Sin embargo, cinco años después, el jefe del Archivo Estatal de Rusia, Vladímir Kozlov, calificó de «falacias» las suposiciones de que el dirigente soviético hubiera sido envenenado. «Se puede inventar cualquier cosa, pero existen documentos oficiales que reflejan su estado desde el momento del ataque apopléjico hasta su muerte», declaró un airado Kozlov a la prensa rusa.

EL PODEROSO APARATO DEL RÉGIMEN

Los historiadores coinciden en señalar que Stalin se sostuvo en el poder gracias al miedo visceral que sentían los hombres que lo rodeaban. Un miedo que se apoyaba en un poderoso aparato de terror. Aquel poder ilimitado se intensificaba gracias a la existencia de una verdadera devoción de las masas hacia su líder, que se veía alentada y alimentada por la propaganda.

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