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lunes, diciembre 31

Otros finales de año


(Un texto de Alberto Serrano Dolader en el suplemento dominical del Heraldo de Aragón del 31 de diciembre de 2017)

No siempre la noche del 31 de diciembre ha sido la última del año, ni siquiera en nuestro contexto histórico y cultural. Los antiguos romanos celebraban el Año Nuevo el día primero de marzo hasta que Numa, el sucesor de Rómulo, decidió que se hiciera el uno de enero para que el año civil se iniciara con la fiesta de Jano, el dios de dos caras que mira a la vez al inicio y al final. Pero advierto que la sección que usted ojea tiene mucho de leyendas.

Sí, hay cosas que parecen de toda la vida, pero que realmente no lo son. En tiempos del medievo, nuestros ancestros festejaban el inicio del año el 25 de marzo, fecha en la que se conmemoraba la encarnación del Hijo de Dios. Así discurrieron las cosas hasta que el 16 de diciembre de 1350 Pedro IV firmó una pragmática en la que disponía que a partir de entonces el año arrancara el 25 de diciembre, o sea, en la jornada de Navidad.

Para celebrar el 'cabo de año' el día uno de enero hubo que esperar a Felipe II, que tomó la decisión con un año de retraso sobre lo hecho por austriacos y franceses. O sea, un follón. Además, en no pocos momentos y circunstancias fue la renovación anual de los cargos de los concejos -que no en todas las poblaciones aragonesas se efectuaba en idéntica jornada- lo que verdaderamente marcaba un ciclo nuevo.

Otra costumbre que parece eterna y que tampoco lo ha sido, ni mucho menos, es la de despedir el año con la ingesta de las doce uvas de la suerte. En el Madrid de la primera década del siglo XX ya se practicaba el rito, quizá importado de Italia, pero continuaba siendo algo ajeno a los aragoneses. Lo prueba que en la crónica de Año Nuevo de 1917 el 'Diario de Avisos de Zaragoza' indicara: «Afortunadamente nosotros no somos tan estúpidos que creamos en la eficacia de esa costumbre. Comiendo y sin comer uva, sabemos que quien termina el año sin dos pesetas, sin ocho reales comienza el siguiente».

Pero, la verdad, pronto caímos en la tentación. Al iniciarse la década de los veinte, las uvas ya se repartían en los cotillones de Nochevieja de los hoteles distinguidos de Zaragoza. El pueblo llano daba por entonces la bienvenida al año al son de las campanadas del reloj de la Diputación Provincial, en la actual plaza de España, y yo pienso que ya se atragantaría con los granos. Poco antes del estallido de la guerra, debieron de ser muy numerosas las villas aragonesas que se sumaron al carro, aunque sin desechar por ello las laminerías locales (por ejemplo, en Isuerre se degustaban exquisitas farinetas de aguamiel con nueces y en Oseja y Trasobares, pasas).

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