La furia de los hombres del norte
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 12 de julio
de 2016)
Lindisfarne, Inglaterra, verano de 793. Tiene
lugar la primera incursión vikinga en suelo inglés.
“De la furia de los hombres del Norte líbranos Señor”.
No es el lamento de un hincha inglés por la eliminación de Inglaterra a manos de
Islandia, es la oración que cotidianamente se rezaba en todos los monasterios
ingleses desde finales del siglo VIII. El gran invento griego de las
competiciones deportivas es el mejor substituto de la guerra, por eso, más allá
de los cronistas de fútbol, los historiadores británicos recordaron, con el
segundo gol de Islandia, el martirio que hace doce siglos padecían los ingleses
por el terror de los vikingos, antepasados directos, sin mezcla de raza alguna,
de los islandeses actuales.
Hubo tenebrosos presagios: torbellinos, relámpagos y
fieros dragones volando por el cielo, anuncio de “la devastación de la terrible
gente pagana que destruyó la iglesia de Dios en Lindisfarne”. Así refiere la Crónica
Anglosajona del siglo IX el asalto de los piratas vikingos al monasterio de
la “Isla Santa” de Lindisfarne, en la costa de Northumberland, famoso santuario
por guardar las reliquias de San Cutberto.
Sin recurrir a elementos fantásticos, Alcuino de York,
el monje inglés que fue una de las lumbreras de la corte de Carlomagno, hizo
una descripción más impresionante: “Nunca antes había aparecido en Gran Bretaña
un terror semejante al que ahora sufrimos por culpa de una raza pagana… Los
bárbaros derramaron la sangre de los santos alrededor del altar, y pisotearon
sus restos en el templo de Dios, como si fuera la basura de la calle”.
Este fue el primer ataque vikingo registrado en
Inglaterra, sucedió en el verano del año 793 y marcó el inicio de la llamada
Era Vikinga. Durante los tres siglos siguientes, los hombres del Norte (Norse
en antigua lengua escandinava) procedentes de las distintas partes de
Escandinavia tomaron por asalto el mundo conocido –y aun el desconocido, como
Islandia y Groenlandia–. Al principio eran meras expediciones de piratería, de
ahí el nombre “vikingo”, que es el que participa en una correría marítima.
Su víctima favorita en una primera etapa eran los
monasterios. En la Edad Media los cenobios se convirtieron en los refugios del
saber y la cultura, atesoraban bibliotecas y fabricaban a mano los pocos libros
que se producían, copias manuscritas de otros más antiguos, como los famosos Evangelios
de Lindisfarne, el primer lugar asaltado por los vikingos, que añadían al
texto en latín comentarios en inglés antiguo, lo que los convierte en los más
antiguos textos bíblicos en lengua inglesa. Además podían tener objetos de
culto en plata y oro, y siempre estaba bien surtida la despensa y la bodega.
Junto a estas tentaciones para los piratas, los monjes no eran hombres de
armas, era como robar a niños. Para protegerse de los asaltos, en Irlanda
llegaron a construir los monasterios sin puerta, siendo necesaria una larga
escalera para entrar por una ventana.
Pero la audacia y volumen de las incursiones fue
creciente, y en 845 los Norse alcanzaron París por el Sena y lo
saquearon, retirándose solo después de cobrar un enorme rescate del rey de
Francia. Cinco años después, 350 botes vikingos remaron Támesis arriba y no
solo sometieron Londres a un brutal pillaje, sino que lo incendiaron hasta la
última casa. Más adelante los piratas se convertirían en invasores permanentes,
creando sus propios reinos en Inglaterra, Irlanda, Francia y hasta Sicilia. Los
Norse pasarían entonces a llamarse normandos, integrándose en la cultura
cristiana occidental.
Águila de sangre
Las islas británicas fueron la región favorita de las
incursiones nórdicas. A mediados del siglo IX, los Norse invernaban en
suelo inglés, y sus correrías tenían lugar en cualquier época del año y no solo
en verano, como al principio. Pero aún faltaba por caer lo peor sobre
Inglaterra. Tanto las sagas vikingas como la Crónica Anglosajona recogen
una epopeya de sangre y crueldad, la historia del legendario caudillo Ragnar
Lodbrok, sus hijos y el rey Aela de Northumbria, uno de los reinos anglosajones
que formaban Inglaterra.
Aela logró hacer prisionero a Ragnar –el que había
saqueado París– y le dio una mala muerte arrojándolo a un pozo de serpientes.
Pero Ragnar tenía muchos hijos con sus tres formidables mujeres, feroces
guerreros de apelativos impresionantes como Sigurd Serpiente en el Ojo,
Björn Brazo de Hierro, o Ivar el Deshuesado, que reclutaron lo
que la Crónica Anglosajona llama “el gran ejército pagano”. Ya no se
trataba de una razzia pirata de tamaño mayor, sino de una auténtica invasión
para quedarse. Los hijos de Ragnar vencieron a Aela, entraron en York y
ejecutaron “una matanza inconmensurable”. Al rey vencido le dieron el más
terrible suplicio que se les ocurrió para vengar a su padre, el águila de
sangre”, según describe la Crónica Anglosajona: “Le cortaron todas
las costillas de su columna y le arrancaron los pulmones”, formando así una
especie de alas sanguinolentas.
Los vikingos fundaron en suelo inglés el reino de
Jorik, con una dinastía danesa en el trono. El rey inglés Alfredo el Grande
mereció ese título porque logró contenerlos, pero a base de ceder y pagar.
Inglaterra se dividió en dos, Danelaw (el país bajo la ley danesa) y Angloland,
la parte propiamente inglesa, aunque estaba sujeta a tributo, el Danegeld,
el “oro de los daneses” que se pagaba al invasor.
Durante los dos siglos siguientes, los ingleses
lucharon por librarse de los hombres del Norte, pero con más fracaso que éxito.
En 947 hubo una nueva invasión capitaneada por Eric Hacha Sangrienta,
rey de Noruega. El apodo es indicativo del pavoroso carácter del invasor, pero
aún peor era su sobrenombre culto, pues mereció ser llamado Fratis
Interfector, en latín “el que mata a sus hermanos”, pues los asesinó para
alcanzar el trono noruego. La brutalidad de Hacha Sangrienta se complementaba
con la perfidia de su esposa Gunnhild, hechicera y envenenadora que colaboraba
en sus crímenes.
Luego hubo una dinastía de vikingos daneses reinando
sobre todo el país, y en 1066, cuando murió Eduardo el Confesor, el
último rey de Inglaterra propiamente inglés, que había recuperado el trono, su
sucesión fue disputada por tres pretendientes, uno inglés, otro noruego, y un
tercero normando, es decir, también hombre del Norte. Ganó este último, llamado
por eso Guillermo el Conquistador, y sus guerreros normandos se
convirtieron para siempre en la aristocracia de Inglaterra. […]
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s. VIII
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