La gran niebla de Londres
(Un
texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 1 de diciembre de 2017)
Londres, 5-9 de diciembre de 1952. Una niebla mezclada
con humo se abate sobre la capital inglesa, provocando 12.000 muertos y 150.000
enfermos graves.
“Londres es todo niebla y gente triste. No sé si es la
niebla la que produce la gente triste, o si es la gente triste la que produce
la niebla”, esa ironía, afilada aunque no hiriente, no puede ser de nadie más
que de Oscar Wilde. Otro de agudo ingenio, Julio Camba, el más deslumbrante
corresponsal que ha tenido España, refería la idiosincrasia inglesa a partir
del fenómeno atmosférico: “La niebla es la gran definición de Londres. La
niebla lo explica todo: el amor de la vida doméstica, el horror de la calle, el
aislamiento en que vive este pueblo, la disciplina, el whisky, la falta de
interés para todo lo que ocurre a dos metros de uno, el egoísmo, los clubs, el spleen...”.
Durante más de un siglo la niebla se convirtió en el
gran tópico londinense, en un protagonista de todas las ficciones, en un
escenario sin el que no se concibe ni Sherlock Holmes ni los tebeos del Inspector
Dan, pasando por las novelas policiacas de Edgar Wallace y las películas de
la Ealing. Pero la realidad imitaba a la ficción. ¿Es explicable Jack el
Destripador sin esa falta de visión? El smog fue cómplice del asesino en
serie, que con el despliegue policial que se hizo en el East End no hubiese
podido continuar sin niebla su ritual satánico. Jack desventraba a las
prostitutas a unos metros de los bobbies, los agentes de Policía, que
podían oír ruidos sospechosos, pero no podían ver lo que sucedía ante sus
narices.
La niebla aliada del asesinato, sí, y ¿por qué no la
niebla asesina? Asesina por sí misma, y no en serie, como Jack el Destripador,
sino en masa, como los nazis. Ya había habido un amago de masacre en 1951:
3.000 muertos. Pero el país venía de soportar la Segunda Guerra Mundial, la
ciudad de Londres “puede aguantarlo”, decía la propaganda durante los
bombardeos masivos de la Luftwaffe. Los seis años de matanza de aquel
conflicto, el descubrimiento de los campos de exterminio hitlerianos o las
fosas de Katyn estalinistas, las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki,
habían creado una costra de insensibilidad ante la muerte y nadie tomó medidas
ante el primer aviso. Y así llegó el segundo...
Ácido sulfúrico
Hizo frío en el otoño de 1952 y la gente le echó mucho
carbón a las chimeneas, porque en aquella época la calefacción central era
prácticamente desconocida en Gran Bretaña. El Gobierno de Churchill, vuelto al
poder un año antes, se preocupó de que los hogares tuviesen combustible. Los
laboristas habían perdido las elecciones de 1951 porque la posguerra había
traído una terrible crisis económica y la gente estaba harta de pasarlo mal.
Darles carbón era una prioridad política para el Gobierno, pero lo malo es que
se trataba de carbón de muy mala calidad. El buen carbón británico, motor de la
Revolución Industrial y base de la prosperidad inglesa, se exportaba para
conseguir divisas, y el de consumo doméstico estaba lleno de impurezas,
especialmente azufre.
El 5 de diciembre una densa masa de niebla se abatió
sobre Londres. No era nada nuevo, incluso era habitual, y también que esa
niebla se cargase de los humos de hogares, industrias y vehículos. Los ingleses
tiene varios nombres para la niebla: mist es la niebla menos densa, fog
es la espesa, y smog es la palabra híbrida de la mezcla de smoke
(humo) con fog, es decir, la niebla mezclada con un humo que de esa
manera no asciende y se disipa, sino que se queda pegado a la tierra. El
escritor Charles Dickens la bautizó “puré de guisantes”, y otro victoriano, el
ensayista Thomas Carlyle, la llamaba “tinta fluida”, metáforas literarias que
en realidad definirían adecuadamente lo que ocupó el aire de Londres.
“Nieblas espesas, casi sólidas, que se comen a los
autobuses”, escribía el corresponsal de ABC en ese momento, Jacinto
Miquelarena, cuyas crónicas detallan que delante de cada autobús tenía que ir
un hombre andando con una antorcha, que el horizonte quedaba a menos de dos
metros, que al comprar una entrada de cine te advertían que no se veía la
pantalla más allá de la cuarta fila o que se había suspendido un concierto
porque los músicos no veían la batuta del director, ya que el smog no se
quedó en la calle, penetró en todas partes, incluso pegándose por dentro a los
cristales, que de esta forma se volvieron opacos.
Una circunstancia meteorológica vino a empeorar la
situación, se produjo una inversión térmica que impedía que corriese el aire y
se levantara la niebla, que permaneció durante cinco días, colapsando la vida
de una de las ciudades más grandes y pobladas del mundo. Y entonces sucedió la
tragedia: el carbón de mala calidad desprendía gases de dióxido de azufre y de
dióxido de nitrógeno, que se transformaron en partículas de ácido sulfúrico,
según una investigación de la Universidad de Texas, que hace solamente un año
encontró esa explicación científica de la mortandad. El ácido sulfúrico provocó
una pandemia de infecciones del aparato respiratorio, hipoxia (falta de oxígeno
en la sangre) o simplemente asfixia por obstrucciones en las vías
respiratorias.
Fue como volver a los peores tiempos de la guerra; 150.000
personas fueron hospitalizadas con enfermedades graves, especialmente
bronconeumonías, y 4.703 habían muerto a causa de ellas para el 13 de
diciembre, una semana después del inicio del smog. Pero en las semanas y
meses siguientes continuaron los decesos por las enfermedades pulmonares
contraídas en los trágicos cinco días de smog, hasta un total de 12.000
muertos, la cosecha letal de la Gran Niebla.
Lo único bueno fue que a raíz de aquello se comenzó
una política de restricción de combustibles fósiles, y las “leyes de Aire
Limpio” de 1956 y 1968 lograron desterrar el smog de Londres, que ya no
sería como la definía Miquelarena, “una población envanecida de los velos que
la envuelven en invierno y tienden sus grises distinguidos en las farolas”.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XX
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