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miércoles, noviembre 14

Ramiro II de Aragón


(Un texto de José Manuel Herraiz en el Heraldo de Aragón del 20 de mayo de 2018)

Si la historia de Ramiro II el Monje hubiese llegado a oídos de Shakespeare, quizá su nombre daría hoy título a alguna obra señera del teatro inglés. Pero no era fácil. Ramiro fue rey de Aragón, un pequeño territorio casi pirenaico, en un pasado remotísimo; el rey monje era un personaje tan antiguo para Shakespeare como el dramaturgo inglés lo es para nosotros. Pero incluso hoy, la historia de RamiTo es tan apasionante que daría para una buena novela de intriga política o para una serie de Netflix.

Como en otros casos de personajes que han hecho historia, Ramiro no estaba destinado a grandes empresas. Era el hijo menor del rey Sancho Ramírez y de su segunda esposa, Felicia de Roucy; y el cuarto en el orden sucesorio al trono aragonés. Siendo muy joven, Ramiro ingresó en la vida religiosa y a Dios quería encomendar el resto de sus días cuando el destino llamó a su puerta con un brusco cambio de planes. Al primogénito, Pedro I de Aragón, le había sucedido Alfonso I el Batallador, que a su vez murió tras una escaramuza con los moros de Fraga en 1134 sin dejar descendencia. Lo que sí dejó fue un testamento endemoniadamente confuso en el que legaba el reino a las órdenes militares. Como era de esperar, a los nobles aragoneses y navarros -en aquel tiempo, el rey aragonés lo era también de Pamplona- aquel testamento les pareció una broma de mal gusto y se dispusieron a deshacerlo. El siguiente en el orden sucesorio era Ramiro, un monje ya entrado en años (48), encorvado de tanto inclinarse sobre los libros de su querido monasterio de San Pedro el Viejo de Huesca, y que, lógicamente, ni tenía descendencia ni proyectos de concebirla, lo que planteaba un problema adicional sobre la continuidad del linaje real. A grandes males, grandes remedios. Ramiro colgó los hábitos, fue proclamado rey; y se hizo venir de Aquitania a Inés de Poitou, una viuda que ya había demostrado en un matrimonio anterior sus dotes fecundadoras, para que casara con ella. 9 meses después, puntual como un reloj, nació Petronila y Ramiro maldijo su suerte. Abandonar el sosiego de la vida monacal para casarse con una desconocida y acabar teniendo una niña -lo que no resolvía completamente el problema sucesorio- quizá le llevó a pensar que la providencia le estaba exigiendo demasiado. A los más románticos les gustaría imaginar que de aquel matrimonio de conveniencia surgió el amor, pero a tenor de los hechos posteriores no parece probable: tras el nacimiento de Petronila, Inés de Poitou se fue por donde había venido y Ramiro se dispuso a regresar a la vida monástica.

Sin embargo, antes debía dejar el reino bien atado. Apaciguó a los nobles más levantiscos en un sangriento episodio que dio origen a la leyenda de la campana de Huesca, y que fue un golpe en la mesa lo suficientemente fuerte como para que rodaran unas cuantas cabezas y que nadie volviera a discutir su mando. Y sobre todo, en una jugada maestra, aseguró la continuidad del linaje aragonés uniendo los destinos del reino con el poderoso vecino del condado de Barcelona. Su hija Petronila casaría con Ramón Berenguer IV y el fruto de esa unión, Alfonso, sería rey de Aragón y conde de Barcelona. Cataluña y Aragón compartirían el mismo soberano, algo que, pese a quien pese, se ha mantenido hasta hoy. Alfonso nació en Huesca en 1157, a escasos metros del monasterio de San Pedro El Viejo, donde su abuelo apuraba sus últimos días en este mundo. Solo 5 meses después, aliviado al ver aclarado por fin el futuro del reino, Ramiro expiró.

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