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sábado, noviembre 10

Los amantes del Gugenheim


(Un cuento de Isabel Allende publicado en la revista Mujer de Hoy del 14 de octubre de 2017)

Un vigilante nocturno encontró a los amantes durmiendo en un nudo de brazos y ' cabellos, envueltos en la espuma de un arruinado vestido de novia, en una de las salas del Museo Guggenheim, en Bilbao. Eran las cinco de la madrugada, tal como aseguraron primero el vigilante y luego los policías. El detective Aitor Larramendi agregó en su informe que había señales inconfundibles de una bacanal en el edificio. Aunque él mismo jamás había asistido a una bacanal -algo que secretamente lamentaba- la larga experiencia en su oficio de detective le permitía detectar las huellas del vicio humano. Nunca se pudo aclarar el misterio de cómo aquella atrevida pareja penetró al museo y permaneció allí. Cuando fueron arrestados, el hombre y la mujer aseguraron que habían pasado la noche adentro, pero los indignados guardias juraron que eso era imposible, ya que ellos rondaban sin descanso. Además, explicaron, las cámaras de televisión espían hasta el último pensamiento y las alarmas infrarrojas se disparan a la menor provocación. El museo está provisto de ojos mágicos que activan una bullaranga de fin del mundo, alertando a la policía, a los bomberos y al director del museo, un hombre de constitución nerviosa, agobiado por el peso de sus responsabilidades. Ni una cucaracha pasaría desapercibida en el Guggenheim, aseguraron los expertos en seguridad, mucho menos un par de locos explosivos como aquella pareja.

-Yo no vi un alma en toda la noche- aseguró la muchacha, cuyo nombre era Bibiña Aranda, cuando recuperó el entendimiento en una clínica de rehabilitación, 11 horas más tarde.

Se la habían llevado los paramédicos en una camilla, cubierta como un cadáver, y todos pudieron vislumbrar las formas de su cuerpo bajo la sábana. La cola del vestido de velos y su largo cabello oscuro de sirena caían de la camilla y se arrastraban por el suelo, dejando a su paso un rastro de suspiros entre los hombres de la ley que habían acudido al museo.

El vestido, con sus 12 metros de organza translúcida, que cuando estaba nuevo debía de haber sido una nube aprisionada por las costuras, estaba reducido a una piltrafa mancillada. Entretanto, dos uniformados habían conducido al muchacho, desnudo y con esposas en las muñecas, a un carro policial. Los testigos vieron que el detenido lucía una insolente erección, como si no entendiera la gravedad de su falta.

Larramendi ordenó que lo cubrieran con algo -la chaqueta de un policía- y alcanzó hacerle un par de preguntas antes de que se lo llevaran.

-¿Nombre completo?- ladró el detective.
-lndar Zubieta, para servirle- sonrió el joven.
-¿Cómo hicieron para burlar a los vigilantes del museo?
-De vigilantes, nada, hombre. Esos tíos estarían jugando cartas o mirando la televisión. Medio mundo estaba anoche frente a la tele, por el escándalo del Papa ¿sabe? Ella y yo anduvimos por todas artes haciendo como los conejos, yo al como mi madre me echó al mundo, así como me ve usted, en cueros. Y ella con su vestido de novia, porque no pude desabrocharle esos botoncitos de pulga.

El detective Larramendi volvió al museo, donde recuperó las flores marchitas del ramo nupcial, que se hallaban desparramadas en diversos pisos. Las rosas, que tal vez fueron blancas en su estado original, yacían por los suelos de mármol convertidas en amarillentos moluscos, impregnando el aire del Guggenheim con un olor decadente de cortesana. La cola del vestido de novia había barrido un 66% de los suelos de mármol, según calculó el detective después de concienzudo examen, pero de todos modos encontró cabellos ensortijados, restos de fluidos corporales y tras trazas inconfundibles de lujuria. Más tarde, al escribir su informe, cambió ‘lujuria’ por ‘amor carnal’, que le pareció un término más elegante.

Aitor Larramendi, bien apodado el mastín de Bilbao, era un hombre que inspiraba respeto, con su 1,55m de estatura, su esqueleto de lagartija y su enorme bigote atravesado en la cara como una humorada de peluquero. Con su instinto de sabueso pudo percibir el recuerdo de las caricias de los sospechosos, sus estremecimientos y susurros, que todavía flotaban en el aire detenido del museo, desde la entrada hasta la última sala del fondo a la derecha, pero no pudo hallar una sola botella vacía, corcho olvidado, colilla de marihuana o aguja de heroína, a pesar de su legendaria capacidad para descubrir rastros de culpabilidad donde no los había. No logró probar, por lo tanto, que los detenidos hubieran violado el reglamento del museo respecto al uso de sustancias tóxicas. La muchacha del vestido de novia y el hombre que estaba con ella debieron haberse embriagado o drogado antes de penetrar al recinto, dedujo magistralmente el detective.

Como el reglamento del museo no hacía referencia específica a la fornicación en ninguna de sus variantes, la justicia solo podía castigar a la pareja por permanecer del edificio después de la hora de cierre, un delito menor, teniendo en que, aparte de ensuciar un poco los pisos, no hicieron daño; al contrario, según testimonio de los empleados, al día siguiente todo resplandecía como bañado de luz solar, aunque afuera seguía lloviendo. Había llovido sin parar la semana entera.

-Por eso entramos, por la lluvia. A mí la humedad me encrespa mucho el pelo- le explicó la joven Bibiña Aranda durante el interrogatorio en la clínica.
-¿Por qué ibas vestida de novia?– quiso saber el mastín, sobándose el bigote.
-Porque no tuve tiempo de cambiarme.
-¿Dónde se casaron?
-¿Quiénes? -preguntó ella, confundida.
-Tú e lndar Zubieta- masculló él.
-Y ése ¿quién es?
-¡Quién va a ser, mujer! Tu marido o tu novio, en fin, el que estaba contigo en museo.
-¿Se llama lndar? Bonito nombre. Es un nombre muy viril... ¿No le parece, inspector? Quiere decir "fuerza”. Me gustan los hombres fuertes, ¿a usted, no?
-Volvamos al principio. ¿Dónde y cuándo se conocieron? preguntó el detective procurando mantener la calma.
-No me acuerdo. Las copas no me sientan bien a la cabeza, me tomo dos y me pongo como boba.
-Eso es evidente. Estabas completamente intoxicada.
-De amor…
-¡De amor dices, pero no sabes con quién estabas jodiendo en el museo!- bramó el mastín de Bilbao.
-Ni idea, inspector.
-¿Cómo entraron?
-Por la puerta, pues, por dónde va a ser- se rio ella.
-O sea, se introdujeron al museo cuando estaba abierto al público- concluyó Larramendi.
-No, ya estaba cerrado, me parece...

Eso coincidía con el testimonio de lndar Zubieta, el joven a quien la prensa llamó después "el mago del amor”. Según escribió Larramendi en su informe, el museo estaba cerrado cuando ellos llegaron, pero no tuvieron problema para entrar, simplemente empujaron las puertas y estas cedieron. Adentro reinaba una suave penumbra y la calefacción debía estar encendida, porque en ningún momento la pareja tuvo frío. El extenuado director del museo, a quien Larramendi interrogó ese mismo día, explicó que en efecto, la temperatura y humedad se controlaban cuidadosamente para mantener las obras de arte en óptimas condiciones. Agregó que era imposible que los sospechosos hubieran ingresado al edificio como decían, porque a las cinco y cuarto en punto las puertas se trancaban a machote con un sistema electrónico.

-Entramos sin problemas- repitió Indar por centésima vez en la oficina del detective, fiel a su primera versión.
-¿Y qué pasó entonces?- inquirió Larramendi.
-Amarnos toda la noche, eso es lo que hicimos. ¿Quiere que le cuente los detalles, inspector?
-No me jodas, Zubieta. ¿Dónde y cuándo conociste a Bibiña Aranda?
-¡Conque así se llama! Bibiña. Mire usted, yo habría jurado que se llamaba Elena, por lo de Helena de Troya...

Aitor larramendi concluyó que los transgresores no se conocían antes de cometer el delito y debió admitir, a regañadientes, que no hubo premeditación ni alevosía en sus actos. Esto es lo que averiguó: aquel sábado memorable, Bibiña Aranda iba a casarse con su novio de toda la vida, un buen hombre que trabajaba en la panadería de su padre y había sido nada menos que arquero del equipo de fútbol del Colegio San Ignacio de Loyola. Sin embargo, según averiguó el inspector al interrogar astutamente al jesuita que iba a desposarlos y a varios testigos presenciales, la boda nunca se llevó a cabo. La novia entró trastabillando a la iglesia, sostenida apenas por el brazo poderoso de su hermano mayor, con una hora de atraso y sollozando como viuda. Su escandaloso llanto impedía oír con claridad los acordes de la marcha nupcial en el órgano. Otro indicio de que la novia no estaba en sus cabales fue que antes de llegar al altar se quitó los zapatos, lanzándolos lejos de dos patadas, dio media vuelta y salió disparada del templo, dejando al futbolista, al jesuita y al resto de la concurrencia con un palmo de narices. No volvieron a saber de ella hasta el día subsiguiente, cuando apareció su fotografía en El Correo bajo el título de "Los misteriosos amantes del Guggenheim".

-Repito, Zubieta: ¿dónde se conocieron?- insistió el detective.
-En la barra del bar de Íñigo y apenas la vi me llamó la atención- explicó el joven.
-¿Porqué?
-Por qué ¿qué?
-Por qué te llamó la atención, hombre.
-Bueno, uno no se encuentra a cada rato una tía bañada en lágrimas, vestida de novia y emborrachándose como un inglés.
-¿Qué hiciste entonces?- preguntó Larramendi.
-Le hablé- dijo Zubieta.
-Sigue.
-Ella me lanzó una mirada y me enamoró. Así no más fue, se lo juro. Tenía el maquillaje hecho una porquería, parecía un payaso, pero esos ojos verdes de faraona se me clavaron en el corazón. Se lo digo, inspector, nunca me había pasado algo así. Sentí un corrientazo brutal, como meter el dedo en un enchufe.
-¿Y ella?- inquirió el mastín.
-Ella puso la cabeza en mi pecho y siguió llorando como una cría. No supe qué hacer. Después de un rato, me la llevé al baño y le lavé la cara. Le pregunté por qué sufría tanto y me dijo que su novio era un cretino sin remedio. Entonces le ofrecí asarme con ella allí mismo.
-Estaban ebrios. claro- concluyó Larramendi.
-Ella estaba un poquin mareada, pero yo no bebo. Soy abstemio. Me había fumado un pito, pero de alcohol, nada. Al bar fui solo a cobrarle a Íñigo una apuesta que habíamos hecho por lo del sumo Pontífice- le explicó Zubieta.
-¿Qué te contestó ella cuando le ofreciste matrimonio?
-Dijo que se casaría conmigo para aprovechar el vestido y enseguida me besó de lleno en la boca.
-¿Y tú qué hiciste?
-La besé también. ¿No habría hecho usted lo mismo, inspector? No podíamos despegarnos, nos besábamos apurados, desesperados. Fue amor a primera vista, igual que en el cine.
-¿Y entonces?- insistió el detective.
-Entonces nos interrumpió el pesado e Íñigo y nos echó a la calle. Dijo que ros fuéramos a un motel, que éramos unos desvergonzados, que el suyo era un establecimiento respetable y no una casa de putas. ¡Excusas para no pagarme la apuesta que me debía!
-Sigue, Zubieta. ¿Qué más pasó?
-Nos fuimos. Echamos a andar sin rumbo buscando una tasca para reponer un poco el cuerpo, nos habría venido bien un bocadillo, pero no encontramos ninguna. Se largó a llover suavecito y no teníamos paraguas; cubrí a la chica con mi chaqueta, pero no había modo de evitar que se le arruinara el vestido. Quise llevarla a mi piso, pero me acordé de que mi madre estaría con mi tío, el cojo, viendo la tele, por el escándalo del Papa, ¿sabe?
-Sí, hombre, ya lo sé.
-Entonces el museo se me apareció por delante, como un truco de ilusionismo. ¡Qué maravilla!- y Zubieta enmudeció, vagando en los recuerdos de su espléndida noche.
-¡Continúa, carajo, que no tengo todo el día para perder contigo!- lo conminó el detective.
-Se nos ocurrió que allí podíamos cobijarnos y corrimos por esa larga explanada que hay frente a las puertas del museo. La conoce, ¿verdad?
-¿Nadie los detuvo? ¿Dónde estaban los guardias?
-No había nadie, lo que se dice ni un alma, inspector.
-¿Y?
-Se lo dije, apenas tocamos la puerta, ésta se abrió, invitándonos a entrar. La chica me besó de nuevo y me dijo que quería cruzar el umbral en mis brazos, como una novia de verdad. Traté de levantarla, pero me enredé en la cola del vestido y nos caímos, muertos de la risa. Quisimos ponernos de pie y resbalamos de nuevo; por último, entramos a gatas, besándonos y riéndonos, y tocándonos por todas partes. Era una locura de amor, inspector. Yo nunca había...
-¿Vas a decirme que no averiguaste el nombre de la mujer ni por qué andaba vestida de novia?- lo interrumpió el detective, quien llevaba 23 años de matrimonio y en el fondo no deseaba saber de placeres que él no había experimentado.
-No se me ocurrió, es la verdad, inspector. Además yo no soy hombre de muchas palabras, voy directo al grano, ¿me entiende?

Larramendi también era de los que prefieren ir directo al grano, pero después, al interrogar a Bibiña Aranda, se propuso utilizar cierta sutileza con el fin de no asustarla.

-¿Eres puta? -le preguntó. La chica, sentada muy tiesa en una silla de la clínica de rehabilitación, con su bata de loca y el cabello recogido en una larga cola de caballo, se echó a llorar, humillada. Entre hipos manifestó que se había ducado en las monjas, había preservado intacta su virginidad hasta la noche del museo y no pensaba tolerar que un macaco bigotudo y patizambo la insultara de gratis, qué se había imaginado, a ver qué harían sus tres hermanos cuando lo supieran, los Aranda. Si se trataba del honor, eran de armas tomar.

-Bueno, niña, cálmate. Es una pregunta de rutina, sin mala intención. Es que me parece un poco raro que Zubieta y tú hicieran lo que hicieron así, sin ser presentados, sin saber ni el nombre del otro, nada...
-Fue como si nos conociéramos de siempre, inspector, como si hubiéramos estado juntos en otra vida. ¿Usted cree en la reencarnación?
-No. Soy cristiano- confesó el mastín de Bilbao, tocándose la cadenita y la cruz en el pecho.
-Yo también, pero se puede ser cristiano y creer en la reencarnación. Yo, por ejemplo, también creo en la astrología.
-Córtala, Bibiña. Cuéntame lo que pasó- suspiró el detective, muy cansado.
-Al momento de cruzar el umbral del museo fue como si ~estuviéramos casados ante Dios y el Registro Civil- dijo ella y procedió a contarle que con su novio, el de antes, el futbolista, no sentía nada: sus besos eran como inflar globos.
-¿Se imagina, inspector? Así es el destino. Si no salgo escapando de la iglesia y no entro en ese bar, no habría conocido nunca el amor verdadero- agregó la chica.
-Esto no es amor, mujer, es puro delirio etílico. ¿Cómo explicas que asarais la noche entera dando brincos por el museo y no quedara nada grabado en los vídeos de seguridad?- gruñó Larramendi.
-Tal vez nos volvimos transparentes...
-¡Mucho cuidado con el sarcasmo!
-¿No sabe que el Guggenheim está embrujado, inspector?
-¡Qué dices! ¡Es el museo más moderno del mundo!- la interrumpió Aitor Larramendi, aunque sabía muy bien a qué se refería la joven de los ojos verdes. Los rumores habían circulado apenas comenzó la construcción del edificio: decían que era imposible construir algo de tal belleza sin pactar con las fuerzas del Otro Lado.
-Ese edificio está erizado de alarmas. No me explico cómo ninguna funcionó
-¿Está seguro de que estábamos en el museo?- preguntó la chica.
-¿Me estás tomando el pelo, Bibiña?
-Lo digo en serio, inspector. Si el museo estaba cerrado, como usted dice, si no sonaron las alarmas, tal vez nunca estuvimos allí. La verdad es que donde hicimos el amor no parecía un museo, sino un palacio fantástico, como los que salen en las películas. ¿Usted vio El señor de los anillos?
-¿Cómo es eso de fantástico?- preguntó Larramendi, súbitamente intrigado.
-Por los cristales de las ventanas veíamos caer diamantes, había una música de cascada...
-Lluvia, hija, era lluvia- aclaró Larramendi.
-Y había un olor de ciruelas maduras- agregó Bibiña.
-Serían las flores de tu ramo de novia- sugirió el inspector
-No. Eran ciruelas. ¿Ha olido las ciruelas en verano? Es una fragancia espesa, deja a boca llena de urgencias.
-Está bien, olía a ciruelas- concedió el inspector.
-Usted dice que nos metimos al Guggenheim, pero yo le digo que estábamos en un lugar mágico: no había paredes, sólo vastos espacios, pura luz.
-El museo es de hormigón armado, Bibiña.
-¡No. señor! Eran salas imaginarias. Adentro todo era palpitante, como si el edificio estuviera vivo. No solo se oía el agua, estoy segura de que algo vibraba en el aire, como un murmullo, como ese río de palabras que se dicen sin pensar cuando uno hace el amor. ¿Sabe a qué me refiero?
-No.
-Lástima, inspector. Entonces empezamos a flotar.
-¿Cómo es eso de flotar?- volvió a suspirar Larramendi.
-¿Nunca ha estado enamorado, inspector?
-Aquí las preguntas las hago yo, ¿entendido?
-Íbamos flotando, de la mano, llevados por una brisa que inflaba los velos de mi vestido.
-Dentro del museo no hay brisa. Debe haber sido la calefacción- aclaró el detective
-lndar... así se llama. ¿no? lndar se quitó os pantalones, la camisa y los calzoncillos. Su ropa también flotaba...
-Cometieron actos indecentes en un lugar público- determinó enfático el inspector.
-No. no había público. lndar quiso sacarme el vestido, pero no pudo desabrocharlo. Esos botoncitos son imposibles- dijo ella.
-¿Vas a decirme que seguían volando como moscas?- la interrumpió el detective.
-Más bien como mariposas, diría yo. Una vez que recorrimos todas las salas nos metimos dentro de las pinturas y nos bebimos los colores y jugamos en el laberinto y bailamos con las esculturas. Entonces aterrizamos.
-¿Dónde exactamente?- quiso saber Aitor Larramendi.
-¡Qué sé yo, inspector!

El mastín de Bilbao llegó a la conclusión de que la muchacha tenía menos cerebro que un pollo. La dejó en la clínica y regresó al cuartel, donde lndar Zubieta, todavía esposado, bebía café y comentaba el escándalo del Papa con dos detectives de turno y un periodista. Larramendi no era partidario de fraternizar con los detenidos, porque se pierde autoridad y se viola el reglamento. Después de arrebatarle el vaso de cartón de las manos, condujo de un ala al joven, rumbo al cuarto verde de los interrogatorios.

-Así es que no le preguntaste el nombre la chica- le espetó a lndar, retomando sus preguntas donde las había dejado horas antes.
-No hubo tiempo para mucha conversación. Estábamos algo ocupados- replicó Zubieta.
-¡Haciendo el amor como perros!- rugió el inspector.
-Como ángeles, diría yo...- aclaró Zubieta.
-¡Como un par de enajenados en pelotas!- insistió Larramendi.
-Yo sí, lo admito, estaba como usted dice, pero ella tenía puesto el vestido y además la cubría su melena suelta. ¿Vio qué lindo pelo tiene, inspector? Pura seda, como de muñeca.
-Ahórrate las metáforas. Zubieta ¿Cómo desconectaste las alarmas y las cámaras de televisión?
-Yo no toqué nada. En ese museo pasan cosas raras. Mi tío, el cojo, tuvo que ir a reparar el ascensor la noche del Viernes Santo y dice que con sus propios ojos vio moverse a una escultura.
-¿Cuál?
-Una de esas torcidas como intestinos, inspector.
-¿Cómo se llama tu tío?
-Mire, inspector, le aconsejo que no se meta con mi familia- le advirtió el detenido.

lndar Zubieta corroboró punto por punto las declaraciones de Bibiña Aranda. A pesar de su célebre astucia para sorprender a sospechosos en contradicciones fatales, que tanto le sirviera en su carrera de sabueso policial, Aitor Larramendi debió admitir que esta vez carecía de pruebas para mandar a ese par de jóvenes a la cárcel por algunos meses. Sin embargo, lejos de sentirse mal por la derrota, debió hacer un esfuerzo para dominar la ligereza en los pies y el asomo de sonrisa que pugnaban por delatar su verdadero estado de ánimo. Por primera vez el oxidado corazón del mastín de Bilbao se regocijó ante un delito impune. Se trataba de un vicio de amor, fácil de perdonar. Muchos sostenían, como el tío cojo de Zubieta, que por la noche en el museo las estatuas bailaban conga, los colores salían de las pinturas a pasear por las salas y el espacio se llenaba de espíritus juguetones.

Después de sopesar varias conjeturas, el sagaz detective determinó que los amantes ingresaron al Guggenheim en el instante preciso en que el museo entraba en la dimensión de los sueños y así cayeron, sin proponérselo, en el tiempo que no marcan los relojes. Sería difícil explicar esta teoría a sus superiores, pensó Larramendi aplastando la colilla e su cigarro, pero con un poco de suerte al vez no tendría necesidad de hacerlo. Era época de elecciones y había huelga el Servicio de Salud: las autoridades no podían perder tiempo con unos enamorados. Y, pensándolo bien, el Guggenheim no era más que un museo. ¿A quién le importa el arte? Si los chicos hubiesen violado la seguridad del Banco de Bilbao, eso ya sería otra cosa.

Pocos días más tarde, Aitor Larramendi cerró la carpeta del caso, que él mismo había titulado "Los amantes del Guggenheim", y la colocó al fondo del armario de los asuntos postergados para siempre. La prensa, ocupada todavía con el escándalo del Vaticano, olvidó pronto a os misteriosos amantes.

El más afectado con lo ocurrido fue el director del museo, quien no logró superar su angustia, a pesar de que reemplazó a los guardias, instaló un nuevo sistema de seguridad y contrató a una célebre psíquica holandesa para desembrujar el museo.

En cuanto a los protagonistas de aquel ~escándalo de amor, digamos simplemente que cuando Bibiña Aranda fue a la lavandería a recoger su vestido de novia, que ella misma había reparado lo mejor posible, lndar Zubieta la estaba esperando en la esquina con un ramo de rosas frescas en la mano.

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