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lunes, octubre 22

Kiev, la dama del este

(Un texto de Elena del Amo en el dominical del Periódico de Aragón del 12 de agosto de 2018)

Dos revoluciones en diez años no han ayudado mucho a que esta opulenta ciudad de cúpulas y parques termine de despuntar como destino turístico. Kíev fue, tras Moscú y San Petersburgo, la tercera urbe de la URSS, aunque hoy no quede en pie ni una de las estatuas de Lenin que adornaban sus plazas. En busca aún de su lugar en el mundo, la capital de Ucrania resiste como un secreto a voces.

Cuando no repite como sede de Eurovisión se trata de la penúltima Eurocopa o de la última final de la Champions. Cada poco algún aconteci­miento de relumbrón, que en esta ciudad de tres millones de personas se vive como si ­llegara el circo a un pueblo, obliga al resto de Europa a volver la ­vista hacia esta vapuleada gran dama del Este. En la esquina del continente más allá de lo estrictamente geográfico, la capital de Ucrania aprovecha entonces la efímera atención mediática para lucir oropel e insistir en que está todo en ­calma.

Son apenas tres horas y media de vuelo, directo y a buen precio desde Barcelona, y aun así Kíev sigue siendo una deuda pendiente para el común de los viajeros. Se ve que todavía pesan las imágenes de los manifestantes de la revolución naranja, que levantó en el 2004 a su balbuceante sociedad democrática contra un fraude electoral, o las más demoledoras de no hace ni cinco años, cuando los enfrentamientos entre prooccidentales y prorrusos convirtieron su plaza del Maidán en una batalla campal. Al fútbol y al más surrealista de los certámenes musicales hay que reconocerles el mérito de haberla recolocado en el mapa como escapada para tres o cuatro días.

Hoy el Maidán vuelve a lucir como el hervidero de vida que ha sido durante los últimos dos siglos. El baile de nombres que ha sufrido a lo largo de ellos bastaría para resumir la historia reciente del país: desde plaza de la Duma o de la Revolución de Octubre hasta la de la Independencia que ostenta desde que, en 1991, se sacudieran siete décadas bajo la hoz y el martillo de la URSS. En esta descomunal explanada que todos conocen como Maidán sin más (es decir, la plaza) caben tanto edificios de megalomanía estalinista como los domos de vidrio de un lujoso centro comercial, el mamotreto del antaño hotel Moskva y ahora Ukraine –desde cuyas alturas se avista su enormidad– o las fuentes en las que, vigiladas por las estatuas del arcángel San Miguel y la diosa eslava Berehynia, chapotean los niños cuando el tiempo acompaña. Cruzársela entera sin servirse de sus subterráneos es misión imposible. El cogollo histórico de Kíev resulta sin embargo muy caminable.

Por en medio del Maidán atraviesa la avenida Jreschati. Sobre esta elegante arteria, cerrada al tráfico los fines de semana, un buen reguero de boutiques y restaurantes con pedigrí hacen hueco a los músicos callejeros, las babushkas que despachan helados y los puestos de viandas –incluido el caviar real o de pega, siempre previo regateo en este rincón tan turístico– del mercado art nouveau de Besarabski. Si a sus espaldas aguarda el barrio bien de Lypki, con platos fuertes como la también modernista Casa con Quimeras que erigió el conocido como Gaudí de Kíev, del otro lado del bulevar se concentra el mejor festín de monumentalidad.

Uno de tantos accesos posibles sería la Puerta Dorada, reconstruida siglos después de que la arrasaran los mongoles, apenas a unos pasos del enjambre de cúpulas de la catedral de Santa Sofía. Proyectada para rivalizar con la de Constantinopla, este legado del principado medieval de la Rus de Kíev fue el primer patrimonio de la Unesco en Ucrania junto con el complejo religioso del monasterio de las Cuevas –igualmente en la capital, pero a la orilla del río Dniéper–. También el vecino monasterio azul cielo de San Miguel alberga otra catedral, demolida por los soviéticos y vuelta a armar tras la independencia. Y sobre una de tantas colinas verdísimas como se gasta la zona alta despunta la iglesia, a menudo mal llamada a su vez catedral, de San Andrés, cuyas hechuras barrocas no podrían contrastar más con el regusto bizantino de las otras.

A su vera, la cuesta de Andriyivskyi Uzviz presume de ser algo así como el Montmartre de Kíev. Serpenteando hasta el viejo barrio de Podol de la parte baja, sobre sus adoquines afloran desde el castillo de Ricardo Corazón de León hasta puñados de casitas color pastel y galerías de arte, ante un reguero de puestos donde uno puede lo mismo agenciarse una saga de matrioskas que una balalaika, una blusa de bordados puramente ucranianos o la casaca de algún (o eso dicen) soldado del Ejército Rojo con condecoraciones y todo.

Con esta ruta y algún museo, como el de Historia o de la Segunda Guerra Mundial, lo esencial podría quedar saldado de no ser porque el Kíev de hoy no se entiende sin el pulso de la calle. No se entiende sin pararse a descifrar los reivindicativos murales que la inundan de street art o a calentarse el alma con un trago de horilka en alguna taberna. Sin buscar los rastros del pasado comunista y los homenajes a los caídos en el 2014, o dar fe de la convivencia pasmosa de limusinas y Ladas sobre el asfalto. Ni tampoco sin caminarse sus mil y un parques antes de apurar la noche en algún club underground de música electrónica o, a gusto del consumidor, vestido de tiros largos en la ópera o el ballet. Hay que vérselas también con los carteles en cirílico del metro, engalanado con mosaicos y lámparas de araña en estaciones como la de Zoloti Vorota, y tan profundo en la de Arsenalna que, tras cuatro minutos en picado por las escaleras mecánicas, uno imaginaría llegar al mismísimo infierno. Tampoco este –el de verdad– queda mucho más allá. Y es que a un par de horas de Kíev recibe al año 10.000 curiosos la central nuclear de Chernóbil, hoy convertida en atracción turística y que fue otro de los castigos que rozaron de cerca a esta ciudad que no gana para disgustos.

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