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viernes, noviembre 30

Yemen, las otras víctimas de Arabia Saudí

(Extraído de un texto de Manon Quérouil en el XLSemanal del 14 de enero de 2018)

Apenas sale en los medios. Pero la guerra civil del Yemen ha dejado ya 10.000 muertos, 3 millones de desplazados y una epidemia de cólera.

El país más pobre de Oriente Próximo se ha convertido en el terrible escenario donde se enfrentan Arabia Saudí e Irán. En medio, 25 millones de yemeníes atrapados por las bombas y el hambre.
Mohamed estaba cenando cuando cayó la bomba. A su lado dormía su hijo, de 3 años. La onda expansiva los enterró bajo los cascotes. Así permanecieron durante una hora. El niño ‘aullaba’ de miedo. Cuando por fin los rescataron, Mohamed se quedó sentado entre los escombros del arrasado salón de su casa, como petrificado. Había perdido lo único que poseía: un techo. Tras el bombardeo, una multitud enfurecida se congregó en las calles de la capital, Saná, para dar rienda suelta a su ira. Su rabia se dirigía contra Arabia Saudí. También contra la muda complicidad de la comunidad internacional.

Un conflicto plagado de aristas

Mohamed es solo uno de los cientos de miles de víctimas del conflicto del Yemen, una contienda con muchos frentes y en la que no se salva nadie. La guerra civil lleva tiempo convertida en un enfrentamiento entre esos dos archienemigos mortales que son Arabia Saudí e Irán. El presidente del país, Abd Rabbuh Mansur al-Hadi, vive exiliado en Arabia Saudí y sus tropas combaten de la mano de una coalición militar dirigida por los saudíes. ¿El enemigo?: los rebeldes hutíes, que cuentan con el apoyo de Irán y controlan amplios territorios del oeste del país, incluida la capital, Saná.

Durante un tiempo, los hutíes fueron aliados del anterior presidente, Alí Abdalá Saleh, que estuvo 33 años al frente del país. Sin embargo, esta frágil coalición saltó en pedazos cuando Saleh anunció su disposición a negociar con Arabia Saudí. Los rebeldes calificaron sus intenciones de alta traición y asesinaron a Saleh hace un mes. Saleh era una figura central en el Yemen; sin él, la guerra amenaza con entrar en una escalada imparable. Por si fuera poco, a la sombra del conflicto, una filial de Al Qaeda ha conseguido hacerse fuerte en parte del país.

A esto se une el hecho de que las bombas ya no son las únicas armas usadas en esta guerra. A comienzos del pasado mes de noviembre, Arabia Saudí impuso un bloqueo total a las importaciones yemeníes. Desde entonces, apenas llega ayuda ni alimentos. Para la población, que ya dependía en buena medida de la asistencia humanitaria, este bloqueo ha supuesto una auténtica catástrofe. Hay escasez de agua, de harina, de gasolina… de casi todo. Y la situación empeora día a día.

El escenario de la guerra

Las casas de barro de la capital, Saná, lucen en letras rojas y verdes los lemas de los hutíes, las fuerzas rebeldes que tomaron la ciudad en 2014: «¡Alá es grande! ¡Muerte a América! ¡Muerte a Israel! ¡Por la victoria del islam!». Esta guerra civil se ha cobrado ya 10.000 vidas. Tres millones de personas han huido.

Por todas partes se aprecia cómo la guerra se ha ido adueñando de la vida cotidiana. Las arcas del Ministerio de Sanidad están vacías desde hace seis meses. El responsable de Médicos Sin Fronteras en el país, Ghassan Abú Shaar, describe así la crisis: «Nos hemos centrado en la hambruna, que ya existía antes de la guerra. Pero es que ahora la gente se nos muere hasta por la diarrea más simple. Podemos gastar todos los millones que se quiera en programas de distribución de alimentos, pero si no hay médicos no sirve de nada». Pero ya no queda dinero para pagar al personal médico. Después de 14 meses sin recibir el sueldo, la tentación de abandonar el servicio y marcharse sin más es tan grande como comprensible.

En Saada, a más de 200 kilómetros al norte de la capital, la mayoría de los médicos ha permanecido en sus puestos. Saada es la cuna de los rebeldes hutíes, que siguen el zaydismo, una variante de la doctrina chií, cuyos partidarios dominaron el reino del Yemen hasta 1962. La ciudad se encuentra cerca de la frontera con Arabia Saudí y ha sido declarada zona de guerra por los saudíes. Se cree que el líder hutí Abdel Malek al-Huthi se encuentra escondido en las montañas vecinas.

La ideología hutí está inspirada por el Estado Revolucionario de Irán, por el movimiento palestino Hamás y por la organización libanesa Hezbolá, lo que le ha permitido influir en una parte importante de la población, desatendida durante mucho tiempo por el Gobierno. Sus milicias se encargan de asegurar el orden en la inestable región fronteriza, ejecutando a los salteadores de caminos y pacificando a los clanes enfrentados. De forma similar a los talibanes en Afganistán, los hutíes han instaurado una sensación de seguridad en detrimento de la libertad.

La atmósfera en Saada es opresiva. Los funcionarios del Ministerio de Educación, que llevaban meses sin cobrar sus salarios, fueron sustituidos por ‘profesores voluntarios’ procedentes de las filas de las milicias hutíes. En las aulas devastadas, hoy se estudia básicamente el Corán. Las mujeres permanecen encerradas en sus casas. Cuando se aventuran a salir a la calle, lo hacen cubiertas de los pies a la cabeza. Las niñas están obligadas a llevar velo a partir de los 8 años, «si son bonitas, incluso antes», explica la directora de una escuela en Saada.

El fundamentalismo hutí rige la ciudad. «Hemos pasado de una miseria a otra», dice un periodista local. Baja aún más la voz cuando habla de las detenciones arbitrarias y los asesinatos de políticos opositores. Los hutíes parecen haber encontrado un método práctico para deshacerse de sus rivales: los llevan a las zonas que los saudíes bombardean con especial frecuencia.

Las armas occidentales de Arabia Saudí

El gobernador Yaber Awad se ha convertido en una estrella política del nuevo Gobierno. De pie entre los escombros del bombardeado Palacio de Justicia de la ciudad, sostiene un fragmento de granada. «¡Mirad el regalo de Occidente! -grita a las cámaras-. ¿La sangre de los niños yemeníes vale menos que el petróleo de los saudíes?».

Es una pregunta retórica. Araba Saudí es uno de los principales compradores de armas estadounidenses y europeas. También son de fabricación occidental las bombas de racimo que se han empleado en el Yemen. En el hospital de la ciudad se encuentran las últimas víctimas de este tipo de munición, prohibida por la convención de Naciones Unidas.

Fahmi, de 9 años, se mantiene erguido en su cama, con la mitad de su cara desgarrada. Su madre rodea con su brazo los hombros desnudos del niño. Tiene un proyectil alojado en el cerebro, pero aquí no hay ni escáneres ni cirujanos que se atrevan a operarlo. Así que está en las manos de Alá.
Al-Masira, el canal de televisión oficial del Gobierno hutí, emite sin cesar imágenes de estos ‘mártires’, como llaman a los niños muertos o heridos. Pero en esta sucia guerra empieza a destacar otra realidad que escapa a las cámaras: el creciente número de niños soldados reclutados por los rebeldes para compensar sus abultadas bajas. Unicef cifra en más de 1500 el número de menores en las filas hutíes. «Cada vez se ven más niños en los controles, niños que no tienen ni 10 años», confirma Yamal al-Shami, responsable de una ONG sobre el terreno.

Ya no hay escuelas, así que los niños van a la guerra, movidos por un cóctel de inactividad, pobreza y un patriotismo alimentado por las bombas saudíes. En el centro de rehabilitación de la capital conocemos a Mohamed Saif. Acaban de entregarle una prótesis nueva. Perdió la pierna cuando pisó una mina, pero eso no le impide tener un único deseo: volver al frente cuanto antes. En la pausa de los ejercicios que hace para habituarse a su pierna de metal, escucha en bucle las canciones patrióticas de las milicias hutíes que lleva en el móvil. En los registros del Ejército consta que tiene 18 años. Un familiar admite que solo tiene 13. Cuando le preguntamos a Mohamed por qué quiere luchar, dice: «Por la yihad, claro».

Ruido de sables… otra vez

Los hutíes solo suponen un tercio de la población y su posición en el país dista mucho de estar asegurada. En las calles de la propia Saná cada vez se hace más evidente la indignación de la gente por los muertos y por los impuestos que exigen las milicias para financiar la guerra y que deben pagar todos los comercios. De una forma más discreta, se quejan también de la creciente influencia de Irán en los asuntos internos del Yemen.

A Alí al-Sammad, líder político de los hutíes, no le gusta que sus tropas sean percibidas como fuerzas de ocupación. «¡Somos un Estado, no unos golpistas!», repite con frecuencia. Antes, los rebeldes legitimaban su dominio recurriendo a su presuntamente estrecha relación con el respetado expresidente Saleh. Pero ahora ellos mismos lo han asesinado. El hijo de Saleh ha llamado a vengarse de los hutíes.

Mientras los políticos afilan sus cuchillos, en las calles la gente sigue enfrentándose a un infierno. En el hospital público de Ibb, a cinco horas en coche de Saná, el doctor Alí Audi trabaja como si fuera un capitán a bordo de un barco que se va a pique. Día tras día, su personal clasifica a los heridos y enfermos que van llegando. A los casos más graves y a los más leves los envían de vuelta a sus casas. Con los primeros no pueden hacer nada, los segundos saldrán adelante por sí mismos… si hay suerte.
El número de pacientes lleva reduciéndose unos días. No es una buena noticia. El precio de la gasolina se ha triplicado por culpa del bloqueo. Los habitantes de las regiones más apartadas ya no pueden desplazarse hasta el hospital. Mueren en sus casas. El doctor Alí no puede contener los sollozos cuando dice: «Las familias no tienen dinero para pagarse el alojamiento y la comida. Y aunque consigan traernos a un niño gravemente enfermo, luego no pueden ocuparse de él». Y vuelven a sus casas sabiendo que su hijo no sobrevivirá.

Esperando la siguiente bomba

En Saná, la capital del Yemen, un grupo de personas mira al cielo con miedo mientras busca entre los escombros tras otra noche de bombardeos. Los niños ya no van al colegio, pero han aprendido a identificar los aviones. Señalan al cielo como veteranos y dicen: «Mig».

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