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martes, noviembre 20

Carretera de montaña

(Una historia de David Gistau en el XLSemanal del 7 de enero de 2018)

El 24 de enero de 1998, un coche marca Renault se salió de una carretera de montaña y se despeñó en algún lugar entre Potes y Cabezón de Liébana, en Cantabria. El de aquel año era un invierno particularmente duro y el coche, al caer, desapareció entre la niebla como si se lo hubiera tragado una puerta al submundo. De no haber sido porque Jacinto Vera, natural de Torrelavega, venía con su camión en dirección inversa y vio el accidente, el coche podría haber permanecido perdido hasta la primavera.

Avisada una pareja de la Guardia Civil que desayunaba en el hotel El Oso, el Patrol tardó veinte minutos en acudir. Los guardias necesitaron cuerda para llegar hasta el Renault y se hicieron desgarros en los uniformes y algunos arañazos en el cuerpo. En el coche descubrieron a una mujer de mediana edad, herida, como pasmada todavía por el shock, a la que costó mucho subir hasta la carretera. Para entonces ya habían llegado una ambulancia de la Cruz Roja y otro Patrol que balizó la carretera, aunque no pasara nadie. Un guardia preguntó a la mujer si con ella iba en el coche alguien más que pudiera haber salido despedido durante la caída. En ese instante, en el rostro de la mujer, como si acabara de recordar algo, se dibujó una expresión de espanto: «¡Mi madre! ¡Mi madre iba conmigo!», gritó, e inmediatamente después sucumbió a un desvanecimiento que, una vez evacuada en helicóptero al hospital de Valdecilla, se haría más profundo por culpa de un coma inducido. Los guardias volvieron a bajar, relevándose con los del otro Patrol, más reticentes después de ver el estado en que quedaron los uniformes de los compañeros. Buscaron a la anciana hasta que se puso el Sol. No la encontraron. Tampoco al día siguiente, pese a organizar una batida que arrancó, con la ayuda de montañeros, junto a la carcasa del Renault.

El misterio de la desaparición se propagó por los pueblos cercanos. En los bares, algunos parroquianos decían que a la vieja se la podía haber llevado un oso a su guarida y que ya estaría devorada. No era temporada de osos, alegaban otros que aventuraban hipótesis no menos atrevidas, tales como la posibilidad de que la anciana anduviera vagando por el monte absolutamente amnésica. Tuvo que ser Paco Galiano, ganador reciente del torneo de mus del valle de Liébana, el que soltara lo que todos pensaban, pero nadie se atrevió a decir: el psicópata. El asesino emboscado en los picos de cuya existencia estaban todos convencidos desde que un tiroteo en un control había deparado la fuga a pie de un hombre armado que en el maletero del coche llevaba un cadáver. Desde entonces, en algunas casas habían desaparecido comida y ropa. Algunos hombres que sacaban a pastar las vacas aseguraban haberlo visto mientras se ocultaba entre los matojos con un aspecto peludo e hirsuto, casi el de un licántropo. Nada de todo esto había sido comprobado jamás. Pero en los pueblos deseaban creerlo y hablaban de ello junto a la chimenea, que de pronto adquiría un valor de fuego tribal protector más allá del cual aullaban asesinos y desaparecían viejas.

La paranoia fue a más. Las mujeres no salían a comprar solas. Todo el mundo se encerraba en casa temprano, cuando caía sobre los tejados la prematura noche invernal. Hasta que ocurrió el desastre: Berta Muñoz descerrajó un tiro de escopeta, por accidente, a su propio marido cuando éste pugnaba por abrir la puerta de casa, tarea que se le hacía difícil a causa de una borrachera. Murió de forma instantánea y Berta, al verlo, se aplicó el cañón en la boca y se suicidó.

Tres días después de este incidente, la mujer accidentada despertó en Valdecilla. Los guardias pusieron cuidado en no agitarla demasiado al decirle que no encontraron a su madre. Salieron lívidos de la habitación después de que ella les diera una explicación. Volvieron al esqueleto del coche y, efectivamente, en el maletero encontraron la urna con las cenizas de la mujer que iba a ser aventada en Potes por su hija.

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