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jueves, enero 24

Florencia y la hoguera de las vanidades


(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 9 de febrero de 2016)

Florencia, 7 de febrero de 1497. Quema de libros, pinturas, juegos y perfumes.

El ajedrez es una “obra de Satanás” según la máxima autoridad religiosa saudí, que acaba de condenarlo en una fatua. Los talibanes prohibieron que los niños volasen cometas en Afganistán. La brutal serie de atentados yihadistas de París estaba dirigida contra las más populares expresiones del ocio en Europa, el fútbol, los cafés y bares, la música. Está claro que el fanatismo religioso tiene un problema con la diversión, se le atraganta.

También le sucedió al cristianismo, aunque afortunadamente hay que ir muchos siglos hacia atrás para encontrar actitudes violentas contra lo de pasárselo bien. El ejemplo de este fanatismo religioso que ha quedado como paradigma, por el choque cultural que suponía, fue La hoguera de las vanidades de Florencia, en el carnaval de 1497.

Florencia culminaba el Quattrocento, el espléndido siglo del pleno Renacimiento italiano. No había lugar donde la civilización brillara más, con una pléyade de artistas y humanistas como Miguel Ángel, Leonardo o Maquiavelo, por citar solo los famosísimos. Esto no quiere decir que Florencia fuese el Paraíso, naturalmente, existían muy sucias luchas por el poder, corrupción, vicio y crueldad... lo normal en la época. En aquel Quattrocento florentino destacaba, en lo bueno y en lo malo, una figura política, Lorenzo el Magnífico, de significativo apodo. Su familia se enriqueció importando de China píldoras medicinales, por lo que adoptó el apellido de Medici (Médicos) y un escudo que representaba seis pastillas. Los Medici, con la sangre que hizo falta por medio, lograron la primacía entre la aristocracia ciudadana hasta ser la familia reinante de la República florentina. Lorenzo el Magnífico sería el gran mecenas de Florencia, pero también el tirano que pervirtió la forma republicana de Gobierno.

Confesor. Como a Florencia tenía que ir lo mejor, Lorenzo llamó como confesor al más famoso predicador, el dominico Girolamo Savonarola, un auténtico fenómeno de masas cuyas misas reunían a 15.000 personas. Fue un error imperdonable en el gobernante para quien Maquiavelo había escrito El Príncipe, pues el confesor no solo atormentó a Lorenzo en el lecho de muerte amenazándolo con el infierno, sino que le arrebataría el poder a la familia Medici.

A la muerte de Lorenzo el Magnífico Savonarola se puso al frente del partido democrático, expulsó al hijo de Lorenzo, Piero de Medici el Infortunado, y restauró la República. Savonarola tenía el apoyo no solo del sector popular, sino de muchas personalidades destacadas, como el famoso Botticelli, hartas de la tiranía medicea y de las corrupciones que imperaban sobre Florencia. Pero el fraile no era un político ni un estadista, era un visionario religioso, un hombre de fe exaltada que pretendía sanear no solo Florencia, sino a la Iglesia. De haber triunfado su movimiento reformador es posible que no hubiera surgido el protestantismo luterano, en vez de ello el Papa le declararía una guerra a muerte que culminaría con su excomunión.

Como siempre ha pasado en la Historia con los líderes populistas, los que llegan como liberadores del pueblo terminan oprimiéndolo con nuevas formas totalitarias. En el caso de Savonarola su odio a las corruptelas desembocó en un puritanismo extremo que condenaba lo que no fuese vida ascética, y en una dictadura religiosa como forma de lograr la “salvación” de la sociedad. Sus militantes los Piagnoni (llorones) se convirtieron en temibles bandas inquisitoriales contra el arte, la literatura, el amor o la diversión, que callejeaban expoliando a la gente y vejando a las mujeres vestidas con poca modestia.

La intolerancia fue in crescendo en Florencia, cualquiera que tuviese un libro de Ovidio o de Dante sentía miedo de ser delatado como desleal a la República, y alcanzó su zénit en el martes de carnaval del tercer año de la dictadura de Savonarola. Era costumbre florentina despedir el carnaval la víspera del Miércoles de ceniza, inicio de la Cuaresma, con hogueras en las plazas, alrededor de las cuales se celebraban “bailes amorosos, donde un hombre y una mujer giraban cogidos de las manos”, según cuenta Vasari. Las fiestas alrededor del fuego, no hay que decir, eran costumbre antigua, anterior al cristianismo y por tanto paganas, pero de un atractivo persistente que ha llegado a nuestros días con las fallas valencianas o las hogueras de San Juan.

Savonarola decidió darle la vuelta a aquellas manifestaciones de carácter lúdico con una hoguera de las vanidades sin precedentes. Durante la primera mitad del siglo XV otro fraile reformador, San Bernardino de Siena, había hecho campañas moralizadoras de costumbres en las que se quemaban libros irreverentes, pinturas eróticas o juegos de azar. Los Piagnoni ya habían hecho quemas de libros, pero el martes de carnaval de 1497 se formó en la Plaza de la Señoría la más extraordinaria pira imaginable. La base estaba formada por máscaras y disfraces, sobre la que se pusieron libros de los más grandes poetas latinos e italianos, incluidos Ovidio, Dante y Bocaccio. Sobre los libros venían los objetos para la belleza, cosméticos, perfumes, espejos... Otra capa estaba formada por instrumentos musicales, barajas y ajedreces, y por último esculturas y pinturas de desnudos, culminando la pira con los retratos de las mujeres famosas en Italia por su belleza.

Algunos artistas contribuyeron voluntariamente al auto de fe contra la belleza, como Baccio da la Porta, devoto seguidor de Savonarola que luego sería conocido por Fra Bartolomeo, el cual llevó a la hoguera todos los estudios de desnudos de su taller. Botticelli también aportó pinturas, aunque lo hizo presionado por el miedo al dictador dominico.

Aquel bárbaro espectáculo contribuyó a destruir la popularidad de Savonarola en una ciudad tan amante de las artes como Florencia. Se formó un partido, también popular y contrario a los Medici, pero alternativo de los Piagnoni del fraile. Estos adversarios eran conocidos por Arrabiatti, pues estaban rabiosos con las extravagancias fanáticas de Savonarola. Y el Papa aprovechó las circunstancias para lanzar una ofensiva contra Savonarola, al que excomulgó. Un año después de La hoguera de las vanidades, Savonarola perdió el poder y él mismo fue abrasado en una gran pira en el mismo sitio donde había quemado a la belleza.

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