Cuéntame un cuento...

...o una historia, o una anécdota... Simplemente algo que me haga reir, pensar, soñar o todo a la vez, si cabe ..Si quereis mandarme alguna de estas, hacedlo a pues80@hotmail.com..

sábado, mayo 25

Sylvia Plath y Ted Hughes, un amor-cataclismo

(Un texto de Laura Freixas en la revista Mujer de Hoy del 11 de agosto de 2018)

Nunca una pareja de artistas ha representado de manera tan trágica las desigualdades de género del siglo XX. Similares en talento y sensibilidad en su obra poética, pero enormemente separados por unos roles contra los que ella intentó rebelarse siempre.

“Resultó que el chico grande, moreno, atractivo, el único de un tamaño conveniente para mí, que había estado encorvándose de acá para allá junto a las mujeres y cuyo nombre pregunté nada más entrar, pero nadie me lo dijo, se acercó a mí y me miró de hito en hito: era Ted Hughes”.

La que escribe esto en su diario, el 25 de febrero de 1956, se llama Sylvia Plath, pero ese nombre no le dice aún nada a nadie. Es solo una estudiante que está en Cambridge con una beca. Es verdad que llama la atención: es americana, alta, rubia, guapa, muy brillante, y una de las pocas mujeres (una por cada 10 hombres) que hay en la Universidad de Cambridge, que solo hace siete años que las admite. Y Sylvia lleva tiempo fijándose en los poemas de un chico del que no sabe nada más que el nombre, Ted Hughes, publicados en revistas estudiantiles, como la que se presenta ese día, en una fiesta llena de humo y ruido.

“Los dos bailábamos a zapatazo limpio y luego me besó en la boca como un cataclismo y me arrancó la diadema y mis pendientes de plata favoritos; “Ja, me los quedaré”, ladró. Y al besarme en el cuello le mordí con fuerza en la mejilla durante mucho tiempo. Cuando salió de la habitación, le corría la sangre por la cara...”.

Cuánto se parece a veces el amor a la guerra. Pero Sylvia y Ted, en ese momento, solo ven el amor. Mejor dicho, el deseo. Están deslumbrados el uno por el otro: la atracción erótica es tan intensa entre ellos como la afinidad intelectual. Y de carácter, según irán descubriendo. Los dos son ambiciosos, trabajadores, volcánicos; los dos quieren ser grandes poetas, y quieren también viajes, becas, premios, hijos, sexo... Se supone que Sylvia tiene un novio; se supone que Ted tiene una novia.

Pero novio y novia desaparecen rápido, arrasados por el cataclismo pasional. Menos de cuatro meses después de conocerse, el 16 de junio de ese año, Ted Hughes y Sylvia Plath se casan en la iglesia londinense de Saint George the Martyr, en presencia de la madre de Sylvia, llegada precipitadamente de Boston (el padre murió cuando Sylvia tenía ocho años). Los recién casados pasan la luna de miel en una aldea de pescadores de la exótica España, llamada Benidorm.

Un infierno doméstico

En Benidorm, en Cambridge, en Londres, luego en Boston, viven juntos. Comparten intereses, escritura, ideas, vida cotidiana. Pero ¿por qué Sylvia, según sabemos por su diario, es la que limpia la casa, lava la ropa, cocina? ¿Por qué pasa a máquina y envía a revistas los poemas de él, cosa que él no hace con los de ella? Años atrás, Sylvia había confesado a su diario su angustia ante lo que la sociedad pide a las mujeres: que se pongan al servicio de un hombre.

Ella se resiste –prefiere dedicarse a su propio proyecto: ser poeta–, pero también se pregunta: “¿Podría cambiar de actitud y subordinarme gustosamente a su vida [la del hombre que fuese su marido]?”. Y se responde: “¡Miles de mujeres lo harían! Dependería del miedo que tuvieran a convertirse en solteronas y de la urgencia de sus necesidades sexuales”. Está claro, entonces, por qué hace de secretaria y cocinera: porque sospecha que si no lo hace, Ted encontrará a otras más complacientes, y ella, la rebelde, será castigada sin pareja y sin sexo…

Pero entonces, el 19 de mayo de 1958, Sylvia no encuentra a Ted… y de pronto le ve. Lo cuenta en su diario: “Ted venía por la carretera. Caminaba con una sonrisa amplia e intensa y la mirada clavada en los ojos de cierva de una chica desconocida. Todo esto lo vi en varios bruscos fogonazos. Ted sonreía y su sonrisa, aunque sincera y atractiva, como la de ella, se hacía lamentable en el contexto, resultaba fatua, en busca de admiración. Estaba gesticulando, terminando una explicación. Los ojos de ella le ofrecieron un aplauso embriagador. Acto seguido, ella me vio, la culpa apareció en su mirada y echó literalmente a correr, sin despedirse, sin que Ted hiciera el menor esfuerzo por presentarla.”

Y estalla la crisis. No son solo celos lo que aflora; es el resentimiento de Sylvia hacia los hombres, por sus privilegios, como ha explicado muchas veces en el diario. Ellos tienen proyectos, deseos, carreras, y saben que hay mujeres dispuestas –como la misma madre de Sylvia con su marido– a ayudarles, servirles, admirarles. Furiosa, escribe: ”Cometí el error más irónico y fatal confiando en que Ted era distinto a otros hombres….”. Ella se ha puesto a su servicio, se ha sacrificado por la carrera de él: “He gastado dinero, dinero de mamá, que es lo que más me duele, para comprarle ropa, para comprarle medio año de escribir, he pasado a máquina sus poemas cientos de veces”… creyendo que eso sería suficiente para retenerle a su lado; pero ahora sospecha que él puede preferir tener al lado a una mujer todavía más servicial, menos crítica, más admirativa. Y Sylvia vuelca sobre él toda la rabia, la violencia contenida, que le provoca esa injusticia.

Tras una batalla campal (“Yo acabé con un pulgar torcido, Ted con marcas de arañazos durante una semana”) parece que las aguas vuelven a su cauce. Sylvia está embarazada. Ella y Ted viajan a Inglaterra, donde han decidido instalarse. Compran un caserón del siglo XVII, con techo de paja, en un pueblo del precioso condado de Devon, a cuatro horas en tren de Londres, e inician la vida con la que siempre soñaron: escriben, acondicionan la casa, se ocupan del jardín y del huerto, Sylvia prepara mermeladas, cuidan a la pequeña Frieda, nacida en 1960…

Dos años después nace Nicholas. Pero las cosas ya no van bien entre sus padres. Sylvia se queja de que Ted no hace caso al niño. Ni a ella, que ahora está siempre agotada y huele a pañales y a leche agria. Y eso no es todo: sospecha que en sus frecuentes viajes a Londres, por motivos –supuestamente– de trabajo, Ted está viendo a otra mujer… Un día del verano de 1962 suena el teléfono. Sylvia lo coge, adivina que es la otra… y cuando Ted vuelve a casa, ella ha hecho una gran pira con sus papeles, sus poemas, sus libros favoritos… y le pide que se marche y no vuelva.

Una bandeja con leche y galletas

Lo que sigue son unos meses febriles, los más creativos, amargos, vitales y explosivos de la breve vida de Sylvia Plath. Sylvia decide cerrar la casa de Devon e instalarse en Londres; alquila allí un piso; se muda, con los dos bebés; los cuida ella sola (Ted pasa semanas, meses, sin aparecer; se ha ido de vacaciones con su amante a… –esto Sylvia no lo sabe– Benidorm); gana dinero como puede: escribiendo obras de teatro radiofónico, vendiendo la novela que acaba de terminar (La campana de cristal), artículos; y sobre todo, compone poemas, que surgen a velocidad vertiginosa –uno al día–, y que son, y ella se da cuenta, buenísimos: “Me harán famosa”, le dice en una carta su madre. Y así fue: el libro resultante, Ariel, es sensacional… Pero está agotada, está sola, no puede con los niños, no tiene dinero, echa de menos el amor, no puede más… Desesperada, llama a Ted por teléfono, una y otra vez, desde una cabina, con un frío glacial (el del 63 fue el invierno más frío en 20 años), pero Ted (que está con alguna de sus amantes) no lo coge…

La noche del 10 al 11 de febrero de 1963, Sylvia Plath preparó una bandeja con leche y galletas, que dejó junto a las camas de sus hijos. Luego cerró todas las puertas, tapó las aberturas con toallas. Dejó una nota con el nombre y el teléfono de su médico, para la canguro, que iba a llegar temprano por la mañana. Pero se retrasó, y cuando ella y un vecino consiguieron forzar la puerta, era demasiado tarde: con la cabeza metida en el horno, Sylvia yacía muerta por inhalación de gas.

Esta vez sí que acudió Ted. Con Assia Wevill, su amante. Una amiga que estaba allí describe así la escena: “Vi a dos seres humanos extraordinariamente hermosos en la flor de la vida, pero la postura encogida y la cabeza gacha de ambos empañaban todo el glamur. Tenían la mirada desviada y horrorizada, y la expresión destrozada de Adán y Eva recién expulsados del Paraíso” (Ruth Fainlight).

¿Por qué se suicidó, realmente?... Algunas feministas han acusado a Ted más de una vez: deslizándose de noche en el cementerio de Heptonstall, donde está enterrada, han desfigurado la lápida que Ted hizo poner en su tumba y en la que figuraba el apellido de él junto al de ella. Olvidan que el problema no es tanto de las personas como del sistema, un sistema que condenaba a las mujeres occidentales de clase media y raza blanca, en los años 50-60, a enfrentarse a un dilema imposible: o ser una mujer independiente, pero “solterona” (“Salvadme de ese ácido sarcástico que corre por las venas de las mujeres solteras inteligentes solitarias”, escribe Plath en su diario), o someterse con tal de tener pareja: “¿Seré una secretaria, un ama de casa, secretamente celosa de la capacidad de mi marido de crecer intelectual y profesionalmente ? ¿Ahogaré mis embarazosos deseos y aspiraciones, rehusaré enfrentarme a mí misma y me volveré loca o neurótica?”, escribe también, mucho antes de conocer a Ted. Y concluye: “Me mataré.”

El legado del poeta sin sombra

No fue la única. El 23 de marzo de 1969, Assia hizo lo mismo que Sylvia, llevándose también al otro mundo a la hija que había tenido con Ted y que tenía entonces cuatro años.

Ted se casó en 1970 con Carol Orchard, una mujer 20 años más joven, enfermera, y que dedicó el resto de su vida a cocinar, cuidar la casa (no a Frieda y Nicholas, que fueron enviados a internados), atenderle, recibir a sus amigos, llevar su correspondencia y esperarle cuando él se iba de viaje (en general con alguna de sus amantes).

Ted Hughes murió en 1998. Frieda es pintora y vive en Australia. Nicholas era biólogo. Se ahorcó en Alaska el 16 de marzo de 2009.

Un poema reciclado
  • La figura del “coloso”, que da título a uno de los libros de poemas de Sylvia, está inspirada en Ted Hughes, “el hombre más fuerte del mundo, con una voz como el trueno de Dios”, según la descripción que hace Sylvia en una carta a su madre.
  • Muchos años después del suicidio de Sylvia, cuando sentía que su propio fin estaba cerca (estaba enfermo de cáncer), Ted publicó –para sorpresa general, pues hasta entonces se había negado obstinadamente a mencionar a Sylvia, tanto en su obra como en sus apariciones públicas– un libro sobre ellos dos: Cartas de cumpleaños (Lumen). En esos poemas, Hugues evoca algunos momentos de su vida juntos, bajo la premonición del fin terrible.
  • Cuando murió, Sylvia estaba escribiendo una novela, Double Exposure [Doble exposición], sobre cómo una mujer ve a un hombre cuando se enamora de él, y cómo le ve cuando, con los años, le va conociendo. El manuscrito, propiedad de Ted (su heredero legal, ya que no estaban divorciados cuando ella murió), se ha perdido.
  • Ted es un personaje importante –el principal, junto con la misma Sylvia y su madre– del voluminoso diario íntimo que Sylvia escribió desde su adolescencia hasta poco antes de darse muerte.
  • Ted le dedicó a Sylvia el poema Lovesong [Canción de amor]. Luego se lo regaló a una de sus amantes, Brenda, asegurándole que lo había escrito para ella. Repetiría la misma operación con Assia.

Etiquetas: