El último vuelo del Barón Rojo
(Complementario al anterior, este es un texto de Rafa Gassó en el XLSemanal del 21 de abril de 2017)
Manfred
von Richthofen fue el prototipo de héroe y caballero. Letal como
contrincante y noble con el enemigo, el aviador más audaz de la Primera
Guerra Mundial se convirtió en un mito viviente antes de caer derribado
por una sola bala que, casi 100 años después, continúa sin saberse quién
disparó.
¿Qué pudo hacer que uno de los oficiales más letales de la Primera
Guerra Mundial fuese enterrado con todos los honores por sus propios
enemigos? Se llamaba Manfred von Richthofen, aunque pasaría a la historia como el Barón Rojo, el aviador más temible de todos los tiempos y uno de los últimos gentleman de una guerra la que se produjo en el aire de tintes caballerescos y cuasi románticos.
Y es que, tal vez, las crónicas aún no habían reparado en que este
conflicto sería la primera gran contienda contra civiles de la historia
-que dejaría más de 12 millones de muertos-, y curiosos términos como
ética u honorabilidad eran férreos códigos grabados a fuego en un mundo
que hoy resultaría difícil de entender: el de los militares provenientes de la vieja nobleza europea que copaban las recién creadas fuerzas aéreas.
No en vano aquellos primeros pilotos eran la viva estampa del tipo
histórico de caballero medieval; una suerte de ‘héroes’ envidiados por
sus camaradas del Ejército y la Marina.
Así, en su jovencísima autobiografía, el Barón Rojo dejó escritas
algunas pistas de por qué, por ejemplo, el Ejército australiano -que
estaba en su bando contrario- dispararía salvas durante su funeral: «Por
un rasgo de humanidad para con mi enemigo, decidí obligarlo sólo al
descenso y no a la caída. Entonces, el miserable me dijo que antes había
probado a disparar sobre mí. Le pedí perdón por haberlo derribado, lo
aceptó, y así fue como le devolví su deslealtad».
En 1915, el
curso de la guerra había detenido el avance alemán en las afueras de
París y un inquieto teniente del primer regimiento de Ulanos -la
caballería germana que realizaba las labores de reconocimiento-, llamado
Richthofen y de apenas 22 años, pidió el traslado al Servicio Aéreo
ante la perspectiva de quedarse sin acción en una unidad condenada a
desaparecer por la incipiente aparición de esos ‘pájaros de hierro’; su
objetivo, convertirse en observador.
Este
papel -de copiloto- ejercía una doble función: no sólo debía localizar
objetivos; en aquellos inicios, los aviones -carentes aún de
ametralladoras- se batían en una especie de cuerpo a cuerpo, ¡fusil en
mano! Aquel torpe observador llamado Richthofen, que describiría
sentirse «un desgraciado» tras su primer vuelo, acabaría con su primer
avión enemigo armado con una escopeta y, con el tiempo, derribaría otros
80 aparatos. Curiosamente, aquella primera victoria jamás sería
contabilizada, ya que la rígida normativa alemana no computaba los aviones caídos detrás de las líneas enemigas.
Si su padre había sido un laureado militar que decidiría su vocación a
los 11 años el imberbe Richthofen ingresaba en una escuela para cadetes,
su tío cazador -imbuiría en él la pasión por una disciplina que
marcaría definitivamente el resto de su carrera. Prueba de ello, la
descripción que hará de un combate: «El muy ladino tuvo el cinismo de
agitar alegremente la mano desde su aparato, como si quisiera decir: Well, well, how do you do?
Cayó a unos 50 metros de nuestras líneas, habiendo recibido un balazo
en la cabeza. Su ametralladora se clavó en tierra y ahora adorna como
trofeo la puerta de mi casa». El ‘ladino’ en cuestión era ni más ni
menos que el temido comandante Hawker, el más audaz de los aviadores del
Ejército británico.
Pero todo
eso ocurriría mucho después del casual encuentro que mantendría con el
entonces as de los pilotos de caza alemanes, Oswald Boelcke, a quien
idolatraba y en cuya escuadrilla -la Jagdstaffel 2 o Jasta- acabaría
volando cuando éste dio en buscar nuevos talentos. Y es que el
‘depredador’ que Richthofen llevaba dentro -frustrado por su poco éxito
como observador- había vislumbrado que los nuevos aviones Fokker
monoplaza eran una buena plataforma para instalar un arma y había
decidido hacerse piloto. Así, el 17 de septiembre de 1916 realizaba su
primer vuelo en la Jasta y, también, su primera victoria ‘acreditada’
(un año antes, recién licenciado y a bordo de la 2.ª Escuadrilla de
Caza, había derribado su segunda pieza, otra vez, detrás de las líneas
enemigas).
Sin
embargo, el Barón Rojo no nacería hasta el 28 de octubre siguiente,
cuando un accidente haría caer al todopoderoso Boelcke, dejando a
Richthofen como su sucesor natural cuando éste contaba con su octavo
derribo. Y en este punto se da otra de las paradojas de su particular
currículum: el ambicioso Richthofen esperaba recibir la tan ansiada Pour
Le Mérite -la más alta condecoración alemana al valor- después de su
novena victoria, pero el criterio de adjudicación había cambiado y ahora
eran necesarias 16 victorias, y no nueve, para conseguirla.
Es en esta época cuando Richthofen decide pintar su avión de rojo.
El afán de notoriedad parece innegable, aunque también es cierto que su
creciente fama -que ya siempre vendría precedida por el color de su
aparato- provocaba en el adversario un efecto psicológico de temor y
respeto. En su autobiografía, rememora una conversación con un británico
a quien ha hecho prisionero: «En su escuadrilla se había extendido la
historia de que el aparato rojo era pilotado por una muchacha, algo así
como una Juana de Arco; cuando yo le dije que la muchacha se hallaba en
aquel momento ante él, se quedó de una pieza, pero no se lo quiso
creer». Lo cierto es que, ya en vida, él mismo se había convertido en un
mito. El 12 de enero de 1917 era galardonado con la Blue Max y dos días
después nombrado comandante de la Jagdstaffel 11.
Por el contrario, no sería hasta la
primavera de ese mismo año cuando alcanzaría la cima de su celebridad en
lo que los ingleses dieron en llamar Bloody April (Abril Sangriento);
en un mes abatía 21 aparatos enemigos elevando a 52 el total de sus
derribos. Boelcke había muerto con 40 victorias. Nacía, entonces, la
Escuadrilla Anti-Richthofen. «Tras advertir que habíamos pintado de rojo
todos los aparatos, se les ocurrió la feliz idea de cogerme o
derribarme. Habían organizado una escuadrilla que volaba exclusivamente
en el lugar donde operábamos. Me agradó sobremanera, pues es preferible
que los amigos vengan a mí, a tener yo que ir a por ellos», esclarece.
Una autobiografía escrita, por cierto, cuando el Ejército alemán
consciente de que el Barón Rojo era ya su mejor valor propagandístico y
no quería arriesgarlo le ordena descansar. Al mando queda su hermano
Lothar.
«Depende
mucho del enemigo; o los franceses o los valientes ingleses; yo
prefiero a los ingleses. A los franceses siempre les gustó atacar por
retaguardia. Al inglés se le nota aún su sangre germana […], les gusta
con exceso hacer loopings, equilibrios, volar cabeza abajo y
otras martingalas de esta especie. Todo esto impresionaría seguramente
en un concurso de aviación, pero al público de las trincheras no les
causa la menor impresión y ni siquiera le entretiene. Este público pide
algo más: que lluevan continuamente aviadores ingleses», prosigue en sus
memorias. Concluidas éstas y reincorporado al frente un mes más tarde,
dirigiría la famosa Jagdgeschwader (Ala de Caza 1), una fusión de varias
escuadrillas que sería conocida como el ‘Circo Volante’. Pero, tal vez
como advertencia del destino, ése mismo mes de julio sería herido en
acción; a partir de entonces sufrirá fuertes jaquecas y su carácter se
tornará más reservado.
La muerte le obsesiona, está cansado de batallar, es 20 abril de 1918,
ya van 80 victorias. Pero no acata las órdenes de que se retire. Tal vez
ansioso por conseguir su 81.ª victoria, un día después, en la mañana
del día 21, el Barón Rojo decide violar uno de sus principios
adentrándose en las líneas enemigas para abatir un Sopwith Camel
británico al que persigue. La acción se sitúa al norte de Francia. El capitán Arthur Roy Brown lo sigue de cerca,
por retaguardia, y comienza a disparar, al tiempo que una batería
antiaérea australiana hace lo propio; 15 minutos después de despegar, el
Barón Rojo cae por el efecto de una sola bala que, hoy, continúa sin
saberse quién disparó. «¡Quién sabe qué utilizaremos dentro de poco para
desplazarnos por el azulado éter!», se había formulado en alguna
ocasión. Nunca lo sabría. Al día siguiente, el 22 de abril, sería
enterrado por el Ejército aliado con todos los honores militares. «Aquí
yace un valiente, un noble adversario y un verdadero hombre de honor»,
escribirían sobre su lápida. Tenía 25 años; siete meses después llegaría
el armisticio.
El Barón Rojo fue el paradigma de gentleman de la guerra. En septiembre de 1916 derribaba, como él mismo definiría, a su ‘primer inglés’.
Inicialmente, los aparatos y métodos de aviación eran bastante
rudimetnarios. El Barón Rojo solía volar con su perro, Moritz, a quien
llamaba su ‘observador’.
Etiquetas: Grandes personajes, Pequeñas historias de la Historia, s.XX
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