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viernes, agosto 30

Sinkiang, el estado policial absoluto

(Un texto de Berhard Zand en el XLSemanal del 19 de agosto de 2018)

Pekín está implantando en Sinkiang un estado de vigilancia sin precedentes en el mundo. El Gobierno quiere controlar a la minoría musulmana de los uigures utilizando los métodos más modernos. Viajamos por una región sumida en una calma fantasmal. Y, por momentos, aterradora.

La ciudad de Kasgar, en el extremo occidental de China, recuerda en algunos momentos al Bagdad de después de la guerra. Ruido de sirenas, vehículos blindados patrullando, el estruendo de aviones de combate cruzando el cielo. Los agentes de Policía, equipados con chalecos antibalas y cascos, regulan el tráfico con gestos bruscos, autoritarios. Pero más pronto que tarde vuelve a caer sobre la ciudad un silencio fantasmal, una quietud que pone los pelos de punta. El viernes a mediodía, la hora de la oración principal para los musulmanes, la plaza frente a la gran mezquita de Id Kah está prácticamente vacía. No resuena la llamada del almuédano, solo se oye un ligero pitido cuando alguno de los escasos fieles cruza el detector de metales situado en la puerta del templo. Docenas de videocámaras vigilan todo lo que ocurre. Personal de seguridad, algunos de uniforme, otros de paisano, recorren el centro histórico. Lo hacen tan silenciosamente que es como si quisieran escuchar los pensamientos de las personas con las que se cruzan.

Los periodistas tampoco nos libramos de esta presión. Cuando nos paramos a hablar con alguien por la calle, enseguida aparecen varios agentes para interrogar a nuestros interlocutores.

En ningún otro lugar del mundo, probablemente ni siquiera en Corea del Norte, la población se encuentra sujeta a un control tan férreo como aquí, en la Región Autónoma Uigur de Sinkiang.

Represión hay desde hace años, pero en los últimos meses se ha agudizado. Y se dirige sobre todo contra la minoría uigur. Pekín considera a los diez millones de integrantes de este pueblo de etnia túrquica y religión musulmana sunita como un factor distorsionador en la construcción de una «sociedad armónica». La serie de atentados de hace unos años en los que tomaron parte militantes uigures reforzaron esta sospecha.

Los uigures se consideran una minoría discriminada. Cuando se produjo la incorporación de Sinkiang a la República Popular de China en 1949, suponían el 80 por ciento de la población. Con la llegada masiva de colonos de etnia han, incentivada por el Gobierno central, esa proporción se ha reducido hasta un 45 por ciento. Y son los recién llegados los que más se benefician del crecimiento económico de la región, rica en petróleo, gas y carbón.

Contra esta situación que consideran injusta se revolvieron los uigures. La respuesta de Pekín ha sido la implantación de un régimen de seguridad único incluso para ese Estado policial que es China.

Pekín está dotando a su provincia del extremo occidental de la más moderna tecnología de vigilancia: ya sea en ciudades con millones de habitantes, como Urumchi, o en las más remotas aldeas de montaña, hay cámaras vigilando cada calle y cada esquina; en estaciones de tren, aeropuertos y en la multitud de puestos de control repartidos por toda la región se han instalado lectores de iris y los llamados sniffers wifi, dispositivos que permiten vigilar el tráfico de datos por las redes inalámbricas.

Toda esta información converge en una denominada ‘plataforma operativa integrada’, donde se almacenan otros muchos datos de los habitantes de la provincia: hábitos de compra, movimientos bancarios, estado de salud… además del perfil genético de cada persona registrada en Sinkiang.

Todo aquel cuyo rastro de datos lo convierta en sospechoso a ojos del régimen es detenido y encarcelado. El Gobierno ha creado una red de cientos de campos de reeducación, y presuntamente decenas de miles de personas habrían desaparecido en ellos durante estos últimos meses.

La imagen que deja un viaje por esta provincia del interior de China y la multitud de conversaciones mantenidas -con unas personas forzadas siempre a guardar el anonimato- es inequívoca. Sinkiang, una de las regiones más remotas y atrasadas del gigante asiático, es una distopía convertida en realidad. Y permite hacerse una idea de lo que un régimen autoritario es capaz usando la tecnología del siglo XXI.

Urumchi, la capital de Sinkiang, con su moderno skyline formado por docenas de rascacielos, tiene una población de tres millones y medio de habitantes, tres cuartas partes de los cuales son chinos de etnia han, mientras que los uigures constituyen la principal minoría. En la ciudad también viven kazajos, mongoles y miembros del pueblo hui, de lengua china pero religión musulmana. «Todos los grupos étnicos están unidos como las semillas de una granada», se lee en un cartel tendido sobre la autopista.

«La realidad es que no te puedes fiar de los uigures -dice un chino han que trabajó para el Ejército-. Hacen como si fueran tus amigos, pero luego van a lo suyo y solo se ayudan entre ellos».

La desconfianza entre ambos pueblos ha ido creciendo a lo largo de los años. En 2009 se produjo un estallido de disturbios étnicos en Urumchi, murieron casi 200 personas; la mayoría, chinos han. En 2014, varios uigures apuñalaron a 31 personas en la ciudad de Kunmíng; poco después dos coches atravesaron a toda velocidad un concurrido mercado de Urumchi, de nuevo con docenas de víctimas. Desde entonces se han producido menos ataques de envergadura y para consolidar la precaria calma, el Gobierno de Pekín decidió enviar a Sinkiang a Chen Quanguo, jefe del Partido en el Tíbet. Durante estos dos últimos años ha aplicado aquí las mismas medidas que puso a prueba en la región tibetana. En primer lugar, ha levantado por toda la provincia miles de puestos de Policía, búnkeres rodeados de vallas y fuertemente vigilados, que en Urumchi se alzan en todos los cruces importantes de la ciudad.

Además, Chen ha introducido un sistema que recuerda a la vigilancia de bloques de la Alemania comunista: los miembros del comité local del Partido vigilan lo que ocurre en los edificios de viviendas y espían a sus inquilinos. ¿Quién vive aquí? ¿Quién ha venido de visita? ¿De qué hablaron? Y, como si todo esto no fuera suficiente, también se controla a los controladores. muchas viviendas tienen pegatinas con códigos de barras, que los agentes deben escanear para demostrar que efectivamente la han visitado.

Para perfeccionar el control social, los vecinos también están obligados a actuar como informadores. «A primeros de año vinieron a verme -cuenta un hombre de negocios de Urumchi-. Me dijeron: tu vecino y tú respondéis desde ahora el uno por el otro. Si uno de vosotros hace algo que no debe, os responsabilizaremos a los dos». Este ciudadano asegura que ama su país. «Pero me niego a espiar a mi vecino».

El antecesor de Chen en el cargo apostó por el despegue económico de Sinkiang, nos cuenta un conductor de la capital mientras señala los edificios del centro. Cuanto mejor le fuese a la gente, más segura sería la provincia, esa era la idea. «Ya nadie cree en eso. La economía sigue creciendo, pero ahora la prioridad es la represión».

La ciudad-oasis de Jotán, con sus 300.000 habitantes, se encuentra en el suroeste del desierto de Taklamakán. Como los ataques se suceden aquí con mayor frecuencia, la vigilancia es especialmente severa.

Cuando visitamos Jotán en 2014, todavía pudimos encontrar -después de muchas gestiones- a una persona dispuesta a hablar sobre la brutal actuación del Estado en los pueblos que rodean la ciudad. Una conversación parecida hoy es impensable, nos dice esa misma persona a través de un servicio de mensajería instantánea. Ya ni siquiera es posible ir de un pueblo a otro sin un permiso por escrito, y mucho menos reunirse con extranjeros. «Quizá dentro de un par de años se vuelva a poder», escribe. Y añade. «Borrad esta conversación del móvil inmediatamente. Borrad todo lo que pueda parecer sospechoso».

A las afueras de la ciudad hay un moderno centro comercial. Apenas una quinta parte de los locales están abiertos, la mayoría han sido clausurados recientemente: «Cerrado para asegurar la estabilidad», figura en el aviso oficial colocado sobre las puertas. «Los han mandado a todos a estudiar», dice en voz baja un transeúnte que mira a su alrededor con precaución.

«Qu xuexi», ‘irse a estudiar’, es una de las expresiones más habituales en Sinkiang estos días. Es un eufemismo para decir que alguien ha sido detenido y que desde entonces no se lo ha vuelto a ver. Las ‘escuelas’ son campos de reeducación a los que se envía, sin acusación ni juicio, a ciudadanos chinos para someterlos a cursos de patriotismo.

Prácticamente la mitad de las personas con las que charlamos nos hablan de familiares o conocidos «enviados a la escuela» y como motivo mencionan contactos en el extranjero, visitas demasiado frecuentes a la mezquita o tener contenidos prohibidos en el móvil o el ordenador. Por lo general, los familiares no tienen noticia de los desaparecidos durante meses. Si consiguen verlos, es a través de un monitor en la sala de visitas de uno de estos campos de reeducación.

Durante nuestra conversación con un vendedor de alfombras en el mercado de Jotán, aparece de repente una mujer con un vestido corto. Trabaja en un organismo oficial, dice, y se ofrece a traducir la conversación del uigur al chino. Más tarde, durante el recorrido por el casi desierto mercado, nos dice que no, que el cierre de las tiendas no tiene nada que ver con campos de reeducación. «A los empleados los han mandado a un curso de formación en nuevas tecnologías», asegura. Luego se despide educadamente.

Un par de horas después nos dirigimos en coche a la estación para coger el tren hacia Kasgar. La estación tiene unas medidas de seguridad propias de una base militar. «Ah, mira, son los periodistas extranjeros», le dice una revisora a su compañera cuando le pregunto por nuestros asientos. El tren va prácticamente lleno. Y en nuestro vagón, qué casualidad, va sentada la mujer del vestido corto que se ofreció como traductora en el mercado.

Kasgar tiene más de 2000 años de antigüedad, era una de las escalas más importantes de la Ruta de la Seda. Ahora el Estado ha reconstruido todo el casco histórico como un pintoresco parque de atracciones para turistas.

La mayor parte de los taxis de Kasgar están equipados con dos cámaras. Una enfoca el asiento del copiloto, la otra vigila el asiento trasero. «Lo ordenaron hace un año -dice un conductor-. Las cámaras están conectadas directamente con los organismos de seguridad, se encienden y se apagan solas, nosotros no tenemos nada que ver».

En Kasgar es imposible plantearse una investigación periodística normal. No hay nadie que quiera hablar.

Es aquí donde aparecen unos agentes de paisano que nos seguirán a todas partes. La cosa se pone delicada cuando entramos en una tienda con intención de comprar albaricoques. Apenas cruzamos unas pocas frases con la vendedora, pero cuando vamos a salir de la tienda entran tres de nuestros acompañantes -entre ellos, una mujer con chaqueta roja- y se dirigen a la vendedora. Decidimos grabar la escena con el móvil. Sorprendidos, los agentes interrumpen el diálogo, y tratan de ocultar sus caras.

Una hora más tarde nos salen al paso un policía y varios civiles; entre ellos, otra vez la mujer de la chaqueta roja. La señora es una turista, nos dicen, y acaba de ver que la han grabado sin su permiso. Según las leyes chinas, esa grabación debe ser eliminada. El policía nos conduce a una comisaría, donde nos confiscan el móvil. No solo borran la grabación de la tienda, sino otros vídeos en los que aparece nuestra guardaespaldas gubernamental. Un agente nos dice, literalmente, que no tomemos «imágenes tóxicas». Luego nos permiten irnos.

En Kasgar se puede apreciar en su máxima expresión el Estado de vigilancia en el que se está convirtiendo China. Y el Gobierno ya trabaja en el siguiente nivel de control: quiere introducir en todo el país un programa de ‘evaluación social’, una especie de sistema de rating por el que se puntuará el grado de confianza que merece cada ciudadano, se recompensará a los fieles a la línea oficial y se castigará las conductas inapropiadas. Muchos uigures se encuentran ya sometidos a un sistema de puntos de este tipo.

Uno de los afectados nos cuenta que cada familia empieza con un valor de partida de 100 puntos, pero que se les restan a quienes tienen contactos con el extranjero o parientes fuera, principalmente en países musulmanes como Turquía, Egipto o Malasia. Quedarse con 60 puntos o menos es arriesgado. Una palabra equivocada, un rezo, una llamada telefónica de más y pueden enviarte ‘a estudiar’ en cualquier momento.

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