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lunes, agosto 26

La otra cara de Al Capone


(Un texto de José Segovia en el XLSemanal del 26 de agosto de 2018)

Responsable de al menos doscientos asesinatos, Al Capone ha pasado a la historia como uno de los criminales más sanguinarios. Una nueva y controvertida biografía cuestiona, sin embargo, que fuese un psicópata y se adentra en su vida familiar para mostrar a un hombre «con sentimientos».

Cuando se enteró de que planeaban liquidarlo, los invitó a una suntuosa cena. Los hampones sicilianos John Scalise, Albert Anselmi y Joseph Giunta, alias el Sapo Bailón, acudieron en realidad a una encerrona. A la hora de los postres, su guardaespaldas personal -Frank el Escurridizo- y sus matones ataron a los tres traidores a las sillas y los asesinaron atrozmente.

El 14 de febrero de 1929, seis hombres de Bugs Moran -el archienemigo de Capone- fueron cosidos a balazos en un garaje. El crimen ocupó decenas de páginas en la prensa y aparece en varias películas
«El juez de instrucción que examinó los cadáveres apenas encontró un hueso sano y un área de piel sin cardenales», recuerda el cronista John Kobler. La ejecución de los tres mafiosos ocurrió en junio de 1929 y fue recreada por Brian de Palma en la película Los intocables de Eliot Ness, cuando Robert de Niro, que interpretaba a Capone, golpeaba repetidas veces con un bate de béisbol la cabeza de uno de sus enemigos.
Pero ¿eso fue lo que realmente ocurrió? ¿Capone estuvo allí? «No deja de resultar sospechoso que tras tomarse tanto trabajo para estar lejos de otros escenarios similares se arriesgara a ser detenido y condenado por participar en un crimen tan evidente», afirma Deirdre Bair, autora de Al Capone: su vida, su legado y su leyenda, una biografía sobre el famoso capo que publica Anagrama.

Desde los años treinta, el cine lo ha tratado como un monstruo sin escrúpulos que dirigía una organización de salvajes, pero en su nuevo libro Bair intenta socavar el mito que dice que Capone era un psicópata sediento de sangre. En su lugar, nos presenta a un personaje complejo, despiadado para los negocios, pero humano y sensible para los asuntos familiares. Tenía un hijo, al que adoraba. El niño casi se queda sordo por una infección de oído. Capone pagó cien mil dólares de 1925 para que lo operasen.

Al mismo tiempo que ordenaba asesinatos, Capone abrió varios comedores sociales durante la Gran Depresión. Fue uno de los pioneros en combinar el crimen con la ayuda a los necesitados.

Aquel corpulento italoamericano era una figura perfecta para llenar columnas de periódicos y espacios radiofónicos. Capone suscitaba miedo y envidia en igual medida. En 1926, cuando tenía veintisiete años, sus ingresos brutos procedentes de la prostitución y las extorsiones rondaban los 105 millones de dólares al año (unos 1377 millones de hoy).

La gente lo señalaba o trataba de acercarse a él cuando lo veían en las calles de Chicago, rodeado de sus gorilas, con sus carísimos trajes de colores chillones, su sombrero Fedora y un largo y sempiterno puro colgando en sus labios.

Era un hombre extrovertido que no se privaba de nada. Siempre tenía los bolsillos llenos de fajos de billetes, que repartía como si tal cosa. Capone era la viva imagen del villano o, si se prefiere, del malo de la película, pero también la imagen del triunfador americano, la del hombre hecho a sí mismo. Aunque despertaba temor, caía bien.

«Una noche fría de invierno estaba en un restaurante cuando un joven repartidor de periódicos, empapado y tiritando, le pidió que le comprara un ejemplar del montón que llevaba bajo el brazo. Capone se los compró todos, pagando al chico una cantidad equivalente al salario mensual de un trabajador», recuerda Deirdre Bair.

Capone comenzó su carrera en Brooklyn, a las órdenes de Johnny Torrio, un célebre capo neoyorquino que se trasladó a Chicago poco antes de que entrara en vigor la Ley Seca, en enero de 1920. Torrio dejó a Capone en manos de un gánster menor con retorcido sentido del humor que se hacía llamar Frankie Yale y cuyo principal negocio era un bar de mala muerte en Coney Island, en el extremo sur de Brooklyn, al que bautizó con el académico nombre de Club Harvard.

Trabajando en ese local, Capone hizo un comentario picante a una mujer hermosa, razón por la que el hermano de la joven le asestó un navajazo en pleno rostro. Desde entonces, su alias fue Scarface, ‘cara cortada’. Tras ese incidente, Torrio lo llamó para que se trasladara a Chicago y lo ayudara en sus negocios.

La carrera de Capone fue tan fulgurante que en pocos años controló el imperio criminal que su mentor había puesto en pie. Un estudio de la Universidad de Harvard desvela que Capone dirigió su organización como una empresa de gran tamaño entre los años 1920 y 1933, cuando controlaba centenares de prostíbulos, bares clandestinos durante la Ley Seca y garitos de juego en Chicago. Si sus negocios prosperaron tanto fue gracias a que tenía en nómina a numerosos policías y políticos locales.

El estudio señala también que en esos diez años hubo alrededor de setecientas muertes relacionadas con los distintos grupos de hampones y que Al Capone fue directa o indirectamente responsable de más de doscientas. Se hizo inmensamente rico, aunque su vida estuvo en constante peligro.
Su cuartel general hasta 1926 fue el hotel Hawthorne en Cicero, un suburbio de Chicago. En 1928 trasladó su Alto Mando al más céntrico hotel Lexington, en cuyos sótanos había una red de túneles que comunicaban el edificio con otros contiguos, lo que le proporcionaba una ruta de huida en caso necesario.

Mientras tanto, las guerras entre las bandas se recrudecieron tanto que la mala fama de Chicago se extendió por todo el mundo.

«Había tanta creatividad perversa en la aplicación de la violencia y la ejecución de los asesinatos que el público, hastiado ya, miraba los artículos de primera plana con un bostezo», recuerda Deirdre Bair. Dos de aquellos asesinatos, el de su antiguo jefe en Brooklyn, Frank Yale, en julio de 1928, y el del periodista Jake Lingle, en junio de 1930, marcaron el inicio del fin de Al Capone.

Bair reconoce que lo que más le sorprendió de investigar la vida de Al Capone es lo joven que era cuando se hizo cargo del Outfit de Chicago, el sindicato del crimen organizado italoamericano, con veinticinco años, y lo breve que fue su ‘reinado’. a los treinta ya estaba en prisión. «Estuvo en la cumbre solo cinco años y todavía estamos hablando de él».

El principio de su fin fue un cambio en la legislación. Muchos jueces pensaban que el impago de impuestos fue lo que hizo inmensamente ricos a los mafiosos que se dedicaban a la prostitución, al juego y a la venta ilegal de alcohol. Por esa razón aplaudieron la decisión que tomó el Tribunal Supremo en 1927, confirmando una ley que imponía tributos a los ingresos que provenían de actividades ilegales. Fue la primera vez que el Gobierno de Estados Unidos tuvo un elemento concreto para cazar a carismático capo de Chicago.

Pero no solo el Gobierno estaba decidido a atraparlo. Sus colegas del hampa también querían echarle el guante para quitárselo de encima. Quizá por esa razón, el todopoderoso gánster se trasladó con su familia a Palm Island (Miami) en 1928. Por aquella época, el Gobierno dio luz verde a Eliot Ness para acabar con su imperio. Pero fue el investigador del Departamento del Tesoro Frank J. Wilson el que encontró los recibos que relacionaban a Capone con ingresos por juego ilegal y por evasión de impuestos.

Tras meses de un proceso farragoso, el 17 de octubre de 1931 fue declarado culpable y sentenciado a once años de cárcel en la prisión de Atlanta, aunque dos años después fue trasladado a la isla de Alcatraz, donde se convirtió en uno de los reclusos más famosos de aquel presidio.

En noviembre de 1939, cuando fue liberado, Capone era un hombre acabado y con la mente muy deteriorada por una sífilis que contrajo en su juventud. Tenía una mentalidad de un niño de siete años. Su familia lo mantuvo recluido hasta su muerte, el 25 de enero de 1947 en su residencia de Palm Island.

Capone conducía un Cadillac acorazado de siete toneladas de peso cuya ventanilla trasera tenía un cristal que se bajaba para poder asomar por ella una ametralladora.

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