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miércoles, noviembre 27

Los marineros rojos (la revolución alemana)


(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 4 de noviembre de 2016)

Kiel (Alemania), 4 de noviembre de 1918. El amotinamiento general de la marinería se convierte en la Revolución Alemana.

Era una cuestión de honor, la Marina imperial alemana tenía que dar la última batalla antes de que terminase la Gran Guerra, algo inminente porque el káiser había nombrado un primer ministro pacifista. Los aristocráticos oficiales de la Kaiserliche Marine no podían soportar la vergüenza de haber estado dos años de brazos cruzados, mientras millones de hombres morían en las tierras de Europa. En 1916 habían librado su única gran batalla, la de Jutlandia. Allí habían demostrado poseer las más poderosas armas sobre los mares, sus modernísimos cruceros de batalla fueron superiores a los británicos, habían hundido tres ingleses por uno alemán. Sin embargo la Kaiserliche Marine había dado la espantada, se había vuelto al refugio de sus puertos y no se había movido en el resto de la guerra.

Alemania no tenía tradición naval, no era un país oceánico, no había sentido la llamada de ultramar para crear imperios como los españoles, portugueses, ingleses e incluso holandeses. Pero en el último tercio del siglo XIX Alemania se convirtió en la primera potencia continental, y el nuevo káiser, Guillermo II, empeñado en obtener un imperio colonial, quiso una Marina que compitiese con la británica. En vísperas de la Guerra del 14 casi lo había logrado. Empleando la formidable tecnología y los ingentes recursos de la primera economía europea, Alemania había construido la más poderosa flota del mundo, tras la británica. Total, para nada…

Atormentado por ese bochorno, el alto mando naval dirigido por el almirante Scheer planeó atacar a los ingleses en sus propios puertos a finales de octubre de 1918. Era una operación suicida, no pretendía vencer al enemigo sino mostrarle que Alemania tenía aún fuerzas, para lograr mejores condiciones de paz. Un hermoso sacrificio, pero en 1918 las ideas de honor militar, guerra de caballeros, habían sido sepultadas bajo nueve millones de cadáveres. En la Gran Guerra desapareció la profesionalidad castrense, ese negocio al que desde siglos se dedicaba la pequeña nobleza europea; eran las masas de trabajadores y campesinos, los 80 millones de hombres movilizados, quienes imponían su impronta a la guerra. Y esos hombres habían decidido que ya estaba bien de luchar.

El 24 de octubre se dio la orden de operaciones para “la última batalla”, y la flota comenzó a zarpar, pero el 29 los marineros del Thüringen y del Helgoland se negaron a hacerlo y se apoderaron de los barcos. El plan de ataque a Inglaterra se frustró porque el almirante Scheer ordenó volver a las unidades que mantenían la disciplina para sofocar el motín, que era más urgente. Los amotinados se rindieron al verse rodeados de otros buques que les apuntaban con sus cañones, y 47 de ellos, considerados los cabecillas, fueron enviados a Kiel, cuartel general de la Flota de Alta Mar, para un consejo de guerra.

El remedio fue peor que la enfermedad, pues de inmediato se extendió la solidaridad con los detenidos por toda la marinería de la flota. Una delegación de marineros solicitó su liberación al alto mando, pero al ser denegada los marineros se fueron a la Casa Sindical para coordinar las acciones con los obreros de los astilleros. Por detrás del motín asomaba ya el fantasma de la revolución.

La Revolución

Los marineros siempre tuvieron un papel destacado en las revoluciones del siglo XX. Los amotinados del acorazado Potemkin, durante la Revolución de 1905, se convertirían en un icono revolucionario gracias al genio de Eisenstein, y 20.000 marineros de la base de Kronstandt, junto a Petrogrado, fueron unánimes en su apoyo a la revolución en 1917. Incluso el acontecimiento simbólico de la Revolución de Octubre, el asalto al Palacio de Invierno, la toma del poder por los bolcheviques, se inició con los cañonazos del crucero Aurora. Años más tarde y en España, el 18 de julio de 1936, mientras en el Ejército los soldados seguían a sus jefes al bando rebelde o al leal a la República, los telegrafistas de la Marina movilizaron a la marinería, que neutralizó a los oficiales –prácticamente todos antirrepublicanos– y se apoderó de casi todos los buques. En agosto los marineros rojos de Cartagena irían más lejos, asesinando y arrojando por la borda a 211 oficiales que tenían prisioneros desde hacía un mes.

Volvamos a Kiel, 1918. El cierre policial de la Casa Sindical no hizo más que trasladar la agitación a la calle, los mitines de masas y las marchas se apoderaron de Kiel, los manifestantes, a los que se había sumado la población civil, ya no pedían solo la libertad de los marineros presos, sino “Frieden und Brot” (paz y pan), los mismos lemas de la revolución bolchevique. El 3 de noviembre un teniente naval al frente de una patrulla ordenó disparar a los manifestantes, matando a varios, pero los marineros estaban armados y respondieron al fuego, alcanzando al teniente. Eran los primeros tiros de la Revolución de Noviembre.

Al día siguiente Kiel estaba en manos de 40.000 marineros en armas, y uno de ellos, Karl Artelt, futuro dirigente del Partido Comunista Alemán, organizó y presidió el primer soviet de marineros y trabajadores. Los soldados enviados desde Altona para reprimir la rebelión se unieron a ella, y la marea revolucionaria alcanzó Berlín, el Ruhr y Baviera.

No podemos hacer aquí la crónica completa de la Revolución alemana, pero en poco tiempo se sucedieron enormes acontecimientos. El 9 de noviembre el káiser abdicó y abandonó el país, mientras asumía la jefatura del Gobierno el socialista Friedrich Ebert, y se proclamaba la República. Dos días después Alemania firmó un armisticio en las duras condiciones que quisieron imponer los aliados.
La Gran Guerra había terminado sin que los oficiales de la Kaiserliche Marine pudieran reivindicar su honor, más bien todo lo contrario.

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