Wilson. La parálisis del presidente de EEUU
(Leído en un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 4
de octubre de 2011)
Washington, 2 de octubre de 1919 - Un ataque cerebral deja
incapacitado al presidente Wilson. Su esposa lo oculta a todo el mundo y ejerce
la presidencia.
El presidente de los Estados Unidos era ya el hombre
más poderoso del planeta, aunque la mayoría del planeta todavía no se hubiera
dado cuenta de ello. La entrada norteamericana en la Primera Guerra Mundial
había resuelto un conflicto atascado, un diabólico empate de fuerzas que
amenazaba con no terminar hasta que en Europa cayera el último hombre. Estados
Unidos había decidido quién debía ganar el combate con sus reservas al parecer
inagotables de carne de cañón –puso fácilmente en pie de guerra 4 millones
soldados- y sobre todo de potencia industrial y económica.
El presidente que había dado el paso histórico de
sacar a Norteamérica de su dorado aislacionismo, Woodrow Wilson, se había
convertido así en el árbitro del mundo, algo que en ningún momento habían
logrado ser ni el kaiser de Alemania, ni el zar de todas las Rusias, ni el
primer ministro del Imperio Británico, ni el presidente de la República
Francesa.
Pero en la mañana del 2 de octubre de 1919, cuando aún
le quedaba año y medio de mandato, el hombre más poderoso del mundo sufrió un
ataque cerebral que le dejó paralizado y ciego durante algún tiempo, inútil
para cualquier actividad, incapaz para ejercer su función durante muchos meses.
Sin embargo el mundo no se enteró. La esposa del
presidente ocultó eficazmente su situación y, durante meses, ejerció de hecho
la presidencia. Existe la leyenda de que en la Edad Media una mujer fue papa,
la Papisa Juana, pero no es leyenda que Edith Wilson fue el auténtico
presidente de los Estados Unidos entre 1919 y 1920.
Woodrow Wilson no era un político al uso. En realidad
se había consagrado a una carrera académica en la que llegó a lo más alto que
se puede llegar en Estados Unidos, rector de Princeton, una de las
universidades excelentes, y no entró en la política hasta los 55 años, cuando
fue elegido gobernador de New Jersey. Dos años después ganó la presidencia como
candidato del Partido Demócrata.
Wilson era una extraña mezcla de cristiano puritano y
demócrata radical, muy dotado para negociar con los adversarios pero incapaz de
transigir con lo que consideraba injusto o perverso. Desde la Casa Blanca
arremetió contra los poderes fácticos de su país y logró reducir sus
privilegios, pero se ganó grandes enemigos. Era un pacifista convencido, aunque
llevara a su país a una “guerra europea”, y más que vencer a toda costa al
enemigo le preocupaba ofrecerle unas condiciones generosas para que abandonase
las hostilidades. Antes que la guerra le interesaba la paz, y que el mundo
posterior a la conflagración fuese más justo. Todo ello lo formuló en sus
famosos Catorce puntos.
La gran decepción.
Alemania firmó el armisticio confiando en el plan de
Wilson, en el que también ponían sus esperanzas los pueblos que querían
desvincularse de los viejos imperios y formar naciones independientes. Pero en
los seis meses que estuvo en Europa (caso único en la presidencia de EEUU)
discutiendo el Tratado de Versalles, sus aliados, que tanto le debían, aparte
de grandes homenajes personales, ningunearon sus opiniones, considerándole un
quijote idealista. Machacaron a Alemania y solamente liquidaron los imperios de
los vencidos, no los propios.
Lo único que Wilson consiguió imponer de su proyecto
para un mundo mejor fue la Sociedad de Naciones, el antecedente de la ONU, el
instrumento que impediría futuras guerras. Sin embargo se llevó la gran
decepción de que el Congreso americano no ratificara lo que él había inventado
y firmado, y Estados Unidos no entró en la Sociedad de Naciones, lo que
garantizaría su fracaso. Así, Wilson se encontró con esa pesadilla que
atormenta con frecuencia a los presidentes estadounidenses, que la oposición
controle el poder legislativo. [...] los republicanos
eran mayoría en el Capitolio, y le hicieron pagar con sangre a Wilson su
progresismo.
Pero tras el endeble físico de Wilson había una
voluntad volcánica. Decidió recurrir directamente al pueblo americano para que
se pronunciase sobre la entrada en la Sociedad de Naciones “en un gran y
solemne referéndum”, y se lanzó a una campaña de propaganda extenuante. El 3 de
septiembre de 1919 salió de Washington en un tren especial que debía recorrer
el país parando en todas las ciudades, donde Wilson daba discursos desde la
plataforma trasera del convoy.
El presidente tenía antecedentes médicos bien
documentados de múltiples ataques cerebrales más o menos severos. Había sufrido
el primero en 1896 y le provocó una parálisis parcial del brazo derecho que le
impidió escribir normalmente durante un año. En 1906 otro ataque le dejó
durante algún tiempo ciego del ojo izquierdo. Ahora venía de seis meses de
extraordinario estrés en Europa, bregando con auténticas fieras políticas como
Clemenceau o Lloyd George, y no pudo resistir el agotamiento físico y mental de
la campaña ferroviaria. En Montana comenzó a sufrir serios ataques de asma y
terribles cefaleas. En Colorado se había quedado casi ciego. En Wichita su
médico diagnosticó que estaba al borde del “colapso total” y se decidió a
regresar a Washington el 26 de septiembre.
Antes de que pasara una semana, a las nueve menos diez
de la mañana del 2 de octubre, sufrió el ataque mientras estaba en el cuarto de
baño, cayendo al suelo y haciéndose una herida en la cara. Su esposa oyó el
ruido, acudió en su auxilio y logró arrastrarlo y meterlo en la cama. Luego
llamó a su médico, el doctor Grayton. Entre ambos montaron una auténtica
conjura política, una maniobra anticonstitucional.
Incapacidad total
Wilson tenía paralizado medio cuerpo, estaba casi
ciego y al borde de la muerte. Era un caso claro de incapacidad para gobernar y
debía haber asumido inmediatamente el poder el vicepresidente, pero Edith y el
médico impidieron que nadie lo viese y, por tanto, se supiese cuál era su
estado. “El presidente está enfermo en cama, pero mejora”, era la única
información que daban. Ni familiares, ni criados, ni los miembros del Gobierno
o del Gabinete presidencial fueron autorizados a entrar en el dormitorio donde
Wilson yacía sobre la famosa cama de Abraham Lincoln. Únicamente traspasaron
las puertas algunos otros médicos y enfermeras, que permanecían mudos por el
secreto profesional.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XX
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