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jueves, noviembre 21

Esclavistas, las amas también usaban la fusta

(Un texto de Manfred Dwordschak en el XLSemanal del 21 de abril de 2019)

La esclavitud no era solo cosa de hombres. Un libro revela que las mujeres también sacaron provecho de la esclavitud en el sur de los Estados Unidos. Con habilidad empresarial y sin escrúpulos.

Anna Burwell, de tres años, creció al amor de su nana, una esclava negra llamada Fanny. Pero un día la niña se enrabietó, no se sabe por qué, fue a buscar a su padre y le pidió que le cortara las orejas a Fanny y que le consiguiera otra esclava.

Ocurrió en 1847 en Carolina del Norte. El padre de Anna lo contó en una carta. En aquella época, hasta las niñas de tres años del sur sabían lo que había que hacer cuando los esclavos no se portaban como debían.

La investigadora Stephanie Jones-Rogers, de la Universidad de Berkeley, ha desenterrado historias similares de los archivos en su libro They were her property: white women as slave owners in the american south. Historias que reflejan el horror de la esclavitud en el siglo XIX, el modo en que formaba parte de la vida de las familias y, sí, también de la de los niños. Muchos padres, de hecho, regalaban esclavos a sus hijos. Un modo de asegurar el futuro de sus retoños, sobre todo el de las niñas.


Hasta ahora, el papel de la mujer blanca como dueña de esclavos aparecía siempre como marginal en la investigación histórica. Se consideraba que la explotación brutal era cosa de los hombres. A las mujeres de los dueños de esclavos se las veía más bien como aliadas naturales de los oprimidos. ¿Acaso no sufrían ellas también el patriarcado dominante en los estados del sur?¿No estaban ellas igualmente supeditadas a la voluntad de los hombres?

En su libro, Jones-Rogers desmiente esa imagen con multitud de ejemplos tras haber estudiado anuncios de prensa, actas de juicios y entrevistas realizadas a antiguos esclavos en las décadas posteriores a la guerra civil.

A la luz de sus conclusiones, la mistress, el ama blanca, se benefició de la economía esclavista en todos sus aspectos. Inserta en el sistema de dominio de los señores blancos, supo velar muy bien por sus propios intereses, con destreza, sentido de los negocios y, en parte, con idéntica brutalidad.


Ahí está, por ejemplo, el relato de una antigua esclava, a quien su dueña metió los pies en un cepo para, acto seguido, golpearla salvajemente. Durante la paliza, le rompió una pierna, y no por ello dejó de pegarle. El motivo del castigo: a la esclava se le había olvidado referirse a la hija de los amos como miss, ‘señorita’; la niña ni siquiera había cumplido un año.

En muchas familias blancas, los niños tenían el privilegio de poseer esclavos, en algunos casos, incluso los bebés. Este tipo de prácticas inoculaban en los pequeños la idea de una superioridad congénita. Y aprendían con sus propios esclavos lo que eso significaba. ser dueños absolutos de una persona, sin restricciones. Por lo general, era la familia la que se encargaba de formar a los retoños para que supieran cumplir con sus futuras tareas como amos y amas.

Era bastante habitual que las jóvenes recibieran un par de esclavos como ayuda para empezar su vida de adultas, ya fuese en calidad de dote o como parte de la herencia (a los chicos, por el contrario, se les solía dejar la propiedad de las tierras). Para los padres que querían asegurar el bienestar de sus hijas, el capital humano parecía ser la mejor inversión. Al casarse, las mujeres y todos sus bienes pertenecían al marido. Todos, excepto sus propios esclavos. Además, para las mujeres del siglo XIX, los esclavos eran una especie de seguro contra los vaivenes de la vida; una protección incluso contra maridos inútiles o adúlteros.

Si no ponía cuidado, una mujer podía verse en la ruina en poco tiempo. De acuerdo con la legislación de la época, ella y todas sus propiedades y bienes heredados pasaban a estar supeditados a su marido tras la boda. Con el matrimonio finalizaba su condición de sujeto de derecho. Los historiadores hablan de ‘muerte civil’.

El derecho de las mujeres a sus ‘bienes vivos’, sin embargo, sí que estaba protegido. Era frecuente que se firmara un acuerdo antes de la boda por el cual la futura esposa se reservaba la propiedad de los esclavos aportados al patrimonio de la pareja.

En caso de necesidad, podían hacer valer ante los tribunales sus títulos de propiedad. Y, tal y como demuestran las sentencias de la época, solían darles la razón.

Las mujeres utilizaban este margen de maniobra de diversas maneras. Algunas disfrutaban del lujo de vender un esclavo en cualquier momento si, por ejemplo, se les antojaba un vestido a la última moda. Otras adoptaban el papel de criadoras de material humano destinado a la venta.

Emily Haidee, una granjera de Luisiana, obligaba a sus esclavas a tener relaciones sexuales con hombres negros de su propiedad. Su negocio era la venta de los hijos nacidos de esas relaciones. Mistress Haidee llevaba a los niños al mercado; las niñas se las quedaba pensando en el futuro. Nada que extrañara a nadie en la sociedad de la época. Muchas mujeres como ella, de hecho, exhibían sus ‘rebaños’ de niños negros ante las visitas. «¿No creen que me está creciendo una bonita cosecha de negritos?», preguntó una vez una dueña de esclavos a sus invitados.

En conjunto, las mujeres no manejaban la explotación de los esclavos negros de una forma muy diferente a la de los hombres. Además, aquellas a las que les horrorizara la brutalidad de los mercados de esclavos tenían acceso a otras formas de comercio humano. Gracias a traficantes itinerantes, que se adentraban en el corazón del país ofreciendo su mercancía, una mujer podía hacer sus compras o vender tranquilamente en su propia casa.

«Veían la esclavitud como un sistema económico del que beneficiarse», escribe Jones-Rogers. Para ellas, los negros eran un capital del que podía sacarse provecho de multitud de maneras, desde el trabajo en las cocinas hasta la reproducción.

Incluso la leche materna se convirtió en una mercancía. Usar las esclavas como amas de cría era un negocio rentable. Miles de anuncios en prensa ilustran las dimensiones de aquel mercado. Amamantar a niños blancos se convirtió en una industria.

En aquellos tiempos, criar una progenie numerosa representaba un esfuerzo considerable. Las mujeres blancas de los estados del sur traían por lo general entre cinco y doce hijos al mundo. Y no era infrecuente que se presentaran problemas para amamantarlos a todos. Algunas madres se quedaban demasiado débiles tras el parto, otras sufrían heridas en los pechos o no producían suficiente leche.

Como consecuencia, una esclava que en esos momentos estuviese amamantando a su propio bebé se convertía en una mercancía muy codiciada. Y mejor aún era si ese pequeño ‘desaparecía’, ya que la mercancía -su madre- se revalorizaba. Era un «argumento de venta» más, como lo define la historiadora Jones-Rogers.

Casi nadie se preguntaba por qué tantas esclavas daban a luz a hijos sin parar ni qué pasaba luego con sus hijos. En los anuncios de prensa, no se mencionaban este tipo de cosas. De algunos bebés se encargaban otras esclavas que estuviesen dando el pecho en ese momento; a otros, sus dueños directamente los vendían. La cuestión es que la esclava negra dedicara toda su leche a los hijos de los amos blancos.

Algunos niños, incluso bebés, poseían esclavos. Aprendían así a ser dueños absolutos de una persona, sin restricciones. A las esclavas dedicadas a la cría se las llamaba ‘mammies’. Los niños crecían así bajo la idea de superioridad.

Con su libro, Jones-Rogers también ofrece una respuesta a un enigma: ¿cómo es posible que tantas mujeres se convirtieran voluntariamente en cómplices de un sistema machista que las despreciaba?

El racismo es la respuesta. El racismo hace que toda forma de dominio sea atractiva para los que se benefician de él. A las mujeres de los patriarcados sureños, carentes prácticamente de derechos, les proporcionaba el privilegio de formar parte de una «raza superior», además de una fuente de ingresos en el seno del sistema. Stephanie Jones-Rogers cree que el balance final no era tan negativo para las mujeres blancas. «La esclavitud -escribe- era su libertad».


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