Sobre la calavera de Lanuza
(Un texto de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 5
de agosto de 2018)
Los respetuosos homenajes al justicia Juan de Lanuza V en el
monumento que se le erigió en 1904 podrían acompañarse con una recordación más
minuciosa.
Los escritores de historia
fabrican los recuerdos de sus prójimos. Al leer a un historiador, a menudo se adquiere conocimientos sobre sí
mismo. No sucede igual al estudiar la tabla del siete, pues no hay en ella nada
personal. Es distinto aprender la historia del propio pueblo, del país donde se
vive o se ha nacido. O estudiar ciertos hechos de cultura que se tienen como
propios (así, la religión o la costumbre en la que se ha sido educado). Ese
aprendizaje se incrusta en el individuo y afecta a sus sentimientos y modo de
ver la vida. De ahí que muchos estados de todo signo se interesen por controlar
la enseñanza de esas materias que no son ideológica o sentimentalmente
indiferentes. Lo que uno cree saber sobre las ecuaciones de segundo grado, las
nubes de evolución, las diferencias entre ácidos y bases, el bosón de Higgs o
la curva de Lauffer apenas determinará su conducta sentimental hacia los otros.
En suma: que no tiene sentido
‘manipular’ el concepto de logaritmo, pero sí, y mucho, crear los ‘recuerdos’
históricos de cada cual.
El aragonesismo político
efervescente, que ahora
repunta -como era de esperar- al calor de la fiebre separatista, tiene como día
señero el 20 de diciembre, fecha en la
que, por orden de Felipe II (I en Aragón), las tropas castellanas, que iban a
la frontera con Francia, ocuparon sin resistencia Zaragoza. Tras ello, se decapitó al joven justicia Juan de Lanuza
y Urrea (Juan de Lanuza V), sin formarle siquiera proceso, a modo de
escarmiento político. Fue en 1591 y procede recordar que no sucedió de pronto
ni hubo un solo disparo de arcabuz.
Las tropas mandadas por Alonso de Vargas, bien
recibidas por las autoridades, llevaban ya más de un mes en Zaragoza.
Menos aún suele recordarse que los grupos de
zaragozanos más alterados, encolerizados por el abuso regio que ignoraba la ley
aragonesa -ya había hecho Felipe otro tanto en Teruel, pocos años atrás-,
lincharon en la calle al delegado regio, el 24 de mayo de 1591. El altivo
marqués de Almenara, acuchillado, murió a los pocos días. Fue un grave crimen
de sangre y el rey actuó brutalmente, porque se jugaba mucho.
Todo empezó por haber dado
Aragón la debida protección legal al tortuoso, y maltratado secretario regio
Antonio Pérez del Hierro, huido de las
prisiones de la Corte, testigo y autor, por cuenta de Felipe, de los que hoy se
llaman crímenes de estado. Aunque nacido en tierras de Guadalajara, era
aragonés por fuero.
El justicia entregó a Pérez
Lo que no se recuerda nunca, eruditos aparte, es que
fue el justicia mismo (no el que sería muerto, sino su padre), y asistido por
cinco lugartenientes (Chález, Torralba, Gazo, Clavería y Bautista Lanuza),
quien decidió que no era contrafuero dar la razón al rey. Fue Juan de Lanuza y
Espés quien entregó a Pérez. Recurrió a dos sutiles artificios. Uno: se entregó
el preso a la Inquisición, pero sin sacarlo de la cárcel del justicia. Dos: se
declaró ‘suspendido’ (no ‘anulado’) el derecho aragonés de manifestación que
amparaba a Pérez. Y todo ello se hizo «con total quietud y sosiego, sin
repugnancia, contradicción ni alteración alguna». Lógicamente, el tribunal del
justicia se desprestigió no poco (Jarque y Salas).
Muerto el aristocrático justicia (los Lanuza no eran
meros hidalgos), le sucedió su hijo, Juan de Lanuza V, que ejerció menos de
tres meses. Cuando el verdugo le quitó la vida, era «gallardo mozo de 27 años,
rubio, de muy buen aspecto, afable y cortesano».
Una calavera fuera de lugar
El siglo XIX fue, en España y en toda Europa, época de
resurrecciones patrióticas y nacionalistas. En 1841, el concejal de Zaragoza Esteban Lacasa se propuso hallar los
huesos del desventurado justicia y logró su objetivo. En el solar del
imponente convento de San Francisco (destruido durante los Sitios, donde hoy
está la Diputación de Zaragoza) tenían sus tumbas los Lanuza. Lacasa indagó
«precisamente en el punto en que, según datos históricos y noticias adquiridas,
debía existir» el enterramiento familiar. Se encontraron, en efecto, restos de
tejidos caros y, al poco, apareció un esqueleto que apenas admitía duda: «Los
huesos de los hombros estaban pegantes a la pared de la caja sin que estuviese
ni hubiese podido haber cabeza alguna. Y como a Don Juan de Lanuza le fuere
dividida por el verdugo, mandé, con el mayor cuidado, descubrir el resto,
encontrándose su cabeza sobre el pecho y que las canillas de las pantorrillas
estaban todavía dentro de unas medias de seda» estropeadas, pero que parecían
haber sido negras.
Se hicieron reconocimientos forenses que concluyeron
en la posibilidad de que el verdugo hubiera cercenado la cabeza por la segunda
vértebra cervical.
Los restos, piadosamente
celados en una sencilla urna, se exhiben hoy en la Real Capilla de Santa Isabel, en la plaza zaragozana que adecuadamente lleva el
nombre del Justicia. Pocos lo saben.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XIX
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