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jueves, noviembre 7

El ocaso de los profetas


(Un texto de Luis Algorri en la revista Tiempo del 25 de noviembre de 2016)

Desde lo más remoto de la Humanidad, la gente se ha empeñado en adivinar lo que sucederá en el futuro. Eso, como sabe cualquier persona con sentido común y que haya prestado cierta atención en clase durante el bachillerato, es imposible, pero tal evidencia no tiene la menor importancia porque el hombre es esclavo del temor a la muerte y, contra toda lógica, quiere creer lo que le cuentan los adivinos, los clérigos, los profetas y todo género de sinvergüenzas que se enriquecen con del miedo de los demás.

En la antigua Grecia, los mantis practicaban la mantiké o adivinación inspirada, y no es extraño comprobar que la palabra tiene la misma raíz que manía (locura). Usaban para sus engaños los métodos más delirantes: desde el vuelo de las aves hasta, entre otros muchos, el análisis del hígado de un animal que se acababa de degollar. Esto en ningún caso les permitía adivinar por dónde iba a llegar el enemigo, pero es evidente que aprendieron muchísimo sobre hígados: váyase lo uno por lo otro.

En la Anábasis cuenta Jenofonte que un soldado griego empezó a estornudar después de un discurso suyo; eso lo tomaron todos por una señal del cielo y se pusieron a adorar a sus dioses. No recuerdo bien el pasaje, pero ahí tuvieron los persas una ocasión impagable para pasar a todos aquellos mentecatos a cuchillo. Está claro que no lo hicieron: por eso podemos leer hoy la Anábasis.

El santuario de Apolo Pitio en Delfos, célebre por su oráculo, fue uno de los más prodigiosos negocios que vio la Antigüedad. La profetisa, que estaba drogada o lo fingía muy bien (recuerde el lector las dotes histriónicas de la inefable Amparo Cuevas, la “vidente” de El Escorial, que engatusó a miles de personas poniendo los ojos en blanco y deformando la voz como en las películas de exorcismos); la profetisa, digo, a veces se equivocaba y a veces no, pero insistamos: la gente quería creer, así que creía.

Los augures romanos llegaron a hacer de la patraña una de las bellas artes. Alguno hubo que descubrió la magia que encierran los signos de puntuación y sin duda se hizo rico. Llegaba, por ejemplo, el soldado que iba a partir a la guerra y quería saber si volvería. Y el adivino contestaba (en latín) algo parecido a esto: “Irás volverás no morirás en la batalla”. ¿Cómo interpretarlo? Pues una posibilidad era: Irás, volverás; no morirás en la batalla. Y la otra: ¿Irás, volverás? No: morirás en la batalla. Así que, volviese el tipo o no volviese, el adivino tenía razón.

Los tiempos fueron avanzando y, en el Derecho español, a los adivinos les estaba destinada la pena de muerte (a los adivinos no oficiales, quiero decir). A quienes les encubriesen se les desterraba de por vida. Pero lo mejor de todo era que a los clientes se les quitaba la mitad de sus bienes: algo parecido imponen ahora algunas legislaciones y normas municipales para los clientes de las putas. Más tarde, los legisladores consideraron quizá que la pena de muerte no era suficiente escarmiento, y decidieron que era más útil azotar a los adivinos en la plaza pública; y a las adivinas se las untaba de brea, se las emplumaba y se les colocaba en la cabeza un cucurucho muy característico.

Pero no hay buena obra que se quede sin su justo castigo, ni mal que no vuelva antes o después. Ahora estamos rodeados de adivinos. No me refiero a las desvergonzadas amas de casa ni a los golfos de siete suelas que echan las cartas en la tele, por la noche; ni a personajes sacados de la Corte de los Milagros, como Rappel o Aramís Fuster.

Me refiero a los profetas, augures, arúspices, nigromantes, videntes, hechiceros y taumaturgos que se empeñan en asegurarnos cuáles van a ser los resultados de las elecciones que están a punto de celebrarse. Ahora, para que la gente les siga creyendo, se disfrazan bajo los impolutos nombres de sociólogos electorales o demóscopos, que es palabra que impone mucho porque viene del griego. Ya no usan (que se sepa) de la oniromancia, la astrología, las líneas de la mano, las drogas sagradas ni del hígado de nadie para elaborar sus vaticinios. Ahora hacen algo muchísimo más arriesgado y poco fiable: sondeos de opinión. Esto es, preguntan a la gente lo que va a votar. Y se fían de lo que les dicen. Luego hacen unas cuentas y al final publican solemnemente el resultado de sus ensalmos […]

La verdad, yo prefería a aquellos augures romanos que, en sus vaticinios, contestaban con tal habilidad que acertaban ocurriese lo que ocurriese. Pero seguiremos creyendo en los profetas modernos. Porque seguimos queriendo creer.

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