Adiós a Zumalacárregui, el líder carlista
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 30 de junio
de 2017)
Cegama, Guipúzcoa, 24 de junio de 1835. Muere
Zumalacárregui, el general que creó el Ejército carlista y puso en
jaque al Gobierno liberal.
El pretendiente don Carlos, Carlos V para los
carlistas, tenía que sustituir a su general en jefe, muerto en combate, y no
tuvo mejor ocurrencia que nombrar generalísima de sus ejércitos a la Virgen de
los Dolores. Parece una estupidez, pero lo cierto es que no había ningún
militar carlista que pudiese cubrir el hueco que dejaba Tomás de
Zumalacárregui, verdadera alma de la insurgencia armada. Muerto aquel caudillo,
solo la intervención divina podía salvar la causa de don Carlos.
Algunos autores de la época opinan incluso que sin
Zumalacárregui no se habría producido la Primera Guerra Carlista, casi
aplastada en el huevo por una vigorosa acción represiva. “La guerra civil
sucumbía cuando apenas empezaba –escribe el enciclopedista Francisco de Paula
Mellado– pero de repente cobraron ánimos los carlistas, poco antes dispersos y
abatidos, con la adquisición de un solo hombre que ingresó en sus filas sin más
distinción que una boina y unas alpargatas. De esta manera se presentó
Zumalacárregui a los sublevados en el valle de Araquil (Navarra) el día 30 de
octubre de 1833”. Inmediatamente se puso al frente de los facciosos, se internó
en el monte y allí fue capaz de organizar una fuerza militar cada vez más
importante, que iría de éxito en éxito hasta el sitio de Bilbao.
La escuela militar de Tomás de Zumalacárregui había
sido la Guerra de Independencia. Nacido en un caserío guipuzcoano, penúltimo de
once hermanos, le dieron estudios de escribano, pero al estallar el Dos de Mayo
de 1808, con 19 años, se alistó de voluntario y participó en la defensa de
Zaragoza. Cayó prisionero, pero escapó y se echó al monte, que era el recurso
de los soldados españoles ante las repetidas victorias francesas, lo que daría
lugar a la famosa guerra de guerrillas que Napoleón llamó “la úlcera española”.
Tomás se unió a la partida de Gaspar de Jáuregui, el Pastor, guerrillero
guipuzcoano que llegó a ser comandante general de las Provincias Vascongadas, y
que nombraría a Tomás su secretario debido a sus estudios. Lo de secretario no
supone que se convirtiese en burócrata, al contrario, participó en numerosos
combates, mostró dotes de mando y fue ascendido oficial.
Militar y absolutista
Al terminar la Guerra de Independencia pasó al
Ejército regular con el grado de teniente, e inicio una carrera castrense en la
que llegaría a coronel, con mando de un regimiento. En los agitados años de
Fernando VII, con los feroces enfrentamientos entre liberales y absolutistas, Zumalacárregui
tomó franco partido por el absolutismo. Hacia el final del reinado, cuando
Fernando VII se acercó a los liberales y designó heredera a su hija, la
princesa Isabel, Zumalacárregui se adhirió a la causa del hermano del rey, don
Carlos, lo que precipitó su cese en el mando y su retiro. Pero tras la muerte
de Fernando VII estalló la rebelión carlista y el coronel Zumalacárregui, como
hemos visto, se puso “la boina y las alpargatas” de sus tiempos de partisano.
Su doble experiencia de militar regular y guerrillero
le llevó a organizar un auténtico ejército sobre la base de las partidas, pues
la rebelión carlista había atraído a sus banderas un elevado número de
oficiales, muchos de ellos de la nobleza, pero no hubo ninguna unidad militar
que, como tal, se adhiriese a la causa. Es una circunstancia sorprendente, pues
durante todo el siglo XIX y el primer tercio del XX, los pronunciamientos
militares protagonizados por una guarnición o cuerpo fueron una constante de la
política española.
Zumalacárregui ha sido bien tratado por la Historia,
sus adversarios reconocieron sus dotes de militar genial. El general De la
Sala, académico de la Historia, le califica de “improvisador de un ejército
admirable, gran maestro de la guerra de montaña, táctico insigne” y resalta su
“inteligencia, firmeza de carácter, lealtad a su príncipe, valor brillante y
probidad incorruptible”. Pero lo cierto es que llevó a cabo una campaña
despiadada y cruel, como corresponde a los horrores de una guerra civil. Ambos
bandos practicaron el fusilamiento de prisioneros de forma sistemática, y la
población civil fue sometida a bárbaros atropellos cuando se sospechaba que
favorecía a los contrarios. Lo único bueno que salió de aquella Primera Guerra
Carlista fue, al parecer, la tortilla de patatas, nexo de unión de todos los
españoles, sean lo que sean. La leyenda pretende que la inventó Zumalacárregui
durante el sitio de Bilbao, buscando un alimento barato y nutritivo para sus
soldados. Lo cierto es que su éxito militar tenía una de sus bases en el
sentido práctico con el que equipó, vistió y alimentó a sus tropas, y que la
tortilla de patatas, que ya existía, fue popularizada por las tropas en
campaña.
La brillante victoria de Zumalacárregui en Artaza, en
abril de 1835, dio a los carlistas el dominio de todo el Norte, excepto algunas
ciudades costeras. Don Carlos quería culminar la campaña con su entrada en
Bilbao, plaza económicamente importante y cuya ocupación tendría repercusión
internacional, aunque Zumalacárregui se oponía por carecer de medios. Se
impusieron las razones políticas sobre las militares, y el asedio de Bilbao se
inició el 13 de junio; enseguida comenzó el bombardeo por ambas partes, en el
que se mostró la superioridad de la artillería isabelina.
Zumalacárregui observaba la situación con su catalejo
desde un balcón de la casa de Quintana, junto a Begoña, y en cuanto le
distinguieron los sitiados “le saludaron con menudeo de tiros de fusil –relata
Mellado–. Una bala, dando en los hierros de la ventana, hirió al general de rechazo
en la parte superior del muslo”. La herida no era grave y Zumalacárregui ordenó
que le llevasen a Cegama, donde había un curandero muy nombrado, un tal
Petrillo. Fue seguramente la única estupidez que hizo el general en toda la
campaña, y la pagaría caro.
Sus hombres cargaron con el sofá donde yacía y le
llevaron a Cegama como quien lleva en procesión a un santo. Allí Petrillo le
extrajo la bala sin desinfectar la herida, y le provocó una infección que lo
mató en nueve días. Con él se iría la posibilidad de una victoria militar
carlista.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XIX
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