Sobre la campana de Huesca
(Un texto de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 26 de
agosto de 2018)
La feroz e implacable manera en que el rey Ramiro el Monje acabó
con sus opositores es la adaptación de una leyenda milenaria que arraigó
finalmente en Aragón.
Hacia 1135, el rey Ramiro II, obispo de Roda-Barbastro coronado
por un inesperado deber de estado, tomó medidas que se conocen mal y que
generaron
la cruenta tradición de la Campana de Huesca. Antonio Ubieto
comprobó que, por esas fechas, desaparecían ciertos nobles de la documentación,
sin dejar rastro y que hubo un romance relatando la matanza. Los rebeldes al
rey fueron decapitados en pocas horas y sus cabezas quedaron dispuestas en
círculo, figurando en el centro, a modo de macabro badajo, la del noble
principal. Con esas muertes interpretaba la críptica respuesta –nada pía– a la
consulta que había hecho al abad francés Frotardo, su antiguo mentor en el
cenobio de Thomières. El correo del rey volvió, extrañado, diciendo cómo el
clérigo se encaminó al huerto conventual y, sin abrir la boca, se puso a cortar
las coles más lustrosas.
De la fábula
nacieron obras de Lope de Vega (estudiada esta por Francisca
Soria), de Antonio García Gutiérrez (cuyo ‘trovador’ inspiró a Verdi), de
Antonio Cánovas del Castillo (una novela) y de José Casado del Alisal. Casado,
admirador y retratista de Cánovas, pintó un imponente y efectista cuadro, que
se ve en el Ayuntamiento de Huesca, cedido por el Museo del Prado. Así, un
madrileño, un chiclanero, un malagueño y un palentino prueban que la Campana se hizo tema español, y muy
difundido.
Tradición milenaria
Esta criatura
literaria es, en realidad, asiática; y remotísima. Su núcleo es
que un sabio consejero insinúa, mediante la eliminación de las plantas más
descollantes, la eliminación de los cabecillas disidentes. En Occidente, el
cuento lo narra por primera vez Heródoto, ‘el padre de la historia’, en el
siglo V a. de C.: Trasíbulo, gobernante de Mileto (ciudad griega de Asia),
alecciona así a Periandro de Corinto (ciudad griega de Europa). Fue hace casi
dos mil setecientos años. Durán Gudiol decía que, en realidad, esto era eco de
un cuento mucho más antiguo, de origen sánscrito, es decir, indio, y que del Indostán
habría llegado a la Hélade.
También narró la anécdota el sabio entre los sabios, Aristóteles, en su
famoso tratado sobre la política, si bien invirtió los papeles de Trasíbulo y
Periandro.
En tiempos de Julio César retomó el cuento un griego romanizado, Dionisio
de Halicarnaso. Lo aplicó al rey etrusco de Roma, Tarquinio el Soberbio y a su
hijo: la Urbe, ya grande y poderosa, se adueñaba de las prestigiosas
tradiciones de los helenos, como haría luego Aragón. Esta misma versión aparece
también, poco después, en Tito Livio, el más venerado historiador romano.
Lo siguió Frontino, un técnico en hidráulica, autor de un curioso libro
sobre añagazas; y Diógenes Laercio, que en el siglo III aún reiteró el relato,
ya milenario. Más autores harían otro tanto, pero, por desdicha, se han
perdido. Apuremos de cerca las pistas aragonesas, que parecen monacales.
El modelo probable
Valerio Máximo, del siglo I, leidísimo en el Medievo, fue probablemente el
modelo seguido en Aragón. Alguien lo tradujo antiguamente así: «Sexto, hijo del
rey Tarquinio, enojado porque los de Gabies [ciudad cercana a Roma] no podían
ser vencidos con la fuerza, pensó una razón más fuerte que las armas, con la
qual, ganando aquel lugar, lo añadiesse al dominio romano (…) Y atrayendo hacia
sí con halagos fingidos la voluntad de cada uno, envió un criado suyo a su
padre que le dixese que ya tenía todas las cosas en su mano, y que le
preguntase qué quería se hiziese ahora. La astucia del viejo correspondió con
la sagazidad del mancebo, porque, alegre Tarquinio con el negocio, que deseava
mucho, pero no fiando del mensajero, no le respondió palabra alguna, sino,
apartándole en un huerto, derribó con un bordón las cabeças más grandes y altas
de las adormideras. Haviendo sabido el hijo que el padre calló y lo que havía
hecho, supo muy bien cómo le mandava que o desterrase o matase a todos los
principales de los de Gabies. Y así entregó a su padre casi de manos atadas la
ciudad, despojada de sus buenos defensores».
Durante siglos, en España, circuló la versión
aragonesa. El historiador castellano Gonzalo Fernández de Oviedo, cuando reproduce,
en el siglo XVI, la feroz acción del rey Ramiro, señala agudamente: «Yo creo
bien que había visto a Tito Livio». La fábula, viva durante muchas
generaciones, ha sido estudiada por investigadores como Rosa Lida, Antonio
Alvar o Alberto Montaner.
Si el cruel consejo del que nació la Campana tiene algo de cierto, implica
que se leía a los clásicos en Saint
Pons de Thomières, el convento cluniacense occitano donde se había
educado Ramiro desde 1093, por deseo de su padre, el rey Sancho Ramírez.
Etiquetas: Cuentos y leyendas, Pequeñas historias de la Historia, s. XII
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