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jueves, noviembre 14

Sobre la campana de Huesca


(Un texto de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 26 de agosto de 2018)

La feroz e implacable manera en que el rey Ramiro el Monje acabó con sus opositores es la adaptación de una leyenda milenaria que arraigó finalmente en Aragón.

Hacia 1135, el rey Ramiro II, obispo de Roda-Barbastro coronado por un inesperado deber de estado, tomó medidas que se conocen mal y que generaron la cruenta tradición de la Campana de Huesca. Antonio Ubieto comprobó que, por esas fechas, desaparecían ciertos nobles de la documentación, sin dejar rastro y que hubo un romance relatando la matanza. Los rebeldes al rey fueron decapitados en pocas horas y sus cabezas quedaron dispuestas en círculo, figurando en el centro, a modo de macabro badajo, la del noble principal. Con esas muertes interpretaba la críptica respuesta –nada pía– a la consulta que había hecho al abad francés Frotardo, su antiguo mentor en el cenobio de Thomières. El correo del rey volvió, extrañado, diciendo cómo el clérigo se encaminó al huerto conventual y, sin abrir la boca, se puso a cortar las coles más lustrosas.

De la fábula nacieron obras de Lope de Vega (estudiada esta por Francisca Soria), de Antonio García Gutiérrez (cuyo ‘trovador’ inspiró a Verdi), de Antonio Cánovas del Castillo (una novela) y de José Casado del Alisal. Casado, admirador y retratista de Cánovas, pintó un imponente y efectista cuadro, que se ve en el Ayuntamiento de Huesca, cedido por el Museo del Prado. Así, un madrileño, un chiclanero, un malagueño y un palentino prueban que la Campana se hizo tema español, y muy difundido.

Tradición milenaria

Esta criatura literaria es, en realidad, asiática; y remotísima. Su núcleo es que un sabio consejero insinúa, mediante la eliminación de las plantas más descollantes, la eliminación de los cabecillas disidentes. En Occidente, el cuento lo narra por primera vez Heródoto, ‘el padre de la historia’, en el siglo V a. de C.: Trasíbulo, gobernante de Mileto (ciudad griega de Asia), alecciona así a Periandro de Corinto (ciudad griega de Europa). Fue hace casi dos mil setecientos años. Durán Gudiol decía que, en realidad, esto era eco de un cuento mucho más antiguo, de origen sánscrito, es decir, indio, y que del Indostán habría llegado a la Hélade.
También narró la anécdota el sabio entre los sabios, Aristóteles, en su famoso tratado sobre la política, si bien invirtió los papeles de Trasíbulo y Periandro.

En tiempos de Julio César retomó el cuento un griego romanizado, Dionisio de Halicarnaso. Lo aplicó al rey etrusco de Roma, Tarquinio el Soberbio y a su hijo: la Urbe, ya grande y poderosa, se adueñaba de las prestigiosas tradiciones de los helenos, como haría luego Aragón. Esta misma versión aparece también, poco después, en Tito Livio, el más venerado historiador romano.

Lo siguió Frontino, un técnico en hidráulica, autor de un curioso libro sobre añagazas; y Diógenes Laercio, que en el siglo III aún reiteró el relato, ya milenario. Más autores harían otro tanto, pero, por desdicha, se han perdido. Apuremos de cerca las pistas aragonesas, que parecen monacales.

El modelo probable

Valerio Máximo, del siglo I, leidísimo en el Medievo, fue probablemente el modelo seguido en Aragón. Alguien lo tradujo antiguamente así: «Sexto, hijo del rey Tarquinio, enojado porque los de Gabies [ciudad cercana a Roma] no podían ser vencidos con la fuerza, pensó una razón más fuerte que las armas, con la qual, ganando aquel lugar, lo añadiesse al dominio romano (…) Y atrayendo hacia sí con halagos fingidos la voluntad de cada uno, envió un criado suyo a su padre que le dixese que ya tenía todas las cosas en su mano, y que le preguntase qué quería se hiziese ahora. La astucia del viejo correspondió con la sagazidad del mancebo, porque, alegre Tarquinio con el negocio, que deseava mucho, pero no fiando del mensajero, no le respondió palabra alguna, sino, apartándole en un huerto, derribó con un bordón las cabeças más grandes y altas de las adormideras. Haviendo sabido el hijo que el padre calló y lo que havía hecho, supo muy bien cómo le mandava que o desterrase o matase a todos los principales de los de Gabies. Y así entregó a su padre casi de manos atadas la ciudad, despojada de sus buenos defensores».

Durante siglos, en España, circuló la versión aragonesa. El historiador castellano Gonzalo Fernández de Oviedo, cuando reproduce, en el siglo XVI, la feroz acción del rey Ramiro, señala agudamente: «Yo creo bien que había visto a Tito Livio». La fábula, viva durante muchas generaciones, ha sido estudiada por investigadores como Rosa Lida, Antonio Alvar o Alberto Montaner.
Si el cruel consejo del que nació la Campana tiene algo de cierto, implica que se leía a los clásicos en Saint Pons de Thomières, el convento cluniacense occitano donde se había educado Ramiro desde 1093, por deseo de su padre, el rey Sancho Ramírez.

De esa misma estirpe benedictina fueron los monjes de San Juan de la Peña, en quienes tanto se apoyaron los primeros reyes de Aragón. Es que sabían latín.

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