Los nuevos exploradores en la era de Google
(Un texto de Carlos Manuel Sánchez en el XLSemanal del 4 de agosto de 2019)
En Nueva York existe un selecto club de exploradores del que han sido miembros personajes míticos como Amundsen. Más de cien años después de su fundación, la asociación sigue premiando el afán de aventura. Estos tres jóvenes -Sophie Hollinsworth, Ian Mangiardi y Trevor Wallace- son los últimos galardonados. El espíritu de los descubridores sigue vivo.
No es lo mismo hacer turismo que viajar. Y no es lo mismo viajar que explorar.
Es otro nivel. ¿Qué nivel? El nivel de Michael Rockefeller. Neoyorquino, cuarta generación de la mítica dinastía petrolera, graduado en Harvard e interesado en la etnografía que dejó una frase para la historia: «Creo que podré lograrlo».
La dijo en 1961 durante una expedición a Papúa Nueva Guinea. Su canoa había volcado y nadaba hacia la orilla de una remota isla cuando le gritó a su acompañante que no se preocupase por él: «¡Creo que podré lograrlo!». Pero su rastro se perdió y su cuerpo nunca fue encontrado. Tenía 21 años.
Unos días antes de su desaparición, el joven Rockefeller había enviado por correo una colección de artefactos recopilada durante su viaje a la dirección del muy selecto Explorers Club, en Nueva York, donde hoy forman parte de una extraordinaria colección de objetos procedentes de cientos de expediciones. En ella hay souvenirs tan exóticos como el pene de una ballena o el colmillo de un mamut. En sus nobles salones, los socios más veteranos todavía especulan sobre el destino del infortunado aventurero. ¿Lo devoró algún animal o acabó en los estómagos de los caníbales que habitan aquella isla? Nunca se supo. Ese es el nivel. Y ese es el espíritu. La exploración como empresa científica y como hazaña de la que no siempre se vuelve para contarla. Por muy elitista que sea la andanza, el explorador empeña su prestigio y compromete su vida.
Así es el Explorers Club, institución solo para iniciados fundada en 1904, cuando el mapamundi todavía tenía espacios en blanco y el aventurero de manual llevaba salacot. Una hermandad de trotamundos a la que solo se puede pertenecer por recomendación de un socio.
Por aquella época, si el candidato no había llegado el primero a alguna parte ni se molestaban en considerar su ingreso. Había que adentrarse en terra incognita y regresar con un botín científico. Hoy es otra historia. En la era de Google Maps, el mundo ya no es el que era. Y los exploradores tampoco.
Salvo por la curiosidad, hoy más intelectual que geográfica, la nueva generación tiene poco que ver con la de los socios fundadores: un corresponsal de guerra, dos expedicionarios a los polos, un arqueólogo, un profesor de Física, un antropólogo y el conservador del Museo Americano de Historia Natural. Caballeros con el propósito de hacer realidad las ficciones de Julio Verne. Gente de otra pasta, como el danés Peter Freuchen (1886-1957), que escapó de una cueva de hielo usando excrementos congelados a modo de martillo y se hizo un abrigo con la piel de un oso polar que mató él mismo. Era otra época. Bárbara y romántica.
«Nuestro desafío es seguir siendo relevantes -dice Richard Wiese, su presidente, hijo del primer aviador que cruzó el Pacífico en solitario-. Tenemos un pasado ilustre, pero nuestros miembros piensan en el futuro, en el cambio climático y en la preservación animal y humana».
Los socios más jóvenes tienen otra manera de interactuar con el mundo. Alex Borowicz, por ejemplo, utiliza imágenes de satélite de alta resolución e inteligencia artificial para localizar y seguir a las ballenas. «Antes, la gente se montaba en un barco y las miraba con prismáticos. Yo lo hago desde mi sillón», afirma.
El choque generacional flota en la sede del club, en Manhattan, un edificio de seis pisos de arquitectura entre Tudor y jacobina, que alberga una biblioteca con 13.000 volúmenes, un archivo, mapas y está decorado con elementos que hoy bien podrían considerarse expolio: la barandilla de un claustro francés, el techo de un monasterio italiano, ventanas de un castillo inglés, mamparas de un buque de guerra decimonónico…
Además de cabezas disecadas de guepardos y leones, la piel de una tigresa, colmillos de elefante o un oso disecado. «El concepto de cazador victoriano no tiene nada que ver con los miembros más jóvenes», dice Joshua Powell, un aventurero británico, subrayando un cambio de mentalidad.
«Para los más veteranos, ser los primeros en llegar a algún lugar significaba mucho, pero es que entonces tenías la oportunidad de ser el primero. Ya no. Nosotros debemos considerar la exploración de otro modo, con nuevas herramientas para mirar con más detalle entornos ya descubiertos», explica el documentalista Aleksander Rikhterman.
No se trata de renunciar a la tradición de ‘primeros’ ilustres que dan prestigio a la institución. Gente como Charles Lindbergh, primer aviador transatlántico en solitario; Amundsen, Scott y Shackleton, pioneros de la exploración polar; el astronauta Neil Armstrong; o el alpinista Edmund Hillary y el sherpa Tenzing Norgay, primera cumbre en el Everest…, cuando era impensable hacer cola.
Hoy, sin embargo, no se valora tanto la proeza competitiva como el rédito científico. Por eso, el productor de televisión Ian Mangiardi ha recibido el premio del club al Explorador del Año. Mangiardi dirigió a un equipo de paleontólogos en Mongolia en busca de fósiles de dinosaurio en el desierto de Gobi. Utilizaron drones y escáneres de imagen multiespectral, capaces de peinar tanto el rango de la luz visible como el de la invisible, y encontraron cientos de restos. La tecnología al servicio de los exploradores.
Por eso, entre sus socios ya figuran Jeff Bezos y Elon Musk, dueños de Amazon y Tesla, respectivamente, admitidos por su empeño en la aventura espacial. También James Cameron, director de Titanic, que bajó a la fosa de las Marianas; y la primatóloga Jane Goodall.
El club solo para caballeros dejó de serlo en los ochenta -aunque hubiera excepciones notables, como la de la aviadora Amelia Earhart- y cuenta entre sus socias con la arqueóloga Joan Breton, que busca en Chipre restos de un templo construido por Cleopatra, o la submarinista Jennifer Arnold, empeñada en encontrar un diente de megalodón, un escualo gigantesco extinguido hace tres millones de años.
Llevar la bandera del club es un orgullo. A lo largo de su historia se han otorgado 1518. La próxima será para el buque escuela Juan Sebastián Elcano, en la cena anual del año próximo, en la que se homenajeará a la monarquía y a la Armada española, en el marco del 500.º aniversario de la primera circunnavegación del mundo por Magallanes.
Dicho evento, por cierto -aviso a guardiamarinas- es famoso por las excentricidades culinarias: albóndigas de iguana, tarántulas fritas, medusas al vapor, pitón en su jugo… El menú de 1951, por ejemplo, incluyó carne de mamut, extinguido hace 4000 años. Se trató, en realidad, de una licencia del chef, aunque la broma no se descubriera hasta varios años después. Un análisis forense de los restos del banquete, conservados en formol, reveló que la carne en cuestión era de tortuga.
Etiquetas: Cosas que hay que saber
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