De muy frío a muy caliente
(La columna de Arturo Pérez Reverte en el XLSemanal del 7 de julio de 2019)
La semana pasada, al contarles cómo y por qué entran ciertas palabras en el diccionario de la Real Academia Española, me dejé algunas cosas en el tintero, o en el teclado del ordenador. Folio y medio no da mucho de sí, de modo que he pensado rematar hoy la faena. La cosa venía, como quizá recuerden ustedes, de que a menudo una palabra incorrecta y a veces incluso opuesta a su sentido real, acaba haciendo fortuna, pasa al habla común y termina incorporada al diccionario, pues todo el mundo la utiliza y el diccionario está, precisamente, para comprender el significado que damos a las palabras, sean éstas y aquél los que sean.
Un buen ejemplo de lo que digo es la palabra álgido. Proviene del latín algidus, que significa frío o muy frío.
Con ese significado aparece en el diccionario Petit Robert francés, que
es el mejor de aquella lengua, y en el Zingarelli italiano, que es el
mejor de esa otra. Y cold, frío, es la única traducción
que le da el Oxford Latin Dictionary apoyándose en Catulo, Catón y
Horacio, entre otros autores clásicos que utilizaron esa palabra. Nada
hay de caliente en ella, por tanto, excepto cuando se utiliza en España,
donde hace mucho que el calor ha sustituido al frío. Es el único lugar
donde esto ocurre, desde que a algún analfabeto con voz pública se le
ocurrió echarlo a rodar con sentido incorrecto a mediados del pasado
siglo. La transformación se oficializó en 1984, año en que la vigésima
edición del diccionario de la RAE no tuvo más remedio que añadir a muy frío una segunda acepción (momento o período crítico o culminante de algunos procesos orgánicos, físicos, políticos, sociales, etc.) que terminó desplazando la original a un segundo lugar en posteriores ediciones. Y que todavía no ha incorporado la de muy caliente pero
está a punto de hacerlo, debido a que en la actualidad todo el mundo
cree que álgido significa eso y lo utiliza en tal sentido: punto álgido,
punto máximo de calentura.
Les
calzo toda esta murga lingüística para que se hagan idea de lo
complejas que son las palabras y su evolución, y de cómo ciertos errores
o usos incorrectos, a fuerza de ser usados por masas de hablantes poco
cultos, acaban imponiéndose incluso en sentido opuesto al que tienen.
Otra cosa son los bulos que algunos indocumentados hacen correr sobre
palabras supuestamente incorrectas incluidas en el diccionario como almóndiga, toballa y
demás, ignorando que no se trata de vulgarismos modernos que la RAE
admite, sino de palabras antiguas que figuran en textos clásicos y a las
que, precisamente para marcar su antigüedad, se les pone la marca desus, que significa desusado. Lo mismo ocurre con términos ajenos al habla cisatlántica –amigovio, bluyín–
pero frecuentes en la América hispana, que a un hablante de aquí le
suenan raros pero allí son habituales, y por tanto deben figurar en un
diccionario panhispánico dirigido a 570 millones de personas de las que
sólo una pequeña parte vivimos a este lado del Atlántico.
Dirán
algunos de ustedes, y es natural, que tanto la Academia Española como
sus hermanas de América deberían salir al paso de los errores,
señalándolos para evitar que se extiendan. Y a mi juicio tienen razón,
pero el asunto es delicado. En la RAE llevamos mucho tiempo discutiendo
sobre eso, pues hay dos posturas enfrentadas. Una es la de quienes
creemos –casi todos, escritores y gente con actividad pública– que la
Academia debe señalar errores y fijar normas de uso, del mismo modo que
lo hace en su Gramática y su Ortografía. Algunos de nosotros llevamos
diez o quince años pidiendo, sin conseguirlo, que la RAE tenga una
política eficaz de comunicación activa, incluido un acto público anual
para hacer balance del estado de la lengua española y llamar la atención
sobre incidencias de esa clase. Otros, sin embargo –y en esta postura
se atrincheran varios académicos filólogos–, opinan que la lengua debe
dejarse en completa libertad, y que la RAE sólo debe registrar los usos
sin advertir de nada a nadie. Que la vida siga su curso, y nosotros, a
mirar. Esa tensión entre dos posturas, la activa y la pasiva ante los
errores y transformaciones de las palabras que usamos, sobre los límites
o señales de peligro que deben o no ponerse junto a ellas, da lugar a
interesantes y a veces ásperas discusiones académicas, y sigue sin
resolverse. Sin embargo, no debería ser sólo asunto nuestro. También
ustedes, usuarios de esa formidable herramienta común que es la lengua
española, deberían interesarse más. Y cuidarla. La RAE es una
institución importante y necesaria, pero el habla pertenece a todos.
Nada de cuanto en ella ocurra nos es ajeno. Al fin y al cabo, las
palabras que usamos son las que conforman nuestra vida. Las que definen
el mundo.
Etiquetas: Ayudando a Supereñe (y a sus amigos guiris)
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