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miércoles, mayo 13

Sueca, modernismo y arroz

(Un texto de Jacobo de Arce leído en la revista de Renfe de enero del 2020)

Encerrada entre el parque natural de La Albufera y la cuenca del Júcar, esta pequeña ciudad valenciana, casi costera, es una joya discreta con un importante patrimonio cultural y gastronómico.


En los cuarenta minutos de viaje que transcurren entre la Estación del Norte de Valencia, el tren circula en paralelo al lago del paque natural de La Albutera y a los campos de cultivo que conforman sus humedales. Ese escenario, imponente desde la ventanilla, lo ha sido también de dos series de éxito: Cañas y barro, basada en la novela de Blasco Ibáñez, que retrató sus tierras y a sus gentes "antiguas" en la tele de los 70, y El embarcadero, que ha vuelto a hacerlo este año. Un entorno acuoso, teñido de verdes, que termina cuando aparecen los acres y blancos de Sueca, una ciudad de 27.000 habitantes y origen árabe, capital de la Ribera Baixa valenciana.

De aquel pasado remoto quedan pocos vestigios. Pero, esta localidad sigue viviendo, arquitectónicamente, en un apacible pasado. El modernismo pasó por aquí a principios del siglo XX y se quedó. Solo hay que poner un pie en el andén para darse de bruces con él. Sus trazos están presentes en las columnas y esculturas que adornan el Paseo de la Estación y en la fachada de las Escoles Carrasquer, que emerge detrás del arbolado. Al otro lado de las vías, aparece su mejor expresión: El Asilo de los Ancianos Desamparados es un enorme conjunto de edificios de estilo neomudéjar modernista valenciano obra de Buenaventura Ferrando, uno de los cuatro grandes arquitectos locales -con Joan Guardiola, Emilio Mal y Julián Ferrando- que definieron aquel esplendor suecano.  

PAELLA DE INVIERNO Y PATO DE CAZA  

Venir a Sueca en busca de arroz es un plan natural. También de modernismo. Las dos cosas las funde una antigua vivienda del centro que el chef Daniel Grau y sus socios han convertido en el restaurante El Rebost. Aquí, este cereal es casi religión. "Sólo usamos el que produce uno de mis socios en sus propios campos", cuenta Grau. Estos días triunfa la paella de invierno, que preparan con rebollones, alcachofas y el pato que se caza en la Albufera. De hecho, Grau recomienda a los forasteros que quieran conocer bien la comarca acercarse a esta tradición, la cata de aves acuáticas. El mejor momento es a finales de enero, cuando la temporada llega a su fin y los cazadores abren a amigos y visitantes las casetas donde guardan las aves y cocinan para ellos.

El Rebost es un buen punto de partida en un recorrido que pasa por el Mercado Municipal, parada obligada para quienes quieran volverse a casa con productos locales, y el Musco del Chocolate, una especie de neocastillo kitsch, perfecto para el bajón de azúcar. Después se puede hacer la digestión con otro tipo de cultura. A solo veinte -literales- está la casa-museo del escritor Joan Fuster. El padre del valencianismo moderno hizo de su hogar, otro edificio modernista firmado por Ferrando, un lugar de reunión de intelectuales y artistas que ha dejado como legado una colección de arte con obras de amigos ilustres como Tapiés, Miró, Genovés o Equipo Crónica.  

PLAYAS Y CAMPOS DE SIEMPRE A LAS AFUERAS

En el corazón de la ciudad, coronado por las cúpulas azules de la parroquia de San Pedro Apóstol, hay que asomarse a los edificios modernistas del Ayuntamiento y del Ateneo Sueco del Socorro, este último un verdadero delirio con suelos de mosaico, maderas policromadas y murales de pescadores que diseñó Joan Guardiola en 1927. Este sofocón visual se contagia a las calles en marzo y septiembre, los meses clave del calendario local. En el primero transcurren sus Fallas, y en el segundo se solapan las fiestas de la Virgen de Sales, las del arroz —con su famoso concurso internacional de paellas— y la Muestra Internacional de Mimo (MIM), uno de los festivales de teatro gestual más notables de España.

Pero en Sueca hay que ampliar horizontes lejos de su patrimonio. Por ejemplo, cogiendo un autobús a las playas del propio término municipal, como Mareny Blau o Bega de Mar, que en invierno, cuando los campos se inundan para preparar la siembra, quedan convertidas en una lengua de tierra con agua a los dos lados. Para hacer una inmersión en la propia Albufera, lo mejor es acercarse en coche hasta la Finca Estell, donde los propietarios de Arroz Tartana enseñan al visitante cómo producen este cereal según los métodos tradicionales y ofrecen paseos en barca por el humedal. A la vuelta, la Muntanyeta dels Sants, una formación rocosa de 27 metros de altura en medio de la planicie, será el punto perfecto para ver atardecer sobre los campos de arroz. Una postal que cambia con las estaciones, pero que siempre es un cierre de película, o volviendo al principio, de serie.
 


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