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miércoles, junio 23

1969, agosto de muerte - Charles Manson

(Un reportaje de Antonio Lozano en el suplemento dominical del Periódico de Aragón del 4 de agosto de 2019)

[En 2019 se cumplió] medio siglo de los salvajes asesinatos de la actriz Sharon Tate y otras cuatro personas en Los Ángeles, a manos de los acólitos de Charles Manson. El caso que conmocionó al mundo sigue plagado de interrogantes e inspirando al mundo del espectáculo. Nuevas películas y libros revisitan los crímenes del 10050 de Cielo Drive.

En los obituarios por la actriz y cantante Doris Day, el pasado mayo, se obvió que hubiera podido tener un papel clave en los asesinatos múltiples que más han conmocionado a la sociedad estadounidense, en la cima del listado de horrores nacionales con el magnicidio de John Fitzgerald Kennedy y los atentados a las Torres Gemelas. La estrella de Hollywood poseía un sello discográfico, Day Labels, que dirigía su hijo, Terry Melcher. Este había prometido un contrato a un amigo, Charles Manson, expresidiario que soñaba con abrirse camino en el mundo de la música. Tras escuchar una maqueta, Doris Day le habría espetado en la cara a Manson que estaba majara si esperaba que fuera a producirle un disco. El problema es que su interlocutor, en efecto, estaba loco y, al cabo de un tiempo, envió a un grupo de acólitos a vengarse de la humillación a la antigua residencia de Melcher, con la idea de meterle miedo en el cuerpo: el 10050 de Cielo Drive en Los Ángeles.

Esta es una de la infinidad de teorías, rumores, historias asombrosas o fabulaciones delirantes que circundan las muertes violentas que clausuraron de forma atroz los años 60, la década del amor libre, la utopía, las flores, el pacifismo y la espiritualidad. Cincuenta años después el misterio persiste y reediciones de libros, nuevas investigaciones y hasta la nueva película de Quentin Tarantino regresan a ese día.

El 8 de agosto de 1969 hacía tres semanas que EE.UU. había llegado a la Luna y en apenas unos días la localidad de Bethel acogería el legendario concierto de Woodstock cuando, en un rancho, tres hombres y una mujer –sin antecedentes criminales, miembros de una comuna hippie que se hacía llamar la Familia y abrazaba el ecologismo y el cristianismo apocalíptico– se vistieron de negro de los pies a la cabeza, se subieron a un tronado Ford Falcon del 59 de color amarillo y, al grito de “A por esos jodidos cerdos”, pusieron rumbo a Beverly Hills.

Poco después de medianoche y tras 40 minutos de trayecto, llegaron al domicilio de la actriz Sharon Tate y su marido, el cineasta Roman Polanski –en aquel momento en Londres– cortaron los cables del teléfono, saltaron un terraplén y, con cuchillos y un revólver, se dispusieron a segar salvajemente la vida de los cinco individuos que se hallaban en la propiedad. A Tate, embarazada de ocho meses, le asestaron 16 puñaladas y empaparon una toalla con su sangre para escribir la palabra pig (cerdo) en la puerta principal.

Lo que siguió después fue una mezcla de consternación, confusión, desinformación y despropósitos cuyos ecos han seguido reverberando hasta hoy. Las escenas de los diversos crímenes se vieron fatalmente contaminadas por el trasiego constante de investigadores, técnicos, científicos y testigos. La prensa, conectada a la frecuencia de radio de la policía, no tardó en personarse en el lugar, creyendo que se había provocado un trágico incendio a resultas de la sequedad y el calor del verano angelino. Circularon rumores de que los asesinatos estaban vinculados a orgías y ritos satánicos, se habló de mutilaciones sexuales y de la presencia de una capucha del Ku Klux Klan.

El pánico y la paranoia se expandió entre la población de la ciudad, especialmente entre su comunidad cinematográfica: eran tantas las celebridades amigas del matrimonio Polanski que se sigue especulando con rencillas surgidas en el ámbito del celuloide para explicar la carnicería. Como explicó Vincent Bugliosi, el fiscal que se encargaría del caso, en su libro Helter Skelter –el true crime más vendido de todos los tiempos, reeditado en España por el sello Contra–: “En dos días una tienda de artículos de caza de Beverly Hills vendió 200 armas de fuego; antes de los asesinatos, la media era de tres o cuatro al día. Algunos cuerpos de seguridad privada duplicaron y luego triplicaron el personal. Los perros guardianes, que antes valían 200 dólares, se vendían ya a 1.500. Los proveedores se quedaron pronto sin ejemplares. Los cerrajeros alegaban retrasos de dos semanas en los pedidos (…) Se dijo que Frank Sinatra estaba escondido; que Mia Farrow no quería asistir al funeral de su amiga Sharon porque, como explicó un familiar: “Mia tiene miedo a ser la siguiente”; que Tony Bennett se había trasladado de su bungaló ubicado en los terrenos del hotel Beverly Hills a una suite del interior “para mayor seguridad”; que Steve McQueen llevaba ya un arma debajo del asiento delantero de su deportivo; que Jerry Lewis había instalado un sistema de alarma en su casa que incluía un circuito cerrado de televisión (…) Una figura sin identificar del mundo del cine dijo a una periodista de Life: “Están tirando de la cadena de los baños por todo Beverly Hills. El alcantarillado entero de Los Ángeles está colocado”. 

Entre el pelotón de investigadores asignados al caso (un total de 21 agentes) estaba tan arraigada la convicción de que los asesinatos respondían a un ajuste de cuentas relacionado con las drogas –dado que el domicilio no sólo lo frecuentaban estrellas de cine como Jane Fonda o Warren Beatty sino también traficantes y mafiosos–, que inexplicablemente no lo vincularon a los asesinatos del profesor de música Gary Hinman (anterior) y del matrimonio LaBianca (posterior), pese a conexiones tan flagrantes como mensajes escritos con sangre con alusiones porcinas.

Transcurrieron más de tres meses hasta que se dio con los culpables –quienes en el interín pudieron matar a más de 30 personas, aún hoy la mayoría de cadáveres enterrados en el desierto– y sólo gracias a que una de las asesinas, Susan Atkins, en prisión por otro asunto, no pudo evitar alardear con una compañera de celda de haber participado en los crímenes: “Probé la sangre de Tate y me pareció caliente, pegajosa y agradable”. 

Durante este periodo de paranoia, miedo, palos de ciego y rumores descabellados se produjeron episodios estrambóticos, como la prematura visita de un derrumbado Polanski al lugar de los hechos –con rastros de sangre seca por todos lados–, acompañado de un fotógrafo de Life y de un vidente, Peter Hurkos, que acabó vendiendo a un tabloide las fotos con las que supuestamente debía captar “vibraciones psíquicas”; las incursiones del padre de Sharon Tate, un excoronel del ejército, por Sunset Strip, a la caza de pistas sobre los responsables, disfrazado de hippie y con un arma escondida; la recompensa de 25.000 dólares a cambio de pistas que Peter Sellers y Yul Brinner, entre otros, publicaron en diversos periódicos angelinos; Truman Capote apareciendo en el programa Tonight Show de Tony Carson con una teoría sobre el asunto que se revelaría completamente equivocada…

Pero todo esto palidecería frente al descubrimiento de que tras los macabros crímenes estaba la auto denominada la Familia, un grupo de jóvenes que, educados en los valores propios de las familias americanas tradicionales, habían optado por vivir en comunas itinerantes, desafiando cualquier atisbo de moral convencional, abrazando el amor libre y el consumo de drogas, proclamando que el tiempo no existía, que la vida humana no tenía valor y que Dios y Satán eran uno solo.

Dominándolos a todos con una personalidad tan carismática que flirteaba con la brujería –y recurriendo a la ayuda de la hipnosis, el LSD y el speed– estaba Charles Manson, de 35 años y 157 centímetros de estatura, hijo bastardo de una expresidiaria alcohólica, sin estudios, con media vida pasada en reformatorios y cárceles, especializado en el robo de coches, influenciado por la Cienciología y la secta satánica Iglesia del Juicio Final, racista, misógino y admirador de Adolf Hitler.

Los asesinatos de Cielo Drive habrían formado parte de un intento por azuzar el enfrentamiento entre blancos y negros, culpando a estos últimos de su comisión. La condena a cadena perpetua de todos los miembros de la Familia con sangre en la manos y de su demoníaco gurú, en calidad de instigador, después de un juicio que se alargó nueve meses y medio, devino el más largo y costoso de la jurisprudencia estadounidense. El juez encargado llevaba un revólver bajo la toga ante las amenazas de los encausados (que se grabaron con un cuchillo una esvástica en la frente, a imagen de Manson) y las de sus seguidores acampados en el exterior, quienes hicieron acopio de armas y munición para extraer a la fuerza a su líder de la sala.

Tras 20 años investigando, Tom O’Neill ha publicado Chaos: Charles Manson, the CIA and the Secret History of the Sixties, una refutación en toda regla de la versión asentada de los hechos que supone el libro Helter Skelter, y un compendio de muros de silencio, documentos desaparecidos, demostrados casos de perjurio, incomprensibles actuaciones policiales (agentes disconformes con la línea de investigación son apartados, negligencias jurídico-legales...). 

No ha cesado en este medio siglo la fascinación que ha creado un grupo criminal que sigue rodeado de interrogantes y al que se han dedicado obras de teatro y de ópera, canciones –lo más sorprendente es que grupos como los Beach Boys, cuyo batería, Denis Wilson, acogió a miembros de la Familia en su mansión, o Guns N’Roses hayan interpretado composiciones del propio Manson–, libros, documentales y películas. Como la última de Quentin Tarantino, Once upon a time in Hollywood, que aborda sus atrocidades.

Hasta su muerte, en noviembre del 2017, Manson, que llegó a colgarse la medalla de la caída de Richard Nixon gracias a un conjuro de fabricación propia, fue el reo estadounidense con más correspondencia de fans de toda la historia.

Todo apunta a que el misterio perdurará. “Siguen circulando cuatro versiones de lo ocurrido –apunta Tom O’Neill–, cada una de ellas con su explicación en torno a quién apuñaló a quién, quién dijo qué, dónde se encontraba cada uno. Las declaraciones se han exagerado, retractado o modificado. Los informes de las autopsias no siempre cuadran con los testimonios emitidos durante el juicio; los asesinos no siempre se han puesto de acuerdo sobre quién ejecutó los asesinatos.

Los obsesos siguen debatiendo sobre discrepancias nimias respecto a las escenas de los crímenes: cómo se manipularon las armas, la localización de las salpicaduras de sangre, las horas de defunción escritas por el forense. Pero incluso si se pudieran resolver estos asuntos, perduraría la gran pregunta: ¿por qué ocurrió todo aquello?

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