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viernes, junio 18

Waterloo: el fin de una era

(Un reportaje de Luis Reyes en la revista Tiempo del 12 de junio de 2015)

"Excepto una batalla perdida nada puede ser tan deprimente como una batalla ganada”. La célebre frase de Wellington la noche de Waterloo es pura paradoja. Debía estar exultante, pero le invadió la melancolía. Durante dos horas los jinetes franceses atacaron los cuadros de infantería inglesa, la mayor carga de caballería de la historia. Recordamos aquella histórica batalla [que ocurrió el 18 de junio de 1815].

El general inglés, al que la adrenalina ha mantenido 72 horas en plena actividad y con la cabeza fría, tomando decisiones que suponen la muerte de miles de hombres, sufre en ese momento un terrible bajón de ánimo. Sin embargo, es consciente de haber ganado una de las batallas más importantes de la Historia, en todo caso la más famosa, de la que más se ha escrito y analizado. Lo notable de Waterloo no son los grandes ejércitos, la mortandad o la estrategia, aunque todo sea singular. Pero sobre todo supone el cierre de una época histórica que comenzó con el asalto a la Bastilla por el pueblo de París un 14 de julio de 1789, y que, pese a los horrores de 25 años de guerras y conmociones políticas, ha supuesto un gran avance para la libertad y el progreso de la Humanidad. Waterloo es la última página de la Revolución Francesa, que a su vez es el principio de nuestro tiempo.

Aparte de clausurar una era, Waterloo abre otra, la del Imperio británico como potencia mundial hegemónica, que llegará hasta 1914. Y en otra dimensión significa la consagración personal de Wellington, protagonista de su tiempo, dos veces primer ministro, el único caso en que los ingleses han recurrido a un militar para que les gobierne. Sin embargo, al día siguiente de la batalla, cuando almuerza con lady Frances Shelley, su amiga y enamorada, "las lágrimas le corrían por las mejillas y no pudo dominarse del todo", según nos cuenta en sus famosos diarios esta indiscreta dama de sociedad.

La grandeza de Waterloo está en el ambiente, todo el mundo es consciente de lo que allí se juega, desde ese imberbe Fabrizio del Dongo, que en La cartuja de Parma se viene desde Italia para participar en la epopeya de Europa antes de que se acabe -y a quien el genio de Stendhal hace que no se entere de si está "en una auténtica batalla"-, hasta los curiosos que al día siguiente, con el campo aún cubierto por 40.000 muertos o moribundos, acuden en masa desde Bruselas en busca de souvenirs, dando acta de nacimiento al turismo de guerra. Industria que inmediatamente se organiza y convierte a este campo de batalla belga en el primer destino turístico de Eu-ropa durante medio siglo, y que hoy, 200 arios después, revive con una cifra esperada de 100.000 visitantes al día.

La fuga. El último capítulo de las llamadas guerras de la Revolución ha comenzado el 26 de febrero de 1815, cuando Napoleón se escapa del destierro en la isla de Elba. La noticia conmociona al Congreso de Viena, donde las potencias pretenden la recomposición de la Europa de las monarquías absolutas, la Santa Alianza, pero el Antiguo Régimen ya no puede resucitar. Europa ha saboreado demasiada libertad, aunque fuera paradójicamente impuesta por las bayonetas francesas, para retornar al puro absolutismo anterior, por mucho que Fernando VII persiga a los liberales en España o que el zar Alejandro, antaño progresista, imponga la autocracia en Rusia.

El camino triunfal que sigue Napoleón hasta París, con todas las tropas enviadas a detenerle pasadas a sus órdenes, y la gente recibiéndole en delirio por todas partes, es un referéndum donde Francia expresa su rechazo a la Restauración borbónica. Pero las potencias europeas no pueden permitir que el Corso recupere el poder, aunque asegure volver con otro talante menos agresivo. Presos del miedo vuelven la mirada al delegado inglés, Wellington, que de inmediato abandona los despachos de la diplomacia y cabalga de nuevo en Copenhague, su caballo de campaña.

Todas las potencias se preparan para invadir Francia, desde un ejército español mandado por Castaños hasta 250.000 rusos que marchan a través de Europa. Austriacos y bávaros amenazan desde los Alpes y el Rhin, y los prusianos alcanzan la frontera franco-belga. A Bélgica precisamente ha venido Wellington desde Viena, para convertir unas tropas desperdigadas y variopintas, donde hay más alemanes y holandeses que británicos, en un ejército. Pero ese ejército improvisado será la mayor amenaza para Napoleón. Y Europa entera contiene la respiración esperando el choque de los dos soldados más grandes de la época, que nunca se han visto cara a cara, en el campo de batalla.

Napoleón es el más grande estratega, Wellington un depurado táctico. Estrategia y táctica son el arte mayor y el arte menor de la guerra, al primero le corresponden los grandes movimientos, las maniobras geniales en el teatro bélico; al segundo el empleo concreto de las tropas en el combate, su organización y disposición en el campo de batalla. Napoleón tiene ante sí una empresa militar teóricamente imposible, enfrentarse a 750.000 invasores con un ejército de 125.000 hombres, pero en el pasado ya se enfrentó a situaciones parecidas y salió triunfante.

El Gran Corso sabe que su única oportunidad es ir contra el enemigo principal y darle tal paliza que el ánimo de los demás flaquee y se avengan a negociar. Y tiene que lograrlo antes de que los otros ejércitos invasores lleguen a París, que será en julio, por eso va en junio en busca del inglés a Bélgica.

Hay un problema añadido, el ejército prusiano del mariscal Blücher, que se interpone entre Wellington y Napoleón, pero ha vencido tantas veces a los prusianos que los mira por encima del hombro... El 15 de junio Napoleón entra en Bélgica y al día siguiente vence a los prusianos en Ligny, pero las cosas empiezan a torcerse desde el principio. Su plan de triturar a los prusianos, eliminarlos del juego mediante una maniobra envolvente, falla porque uno de sus cuerpos no cumple las órdenes, y Blücher, aunque maltrecho, se escapa.

Napoleón envía parte de sus tropas al mando de Ney camino de Bruselas, para hostigar a Wellington e impedir que se organice. En realidad el inglés todavía no tiene un ejército, sus fuerzas están repartidas por toda Bélgica en pequeñas unidades. Las está reuniendo a marchas forzadas, con la dificultad añadida de que dos tercios de ellas son extranjeras, holandesas, belgas o alemanas.

Sin embargo este plan también falla porque en un bosque del cruce de Quatre Bras, Cuatro Caminos, un puña-do de soldados de Nassau es capaz de detener las fuerzas muy superiores del mariscal Ney, hasta que Wellington logra enviar, poco a poco, refuerzos. El balance del primer día de campaña es por tanto negativo para Napoleón, obtiene una victoria insuficiente sobre los prusianos y un fracaso frente a Wellington. Además Napoleón toma una decisión que resultará fatal: divide su ejército y manda parte de él en persecución de los prusianos. Si hubiera contado con estas tropas el día de Waterloo seguramente habría logrado vencer a Wellington.

Durante 200 años los expertos han puesto bajo el microscopio cada movimiento de la batalla de Waterloo para desentrañar por qué el mejor general de la Historia la perdió. Las tres versiones distintas que el propio Napoleón escribió para explicarlo han contribuido a la confusión. Está claro que muchos de los generales franceses no hicieron lo que debían hacer, incumplieron o equivocaron las órdenes recibidas. Muchos de estos militares de alta graduación jugaban a dos barajas, apostaban por la Restauración borbónica, que les había respetado sueldos y honores, mejor que por la aventura de seguir a Napoleón en una misión imposible. Pero también es cierto que Napoleón no tenía la agilidad mental de antaño, que tomó la decisión errónea de dividir su ejército y que le faltaba su jefe de Estado Mayor de siempre, Berthier, el gran organizador, el que hacía que las genialidades estratégicas de Napoleón se llevaran a la práctica.

Pero no solo perdió Napoleón Waterloo, también la ganó Wellington, cuya claridad de ideas, astucia y serenidad serían decisivas. Wellington, el gran táctico, es capaz de convertir la necesidad en virtud. Sacrificando el menor número posible de fuerzas retarda el avance francés en Quatre Bras y puede organizar una línea defensiva en Waterloo, en el mejor escenario para él que podría encontrarse. En 1810 Wellington había expulsado a los franceses de Portugal fortificándose tras las Líneas de Torres Vedras y dejando que el enemigo se estrellara contra ellas. En Waterloo va a hacer exactamente lo mismo.

Sitúa a las tropas que ha logrado reunir sobre una cresta de terreno, además protegida por la honda zanja de un camino, y que corta transversalmente la carretera de Bruselas. Fortifica tres puntos avanzados, uno sobre el centro (la granja de la Haye Sainte) y dos a los extremos de sus líneas (la aldea de Papelotte al Este, el castillo de Hougoumont al Oeste). Allí, oculto del catalejo de Napoleón y a cubierto de la artillería francesa, está dispuesto a esperar todo el día a que lleguen los refuerzos prusianos.

Frente a la parsimonia de Wellington, Napoleón está forzado a las prisas. No solo le preocupa que pueda aparecer el ejército prusiano en el campo de batalla, tiene que terminar esa campaña lo antes posible para regresar a Francia y ocuparse del resto de los invasores. Está por tanto obligado a atacar, pero tiene también contra él al clima, una lluvia persistente cae durante toda la noche del 17 al 18 de junio y el campo de batalla es un barrizal, otra ventaja para los defensores. La batalla no puede iniciarse hasta que se seque el campo a medio día, y esas horas perdidas son decisivas para que Blücher llegue a tiempo de salvar a Wellington.

Napoleón lanza cuatro ataques sucesivos, en distintas partes del campo de batalla y con distintas unidades. No hay brillantez en este plan que impide usar toda la potencia francesa de forma conjuntada, este no es el Bonaparte de Marengo y Austerlitz... No obstante el primer ataque sí es clarividente, aunque algunos sostienen que no lo ordenó Napoleón. Hacia el mediodía la infantería francesa del sector Oeste asalta el Chateau d'Hougoumont, una casona de gruesos muros que protege el extremo derecho de la línea inglesa. Si se hubieran apoderado de ella habrían amenazado la línea de retirada inglesa hacia el puerto de Ostende, por donde Wellington proyecta escapar a Inglaterra en caso de necesidad. Si Wellington hubiera perdido Hougoumont no hay duda de que habría ordenado retirada en vez de esperar a los prusianos, pero precisamente por eso el inglés lo ha fortificado bien y lo defiende con pocas tropas pero muy escogidas. En ese mero punto, unos cientos de hombres, cuyas bajas son sustituidas por otros cientos, retienen durante toda la batalla a 20.000 franceses.

Fracasada la toma de Hougoumont Napoleón lanza a todo un cuerpo de infantería, otros 20.000 hombres, contra el sector Este, pero el ataque es pésimamente realizado y termina en debacle. Luego vienen las cargas de la caballería francesa, violentas, repetidas durante dos horas, que van desgastando terriblemente a los defenso-res -algún cuadro de infantería inglesa llega a soportar once cargas- pero que no logran su desmoronamiento. Mientras tienen lugar estas cabalgadas salvajes, los prusianos llegan por el flanco derecho de Napoleón, que envía su reserva a detenerlos. Se produce la pesadilla de tener que luchar en dos frentes.

Ataque suicida. El último cartucho del Corso es su Vieja Guardia, los grognards (gruñones), así llamados porque su veteranía les permite protestar ante el Petit caporal (el pequeño cabo), como apodan irrespetuosamente a Napoleón. El mismo Petit caporal se pone al frente de uno de los batallones que avanzan a tambor batiente, formando cuadros, como en una parada, en una inútil exhibición de disciplina y valor. Napoleón busca quizá morir en el campo de batalla, porque ese ataque de 7.000 grognards contra 30.000 ingleses es suicida. Una barrera de fuego de mosquete y cañón deshace los cuadros de la Guardia, que se tiene que batir en retirada. Y cuando se corre la voz de que la Guardia retrocede, todo el ejército napoleónico emprende el sálvese quien pueda.

Frente a tanto movimiento francés, toda la estrategia del que por algo llaman Duque de hierro ha sido aguantar, dejar que el enemigo se desgaste más que él. No hay prácticamente ataques ingleses hasta las 9 de la noche, cuando Wellington, con los franceses ya en fuga, se quita su sombrero y ordena: "¡Avance general!". Un último cuadro de la Vieja Guardia se queda en la carretera para proteger la huida de Napoleón. Un oficial inglés les ofrece rendirse, pero su jefe, Cambronne, responde: "¡Mierda!". Entonces una descarga cerrada los aniquila.

Así termina la batalla de Waterloo.

EL ESPAÑOL DE WATERLOO

"El general Álava estuvo en el campo de batalla durante la acción y me dio toda la ayuda posible". Wellington no se olvida de citar a su ayudante español cuando esa noche, tras la batalla y pese al agotamiento, redacta el despacho de Waterloo que un correo especial lleva al primer ministro inglés. Los españoles en cambio hemos olvidado a esta interesante figura histórica que la Enciclopedia Británica califica de "soldado y estadista". De familia noble y militancia liberal, Miguel Ricardo de Álava y Esquivel tenía la condición única de haber luchado no solo en Waterloo, sino también en Trafalgar, que es su equivalente naval. Militar desde los 13 años, acató en principio al intruso rey José Bonaparte, pero enseguida se pasó al bando patriota y luchó a las órdenes del general Castaños. En 1810 la Junta de Cádiz lo envío de enlace junto a Wellington, y desde entonces se trabó una amistad entre ambos, influyendo el inglés para que lo ascendiesen a general. Su antiabsolutismo le causó problemas con Fernando VII, que lo alejó nombrándole embajador en París, pero la vuelta de Napoleón hizo que Álava se fuese a Bélgica a ponerse a las órdenes de Wellington, al que acompañó como hombre de confianza en Waterloo igual que había hecho en muchas batallas de la Guerra de Independencia. Álava sería precisamente quien redactó el Despacho español de Waterloo que publicaría la Gazeta de Madrid. Pero no acabaron en Waterloo sus hazañas. Durante el Trienio Liberal fue presidente de las Cortes, y al reimplantarse el absolutismo Fernando VII lo condenó a muerte. Se exiló en Londres, donde la Corona lo tomó bajo su protección, y tal era el prestigio del amigo de Wellington en Inglaterra que, tras la muerte de Fernando VII, el Gobierno liberal lo nombró embajador allí. Fue el embajador Álava quien negoció que tropas inglesas viniesen a España a luchar contra los carlistas. Luego fue ministro e incluso breve presidente del Gobierno, aunque no llegara a tomar posesión.

Notas:

El Gran Corso. Napoleón es el más grande estratega de la Historia, pero perdió.

El Duque de hierro. Wellington, el táctico, ganó a base de aguante y sentido común.

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