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sábado, julio 24

Emily Dickinson, oculta entre flores

(Un texto de Eduardo Lago en la revista Fashion & Arts Magazine de julio de 2018)

Emily Dickinson redujo su mundo a su jardín y a sus versos. Visitamos el pueblo y la casa que la vieron nacer y morir y seguimos sus pasos de consonancia imperfecta.

La vida de Amherst, una plácida población de Nueva Inglaterra, gira en torno al college, uno de los centros universitarios más prestigiosos de los Estados Unidos. En esa localidad nació y murió Emily Dickinson (1830-1886), figura legendaria de la poesía norteamericana. A mitad de la calle más transitada de Amherst, en el lugar donde se alzaba la mansión en la que la poeta vivió entre los 10 y los 25 años, hay una gasolinera. Cuando la casa estaba aún en pie, la joven Emily se solazaba contemplando el cementerio Norte desde la ventana de su dormitorio. Hoy está enterrada allí. Un sol débil, de principios de primavera, ilumina las lápidas de la familia Dickinson, situadas en un pequeño recinto rodeado por una verja. En la de la poetisa figuran dos fechas, una, el 10 de diciembre de 1830, corresponde al día en que nació. La otra, el 15 de mayo de 1886, elude hablar de su muerte, señalando en su lugar que aquel día fue "reclamada". Esas fueron sus últimas palabras. En una carta escrita horas antes de morir la poeta dice, a modo de despedida: "Me reclaman, Emily."

No muy lejos de allí, al otro lado de una colina, se encuentra The Homestead, la mansión señorial en la que nació, murió y pasó la mayor parte de su vida. El poeta Archibald MacLeish logró evitar que el edificio corriera la misma suerte que la casa colindante con el cementerio, al convencer a las autoridades de Amherst College de que la compraran; de lo contrario, hoy habría en su lugar una farmacia o un supermercado. Convertida en un discreto museo, hasta allí llegan a diario visitantes procedentes de los rincones más remotos del planeta, en su mayoría mujeres que, tocadas por la fuerza de la poesía de su enigmática inquilina, aspiran a asomarse siquiera unos momentos al espacio secreto donde vivió en la más absoluta reclusión los últimos treinta años de su vida.

El universo de Emily Dickinson era en extremo reducido. A cien metros de distancia se alza Evergreen, la casa donde se instaló su hermano cuando se casó. Separadas por un sendero, en torno a las dos viviendas hay jardines y un huerto de árboles frutales. En un ángulo de The Homestead se encuentra el invernadero, donde la vate cultivaba plantas de extraña belleza. Estos lugares marcaban los límites externos de su mundo: "Para ir al extranjero me basta con perderme entre mis flores. Allí se encuentran para mí las islas de las especias", escribió. A los 16 años compuso un herbario en el que compiló cientos de especímenes botánicos. Fue su primer libro, un ejemplar único del que muchos años después de su muerte se llegó a hacer una edición, valorada hoy en 1.500 dólares. En el obituario del periódico local, su cuñada Susan la caracterizó como jardinera.

La dramatis personae de su vida fue igualmente escasa: su padre, el letrado Edward Dickinson, hombre de "corazón puro y terrible"; su madre, una mujer débil que acabó sucumbiendo a la demencia; y sus hermanos, Austin y Lavinia. Los vínculos que los ataban a la casa y entre sí, eran formidables. Austin, un hombre de mundo, contrajo matrimonio con Susan Gilbert, mujer fascinante y difícil que sería la mejor lectora que tuvo en vida la poeta. El misterio que rodea a Lavinia, la hija menor, es tan insondable como el que presidió la vida de su hermana. Como ella, jamás abandonó el entorno familiar y murió virgen. Alguien debería fijarse más en ella.

Emily Elizabeth Dickinson fue una niña frágil a la que sus padres decidieron no mandar a la escuela. Aunque siempre le aterró la idea de aventurarse más allá del umbral de la casa, un día se escapó fugazmente y al regresar contó que solo había visto ángeles. La excepción a su riguroso autoencierro fue el año que pasó hacia el final de su adolescencia en el seminario femenino de Mount Holyoke. Durante el tiempo que estuvo allí demostró tener una veta mundana e incluso vanidosa, llegando a escribir una columna para el periódico estudiantil en la que sacó a relucir una vena cómica. Fue un periodo breve y anómalo. Cuando al cabo de unos meses regresó al entorno familiar la casa se cerró en torno a ella, atrapándola como una ostra a su perla.

Seguir los pasos de una vida carente de sucesos obliga a regirse por un calendario poético. La escritura definió con carácter de totalidad su existencia. Fuera del estrecho círculo familiar mantuvo una correspondencia efervescente con un centenar de personas. Rozaba la cuarentena cuando los límites de su espacio vital se cerraron todavía más. Encastillada en el dormitorio, dejó de ver a los pocos conocidos que antes accedía a recibir. Su vida se limitó a leer y escribir; apenas se ocupaba ya del jardín y dejó de tocar el piano, para el que estaba excepcionalmente dotada. El inventario de su dormitorio era minúsculo: el escritorio de cerezo, una lámpara, cuatro ventanas, algunos libros, la cama monacal, un lavamanos de porcelana y una estufa Franklin, de hierro. No necesitaba nada más para dar forma a su escritura.

Dulces horas han perecido

En este cuarto formidable;

Dentro de sus confines

Ha jugado la esperanza —

Ahora: solo sombras en la tumba.

Encerrada en su celda, redujo el universo a una serie de señales: las que llegaban del cielo o del jardín, las fluctuaciones de la luz, el paso de las estaciones, la forma cambiante de las nubes. En las pocas ocasiones en que recibía visitantes, hablaba con ellos desde el piso de arriba, a través de la rendija de la puerta, despojando de cuerpo a quienes la iban a ver y transformándolos en voces puras que le informaban del estado del mundo, con el que ella se relacionaba a su vez emitiendo señales entrecortadas: las líneas quebradizas de sus versos, capaces de explicar el misterio del mundo que no se atrevía a pisar. Dejó para la posteridad una sola imagen, lo cual acrecienta si cabe más su enigma. El daguerrotipo que nos ha llegado de ella reproduce los rasgos de una adolescente de 16 años, de aspecto frágil e inocente. Tenía el pelo fino, de color caoba y ojos algo separados, de color jerez, como solía decir. Nunca aclaró por qué para ella era esencial una soledad tan radical ni qué razones la llevaban a escribir con la desesperación con que lo hizo. Críptica hasta el final, la raíz de su figura mítica es el misterio, al que la única llave de entrada es su poesía.

En el verano de 1858 inició su costumbre de confeccionar libros a mano. Pasaba a limpio veinte poemas, los cosía y los guardaba en un cajón. Tras su muerte, su hermana descubrió un total de 1.800 poemas. A lo largo de su vida había publicado solo ocho. Enigmática, sin pulir, cortante, la poesía de Emily Dickinson es una búsqueda radical del absoluto, un anhelo por llegar a lo esencial de la existencia. Pocas voces son tan solitarias como la suya, pese a lo cual logra conectar con el lector de a pie, que se reconoce instantáneamente en la voz que le llega:

¡No soy nadie! ¿Quién eres tú?

¿Tampoco —Eres—Nadie?

En medio de ello, la trágica ironía del deseo. Si la escritura es un intento por derrotar a la muerte, Emily Dickinson lo consiguió. En los años centrales de su vida hubo un episodio al que se refiere como el "terror", una catástrofe íntima de la que desconocemos los detalles, una herida de signo espiritual que liberó un inmenso raudal de energía creativa. Escribió entonces varias cartas en las que expone al desnudo su necesidad de afecto, dirigiéndose a un amante espectral al que implora que abra su vida para ella. Jamás ha sido posible saber qué sucedió. Su poesía carece de nombre para una convulsión que sabía que podía destruirla. En El título divino es mío, un poema conmovedor, se denomina a sí misma esposa. Toda una región de su poesía está integrada por versos que solo puede escribir una mujer enamorada, pero no sabemos quién pudo ser el objeto de su pasión callada, solo que quienquiera que fue la rechazó.

Ella representa el alma abismada en su más radical soledad. De lejos atraía a los seres perdidos, a los raros, a los locos, a los niños. Desde la cámara de protección en que habitaba establecía relaciones duraderas por medio de la palabra escrita. A veces parecía a punto de abrirse, pero enseguida volvía al único lugar donde se sentía segura, su habitación:

El alma elige su propia compañía

Después, —cierra la Puerta

Emily Dickinson dejó este mundo unos minutos antes de las 6 de la mañana del 15 de mayo de 1886. Amanecía cuando el médico de la familia, el doctor Bigelow, comprobó que había dejado de respirar. Tenía 55 años y hacía 25 que nadie veía su rostro en público. Su cuñada Susan la amortajó con el vestido de lino blanco que era su indumentaria habitual, pero no pudo asistir al funeral, porque su marido le concedió el privilegio a su amante, Mabel Todd. Su hermana Lavinia puso unos heliotropos en sus manos. Su cuerpo casi inmaterial fue depositado en un ataúd blanco, como si nunca hubiera dejado de ser niña. La hija de Mabel, de 6 años, colocó en su regazo un ramo de ranúnculos. Thomas Higginson, el editor con quien mantuvo una intensa correspondencia durante un cuarto de siglo, recitó el último poema que había escrito. Su cuerpo yace junto al de su padre. Cuando murió él, doce años antes, la poeta escuchó los ritos funerarios a través de la puerta entreabierta de su dormitorio. En el último momento, cuando se disponían a llevarse el féretro, se decidió a bajar y lo besó en la frente. Era la primera vez que tenía un gesto así con él. Jamás se había atrevido a besarlo cuando vivía.

Su primer libro, una antología, apareció cuatro años después de su muerte, editado gracias a los esfuerzos de su hermana Lavinia, la esposa de su hermano (Susan Gilbert), la amante de este (Mabel Todd) y Thomas Higginson, el editor que no se atrevió a publicar sus versos mientras la poeta vivía. Tras el desconcierto inicial, el mundo mudó gradualmente al asombro y el reconocimiento. Hoy está considerada como uno de los dos nombres mayores de la historia de la poesía norteamericana, junto a Walt Whitman.

Notas:

“El pasado 23 de abril [de 2018], día del libro, viajé a Amherst con el fotógrafo francés Pascal Perich. La Casa Museo de Emily Dickinson estaba cerrada al público, pero la abrieron exclusivamente para nosotros, permitiéndonos pasar varias horas en su dormitorio”. Del autor del artículo.

Tres de los más grandes poetas norteamericanos vivieron en los 71,8 km2 de Amherst: Emily Dickinson, Robert Frost y Robert Francis.

Su lápida rebosa de bolígrafos y lápices que dejan sus admiradores en su honor.

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