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sábado, agosto 21

Betelgeuse, la estrella moribunda

 (Extraído de un texto de Arturo Pérez Reverte en el XLSemanal del 26 de abril de 2020)

[...] Orión es la que más vinculada está a mi vida, y no sólo por ser la más hermosa. Desde niño me fascinó su leyenda, la del cazador con la espada y el escudo, que vigila el cielo; el que guió a Ulises en su visita al Hades y tiene dos estrellas en los hombros, Betelgeuse y Bellatrix, tres en el cinturón y dos en los pies, una de las cuales se llama Rigel. A Orión debo tal vez la vida, como se la debe mi entonces compañero el fotógrafo Claude Glüntz; porque una noche de febrero de 1976, cuando recorríamos con un Land Rover y un conductor del Polisario una pista cercana a Mahbes, en el Sáhara, fue la posición de Orión, que estaba donde no debía estar –o más bien éramos nosotros los que no estábamos– la que nos hizo descubrir que nuestro conductor saharaui se había despistado y rodábamos por una pista minada que, además, nos llevaba directamente a las posiciones marroquíes.

Anoche, cuando pensé en escribir hoy este artículo, me asomé a ver con prismáticos el firmamento, que desde donde vivo se ve nítido y limpio. Y allí estaba el impasible y fiel Cazador, muy próximo al horizonte. Me detuve un rato en el punto rojizo de Betelgeuse, la estrella más hermosa de esa constelación, el Uluriajuak de los esquimales, Basn de los persas e Ib al-Jauza de los árabes, que en las tablas astronómicas de Alfonso X el Sabio aparece ya como Beldengeuze. Y mientras la observaba recordé que estaba mirando una estrella condenada a muerte. Todo el Universo y cuanto contiene lo está, tarde o temprano; pero Betelgeuse tiene, incluso, fecha de caducidad conocida.

Ahí donde se la ve, tan hermosa desde que nació como gigante azul hace ocho millones de años, Betelgeuse agoniza sin remedio. Se desvanece. En sólo un año su brillo ha perdido casi dos tercios de intensidad; y no porque sea una estrella de resplandor variable, que lo es, sino porque está consumiendo su combustible interno y eso la conduce, inevitablemente, al colapso que la hará estallar en lo que los astrónomos llaman supernova: una explosión que durante tres meses iluminará de noche la tierra, que hará el hombro del Cazador tan brillante como la luna llena, y que se irá apagando hasta desaparecer para siempre en uno o dos años. Según los astrónomos, para que eso ocurra quedan, como mucho, menos de 100.000 años. Y de ahí para abajo. O sea, mil cortos siglos. Cifra que si a los estúpidos humanos que estamos aquí nos parece enorme, para el impasible cosmos y sus reglas es un aperitivo de nada. Un simple suspiro entre dos aparentes eternidades.

[...]

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