Ginger Rogers, el rostro que hizo más llevadera la Gran Depresión
(Un texto de Lourdes Gómez publicado en el XLSemanal del 26 de abril de 2020)
La química entre ellos fue la clave del éxito; una magia que conseguían con su compenetración artística y sus sugerentes miradas hasta el punto de «hacer el amor bailando», según la crítica de la época. Pero ese fue todo el amor que hicieron, por mucho que la prensa sensacionalista se empeñase en emparejarlos.
Ni siquiera en sus películas hay escenas, ya no de sexo, sino de amor explícito: nunca se dieron un beso en la pantalla. La razón de ello, explicó Ginger en sus memorias en 1991, fue la mujer de Astaire, Phyllis, que llegó a imponerlo por contrato. «Una cosa es segura. Nunca le caí bien y no quería bajo ningún concepto que pudiese caerle bien a su marido». Ginger, de todas formas, deja claro que tampoco hubo un interés sentimental por parte de ninguno de los dos. Según ella, Astaire, que murió en 1987, no se entusiasmaba por casi nada, al margen de los caballos que criaba en su rancho. Solo estaba obsesionado con las coreografías, sobre las que no dejaba que ella opinase, y -esta es la única ‘maldad’ que cuenta Ginger en sus memorias- usaba bisoñé (un pequeño postizo capilar) desde las primeras películas.
Sea como fuere, ambos se llevaron bien profesionalmente y no escatimaron elogios el uno al otro. Eran una pareja eficaz y rentable. Como resumió Katharine Hepburn: «Ella le aportaba a él sex appeal y él a ella, clase».
Pero, a pesar de aquel éxito, Ginger siempre tuvo claro que quería tener una carrera por sí sola. Trabajadora incansable, en 1933 hizo, además de Volando a Río, otras nueve películas. Y reclamó buenos papeles que no implicasen bailar hasta que en 1940 consiguió el Oscar por Espejismo de amor. En esta determinación juega un papel clave la madre de Ginger, Lela Leibrand. Lela responde a todos los tópicos de madre de la artista’ y, en Hollywood, era tan conocida como su hija. Tanto que Martin Scorsese recoge en El aviador, su película sobre Howard Hughes, el romance que Ginger tuvo con el multimillonario e incluye una escena en la que madre e hija acuden juntas a una cita y flirtean al unísono. La prensa rosa se ensañaba con aquella relación dominante de Lela, pero Ginger la defendía a capa y espada. Admitía que su madre era la persona que dirigía su carrera, pero porque era «maravillosa y excepcional».
Lela Leibrand había llegado a Los Ángeles como guionista y era un personaje por méritos propios. Mujer muy religiosa, consiguió en 1915 el divorcio y la custodia de su hija, que había nacido en Misuri en 1911, con el nombre de Virginia Katherine McMath. Criar a su hija sola no le impidió ser una de las primeras mujeres que se unió al cuerpo de Marines en la Primera Guerra Mundial. En ese tiempo, Virginia se quedó con sus abuelos y pasó a llamarse Ginga, apodo que le pusieron sus primos. Aquel nombre derivó en Ginger, al que luego añadió el apellido del segundo marido de su madre, John Logan Rogers.
La familia se instaló en Texas, donde Lela escribía críticas de teatro para un periódico local. Allí Ginger, aún adolescente, comenzó a participar en concursos de baile. Aunque nunca recibió clases, demostraba un talento natural que su madre incentivó. A los 15 años ya estaba de gira con una compañía de variedades, y a los 17 se casó por primera vez con un bailarín. Un matrimonio que duraría muy poco y que sería el primero de una larga lista. Madre e hija se trasladaron luego a Nueva York, donde Ginger consiguió algunos papeles en Broadway y conoció a Fred Astaire. Pero pasarían todavía cuatro años hasta que la productora RKO los emparejara en Volando a Río y cambiaran para siempre la historia de los musicales.
Ya en los años 50, después de hacer la última cinta con Astaire, Vuelve a mí, Ginger hizo varias incursiones en la televisión, aunque casi siempre como artista invitada. Fue a mediados de los 50 cuando tuvo su más importante ‘resurgir’, en el papel protagonista de Hello, Dolly! en Broadway. Su última película fue Harlow, en 1965, a sus 54 años. Siguió actuando en teatros y clubes con un espectáculo llamado Ginger Rogers & Co hasta ya pasados los 60, pero la muerte de su madre en 1977 la afectó profundamente.
Pese a que hizo todavía alguna actuación, su salud se deterioró y se vio obligada a pasar casi todo el tiempo en una silla de ruedas en su rancho de Oregón, donde acabaría falleciendo el 25 de abril de 1995, a los 84 años, de un ataque cardíaco. Pero ni en esos años estuvo apartada de la actualidad.
Activista conservadora y tan religiosa como su madre, perteneció a dos
organizaciones singulares: la Ciencia Cristiana, un sistema de creencias
que defiende que puede curar enfermedades a través de la fe, y Las
Hijas de la Revolución Americana, una sociedad conservadora que solo
admite como socias a quienes puedan probar que descienden de los
primeros colonos de Estados Unidos. Desde esas organizaciones, defendió
siempre los postulados republicanos y hasta criticaba las películas de
los 80 porque le parecían «Sodoma y Gomorra». Pese a ello, insistía en
que no era puritana y sus creencias no le impidieron casarse cinco
veces, dos de ellas con hombres mucho más jóvenes que ella. No tuvo
hijos con ninguno. Y siempre decía que no lamentaba no tenerlos. Cuando
le preguntaron al final de su vida si aún creía en el matrimonio,
respondió: «Es la única forma civilizada de relacionarse; el resto es
caos. Nadie cree en el matrimonio más que yo. ¿Es que acaso no lo he
demostrado una y otra vez?».
Etiquetas: Tardes de cine y palomitas
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