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martes, octubre 26

Zaragoza desconocida: Cementerio de la Cartuja

(Un texto de Elena Rodríguez en el Heraldo de Aragón del 12 de octubre de 2013)

El panteón de la Beneficencia, debajo de la pequeña capilla, alberga los nichos de los prohombres que financiaron la construcción del camposanto de la Cartuja.

El camposanto, propiedad de la Diputación, es el más antiguo de Zaragoza pero apenas es conocido por los ciudadanos, que creen que el de Torrero es el único que existe. Inaugurado en 1791, en sus nichos y tumbas reposan muchos de los prohombres de la ciudad.

La vida pasa veloz por la carretera de Castellón, vehículos llenos de gente ajena a lo que ocurre detrás de una larga tapia de piedra y ladrillo amarillo. O mejor dicho, a lo que no ocurre. Porque la quietud y el silencio (si uno se abstrae del ruido del tráfico) son la tónica imperante en el cementerio de la Cartuja, que data de 1791, lo que lo convierte en el más antiguo de Zaragoza aunque sea el gran desconocido por los ciudadanos en materia funeraria. Ni siquiera la presencia de varios cipreses asomados a su perímetro hace caer en la cuenta de la función del recinto, apenas un puñado de manzanas aprisionadas entre la carretera y el camino de la Cadena y a la sombra de un polígono industrial. Todas las tumbas del cementerio están adquiridas y no hay espacio para la ampliación.

«Muy coqueto y acogedor», lo califica Pedro Feliciano Tabuenca, delegado para el cementerio de la Diputación Provincial de Zaragoza, propietaria del mismo. «Ultima morada de medio callejero de la ciudad», apostilla el jefe de Protocolo de la institución, José Luis Angoy. No en vano en él reposan, entre otros, el alcalde Francisco Caballero o el doctor Félix Cerrada. Manuel Lasala, Antonio Lasierra Purroy o José García Sánchez dieron también en su día con sus huesos en alguno de sus nichos.

En Zaragoza, como ocurría en toda España, los cadáveres de los fallecidos eran enterrados en el interior de las iglesias, en fosales en el exterior de las mismas y en los conventos y monasterios. A finales del siglo XVIII, debido a los problemas de insalubridad que generaba esta costumbre, se hizo manifiesta la carencia de un espacio bien acondicionado. Entonces, la Junta de Gobierno o Sitiada del Real y General Hospital de Nuestra Señora de Gracia buscó un lugar más apropiado en él que sepultar a los enfermos que fallecían en sus instalaciones y que no tenían tumba propia, o a aquellos no identificados. Un lugar que garantizara el descanso eterno de los muertos y unas buenas condiciones higiénicas a los vivos.

Está documentado que se barajaron tres emplazamientos: una zona aledaña al Canal Imperial; otra, próxima a las Tenerías, y un terreno cercano a la cartuja de la Concepción, que fue el elegido. Se cuenta que el canónigo Ramón Pignatelli, reacio a tener instalación semejante cerca de su flamante obra hidráulica, cedió unos terrenos de su familia para adecuarlos a este fin. En 1791 quedó así inaugurado el camposanto, cuatro décadas antes que el de Torrero, que a la larga acabó siendo el más (y en muchas ocasiones, único) conocido por los zaragozanos.

Muchos prohombres de la ciudad ayudaron a financiar el proyecto, como los marqueses de Ballestar, y los restos de todos ellos reposan en el panteón de la Beneficencia, ubicado bajo la capilla. Esta fue construida gracias al patrocinio de doña Jacinta Torres Cánobas, según se lee en la lápida situada en su entrada. En la zona más antigua del camposanto también reposó, durante más de siglo y medio, el ovetense Francisco Martínez Marina, jesuita liberal y figura destacada del Derecho español, firme defensor de la separación de poderes y expulsado por ello de la corte de Fernando VII. Murió en Zaragoza en 1833 y aquí fue enterrado, hasta que, en el año 2000, el Real Instituto de Estudios Asturianos pidió permiso a la DPZ para exhumar y trasladar a Oviedo los restos del insigne ilustrado.

El cementerio de la Cartuja, una pequeña joya de piedra y silencio, bien merece una visita. Es cierto que tiene pocos alardes artísticos. Pero un paseo por sus nichos demuestra que la muerte iguala a ricos y a pobres, a niños y a ancianos. Y llega también a las religiosas de la Caridad de Santa Ana, que tienen allí un pequeño camposanto propio.

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