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sábado, noviembre 27

El último triunfo de los tercios

(Un texto de Luis Reyes leído en la revista Tiempo del 10 de septiembre de 2013)

Nördlingen, Alemania, 6 de septiembre de 1634 · El cardenal-infante don Fernando de Austria derrota al ejército sueco, hasta entonces invencible.

Los españoles son “cuatro o cinco mil descalzos que ni la milicia saben” decían los suecos, que “pedían les señalasen hacia donde estaban el día de la batalla, para almorzárselos”. Entonces nadie podía oír un desafío sin responder a él, los españoles del Siglo de Oro apreciaban más la limpieza de su honor que la propia vida, literalmente, y ganar fama (entendida como el reconocimiento público de la virtud de alguien) era una motivación más fuerte que la ambición material.

Cuentan por tanto los cronistas que cuando llegaron estas bravatas a sus oídos hubo “graciosos dichos entre los españoles, rabiando ya por verse con el enemigo”. Las dos potencias militares más imponentes de Europa marchaban como dos locomotoras por la misma vía, hacia un terrible choque en la batalla que sería el último gran triunfo de los tercios españoles: Nördlingen.

El ejército sueco tenía reputación de invencible, demostrada batalla tras batalla de la Guerra de los Treinta Años. Desde que cinco años atrás desembarcara en Alemania, se había hecho el amo, al punto que esa etapa del conflicto se denomina Periodo Sueco. Suecia era la gran potencia del Norte, una nación laboriosa y cohesionada, y estas virtudes se reflejaban en un ejército nacional de recluta forzosa, muchachos campesinos sanos de cuerpo y espíritu, devotos protestantes que se tomaban su intervención en Alemania como una cruzada.

A este material humano se unía un armamento excelente y modernísimo, sin parangón en la época, gracias a la industria siderúrgica sueca. Añádase el mando de un gran estratega, el rey Gustavo Adolfo, que había implantado una organización y disciplina ejemplares. No había motines ni deserciones porque se pagaba a los soldados puntualmente, y la logística era tan buena que el ejército sueco era el único capaz de mantenerse en campaña en pleno invierno.

Les faltaba una prueba a los nórdicos para acreditar su supremacía, enfrentarse en batalla a quienes habían señoreado Europa desde hacía siglo y medio, los tercios españoles. España no se había implicado en la Guerra de los Treinta Años porque dedicaba sus esfuerzos bélicos y económicos al interminable conflicto de los Países Bajos. Precisamente fue un ejército enviado de Italia a Flandes a través de Alemania, bajo mando del hermano de Felipe IV, el cardenal-infante don Fernando de Austria, el que casi sin querer se cruzó en el camino de los suecos.

A Nördlingen.

España era aliada natural del Imperio germánico, pues dos ramas de la familia Austria reinaban allí y aquí. Además la monarquía española era la defensora principal de la causa católica, de modo que todo esto, unido al desprecio sueco, hizo que el cardenal-infante se apartara de su objetivo –llegar a Flandes para guerrear con los rebeldes holandeses- y aceptara el desafío sueco. Forzó la marcha a Nördlingen, donde se hallaba el ejército imperial en situación apurada, porque también avanzaba hacia allí el ejército sueco, muy superior al imperial.

Sin embargo, no eran “cuatro o cinco mil descalzos” los hombres que llevaba el cardenal-infante, como había informado erróneamente a los suecos el espionaje veneciano, sino un lúcido ejército de 15.000 infantes y 3.000 caballos. En realidad españoles eran solamente dos tercios de infantería, los de Idiáquez y Fuenclara, 3.250 hombres, pero esta era la proporción habitual de los ejércitos españoles de la época, donde los españoles formaban el nervio más selecto, mientras el resto del contingente se formaba, en orden de calidad, con tercios italianos, borgoñones, walones y alemanes, considerados estos los peores soldados, por mucho que hoy sorprenda.

La excelencia de la infantería española venía de la organización y de la idiosincrasia. El Gran Capitán había ideado a principios del XVI el tercio de infantería, una unidad táctica que combinaba las picas, herencia de la Edad Media, con el nuevo invento de las armas de fuego. Pero para que el invento fuese eficaz hacían falta soldados reglados, profesionales que a base de mucha instrucción y fuerte disciplina fuesen capaces de “girar en redondo, dar vuelta a uno u otro lado, ora aquí, ora allá, todo ello con la mayor rapidez”, como hacía los arcabuceros españoles según contaba admirado el francés Brantôme.

El tercio español se convirtió así en el señor de las batallas, como lo habían sido en sus épocas la falange macedónica o la legión romana. Pero había otra razón de la superioridad española, y era la institución del soldado particular que formaba la crema de la crema de la milicia europea. Y con el cardenal-infante venían una alta proporción de gente particular.

A primeros de septiembre el cardenal-infante se reunió con su primo, el hijo del Emperador, también llamado Fernando de Austria y conocido como “el Rey de Hungría”. Estaba asediando sin éxito una ciudad protestante, Nördlingen, y los españoles le echaron una mano lanzando un asalto. En ese empeño estaban los dos Fernandos cuando apareció un ejército de socorro sueco.

Para desgracia de los suyos Gustavo Adolfo había muerto en Lützen, y el mando lo tenía ahora el duque de Weimar, un príncipe alemán que no era tan buen general ni de lejos. Sin embargo, al frente del mejor contingente venía un brillante militar sueco, Gustaf Horn, que había sido la mano derecha de Gustavo Adolfo y que ejercería el mando en lo principal de la batalla.

En el bando católico el mando supremo lo ostentaba el cardenal-infante, que carecía por completo de experiencia militar. Pero tenía a sus órdenes generales experimentados, bien españoles, como el marqués de Leganés, bien imperiales, y se dejaba aconsejar por quienes sabían más que él, aunque siempre conservó la responsabilidad de la decisión última.

La sorprendente aparición de los suecos en la tarde del 5 de septiembre obligó a los hispano-imperiales a desplegarse precipitadamente. Desde el primer momento ambos bandos comprendieron que la clave de la batalla estaría en una colina llamada Allbuch, pero a la que las crónicas españolas se refieren como la Montañuela, situada en un extremo del campo de batalla. Había que proteger esta posición mientras se fortificaba y guarnecía apropiadamente, y el cardenal-infante envió a 200 mosqueteros del tercio de Fuenclara, al mando de su sargento mayor (teniente coronel), a un bosquecillo que se extendía ante la colina, con orden de defenderlo “hasta morir”.

Durante toda la noche los españoles cumplieron esa orden. El cardenal-infante les iba enviando refuerzos con cuentagotas para cubrir las bajas, de modo que los suecos tenían la impresión de que aquellos pocos españoles eran inmortales, pues por muchos que mataran seguía habiendo los mismos. Mientras tanto la Montañuela fue acondicionada para la defensa por el jefe de ingenieros español, un jesuita llamado Cabassa, y se encomendó a la mejor unidad del ejército, el tercio de Idiáquez, compuesto por 1.800 hombres. Estaba flanqueado por dos tercios napolitanos y apoyado por caballería y numerosa artillería.

El desastre sueco.

El 6 de septiembre los dos ejércitos estaban al fin desplegados cara a cara, como se hacía en la guerra antigua. Había superioridad numérica hispano-imperial, pues eran en conjunto 20.000 infantes y 13.000 caballos, frente a 16.300 y 9.300, pero en el combate mucho más importante que los números es la excelencia de las tropas, y los suecos eran “toda gente vieja, enseñada a vencer”, según la crónica Diario del sitio de Nördlingen, mientras que el ejército imperial era de muy mala calidad. Sin embargo no hubo ocasión de ponerlo a prueba, pues quitando alguna escaramuza de caballería la batalla se desarrolló exclusivamente en la Montañuela.

Contra las posiciones del tercio de Idiáquez lanzaron 15 furiosos ataques los hombres de Horn, que fue llevando hacia ese extremo del campo de batalla prácticamente a toda su infantería, mientras el cardenal-infante iba reforzando a los de Idiáquez con sus tropas por orden de calidad: napolitanos, lombardos y por último algunos alemanes aliados.

El tramo decisivo del combate fue cuando el general Horn recurrió a su elite, los famosos regimientos suecos Azul y Negro, que también se estrellaron contra el rompeolas español. Entonces el cardenal-infante echó mano de su última reserva, 400 españoles del tercio de Fuenclara, que les dieron el golpe de gracia.

No le quedaba ya a la infantería sueca más que la retirada, pero el duque de Weimar, en vez de proteger sus espaldas con la caballería como mandan los cánones, emprendió una vergonzosa huida, dejando atrás incluso su espada, que se exhibe como trofeo en la Real Armería de Madrid. La caballería imperial tuvo entonces la fácil y sucia tarea de acosar y acuchillar a los vencidos, y allí terminó el Periodo Sueco de la Guerra de los Treinta Años, en lo que el pícaro Estebanillo González, que estuvo en Nördlingen, llamó “una almadraba de atunes suecos”.

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