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lunes, septiembre 10

Cuento para una tarde de septiembre: Buscando la inteligencia artificial

A lo largo de la historia del hombre, éste siempre ha intentado construir máquinas capaces de actuar por si mismas, igual que lo hace el hombre.

Con esta intención se investigó en el cerebro del hombre; se fabricaron máquinas cada vez más inteligentes, que presentaban comportamientos cada vez más complejos. Se lanzaron satélites capaces de distinguir una rana de un sapo, a trescientos kilómetros de altura; se construyeron coches capaces de conducir solos por las carreteras gallegas; se idearon ordenadores capaces de transcribir una conversación en voz alta. Se concibieron mascotas cibernéticas, y después androides, que después se hicieron autónomos, y más tarde inteligentes.

Pero esto no era lo que se buscaba.

Porque durante siglos se cultivó la disciplina llamada Inteligencia Artificial, con la que se pretendía capturar la inteligencia del hombre y traspasarla a las máquinas.

Y, finalmente, consiguieron su objetivo último.

Y cuando al fin lo consiguieron, y vieron el fruto de sus esfuerzos, vieron que no era lo que querían.

Porque el ser que tenían ante sus ojos era perfecto; siempre acertaba, nunca tomaba una decisión equivocada. No estimaba, sino que medía exactamente. Siempre reconocía a gente que llevaba años sin ver.

Pero cuando le plantearon una cuestión filosófica, el ser la desechó con desprecio. Esto no tiene sentido; no vale la pena que gaste mi tiempo en ello. Y entonces, los científicos vieron su error. El ser que habían creado no se comportaba como un humano.

Con un gemido de desesperación tomaron el martillo y destruyeron todo lo que habían hecho.

Pero aquella noche, a uno de los inventores se le ocurrió la solución. Haría máquinas que razonaran como los humanos, que tuvieran confusiones, que olvidaran cosas. A la mañana siguiente creó una nueva disciplina: la Estupidez Artificial.

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