Lope de Vega: viviendo la vida loca III
(El final...)
Había muerto ya el hijo legítimo de Lope, Carlos Félix, y también su mujer de otro parto funesto (una niña, Feliciana) en 1613. Por aquel tiempo, de los dos Lopes que convivían (muy mal) en el poeta, el de Dios y el del pecado, el de la castidad y el del sexo, triunfó, al menos formalmente, el primero, y él recibió las órdenes sagradas. Sabemos la angustia que le causaba no encontrar sacerdote que quisiera absolverle ("Me dijo resueltemente que buscara otro confesor, con tanta cólera como si le hubiera dicho que fuera hereje", relata a Sessa) y que alguna que otra vez le pidió a Sessa que dejara de pedirle cartas para sus queridas. También sabemos que consiguió una carta de agradecimiento y el título de doctor en Teología del mismísimo Papa, Urbano VIII, por haberle dedicado la Corona trágica, un poema religioso sobre María Estuardo.
En el fondo nada cambió. Lope escribe sus piezas sacras, pero sigue en activo en la escena y saciando su hambre de alcoba y de sentimientos mundanos: a Jerónima la siguió la actriz Lucía de Salcedo (La Loca, la llamaba) y, sobre todo, Marta de Nevares, su Amarilis y su último gran amor. También, cómo no, casada. La conoció a finales de 1616. Ella no había cumplido 30; él tenía 54.
Su pasión fue intensa y pública; ella intentó el divorcio y finalmente el cornudo murió, para regocijo de Lope. Antes nació una hija, Antonia Clara, inscrita como legítima pero hija del poeta ("padre putativo de la niña, que iba a decir al puto" dice Lope del marido). Entre tanto, el duque de Sessa satisfacía su lujuria haciendo que él le entregara las cartas que le enviaba Marta, a través de una de sus hijas, aún niña, Marcela.
Pasaron muchos años y Marta enfermó, tal vez, según alguna hipótesis, de sífilis: quedó ciega, perdió la cordura y murió en 1632. Fray Lope de Vega, su amante, no quiso que se le viera en su entierro, pero le dedicó un soberbio soneto: Que al amor verdadero no le olvidan ni le tiempo ni la muerte. A los 72, solo y herido, tal vez Lope no aspirara más que a pasar sus últimos días junto a su hija Antonia Clara. Los otros vástagos (los conocidos, que hubo más) no permanecían a su lado: Feliciana estaba casada; Marcela, su recadera de amores, en un convento; Lopito murió en un naufragio. Pero los mismos pecados del padre habrían de arruinarle la paz junto a Antonia Clara. La raptó, como hiciera él con Isabel, uno de la camarilla del conde duque de Olivares, lo que equivale a decir que ella escapó de casa porque quiso. Luego el galán se casó con otra.
El 25 de agosto de 1635 Lope sintió el aliento de la muerte. Lo fueron a ver médicos y amigos, como Juan Pérez de Montalbán, que cuenta "Díjome a mí que la verdadera fama era ser bueno, y que él trocara cuantos aplausos había tenido por haber hecho un acto de virtud más en esta vida".
Poco virtuoso fue, al menos en la alcoba, el Fénix de los Ingenios, y mucha gloria tuvo. Cuando, a las cinco y cuarto de la tarde del 27, recibida la extrema unción, expiró, las calles de Madrid se poblaron con el duelo. No sabemos cuantas damas suspiraron con pesar , pero sí que tres de ellas le dedicaron sonetos encendidos. "Y aquí", como escribió Lope, "la comedia acaba". No así su fama, la del poeta y la del vividor, que aún respira.
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