El día en que España se hundió
(Un artículo de Carlos Salas en el suplemento económico de El Mundo del 7 de marzo de 2010. A veces, asusta ver cómo, realmente, quien es incapaz de aprender de su propia historia está condenado a repetirla.)
A ver si le encuentran parecidos con la actualidad. Digamos que todo comenzó en 1850. Había entrado en servicio el primer ferrocarril de España, que cubría la distancia entre Barcelona y Mataró. Tenía 29 kilómetros. Los ingleses pusieron sus ingenieros y máquinas, y España puso el dinero.
Aquello fue la sensación nacional porque el ferrocarril era la imagen del progreso. Los diarios publicaron imponentes dibujos de los trenes y sus penachos de humo e informaban de que estaban a punto de terminarse más vías, como Madrid-Aranjuez, de 50 kms. y Langreo-Gijón, de 40 kms.
La verdad es que ya íbamos con retraso si comparábamos nuestras vías de hierro con las que se estaban tendiendo en el resto de Europa. La explicación: golpes de Estado, pronunciamientos militares y guerras civiles. Aquí no había forma de tirar una vía seriamente. Fue a partir de la década de los cincuenta cuando la industria se animó gracias a leyes de promoción bancaria y de ferrocarriles, y lo hizo de tal modo que cualquier persona sensata pensaba que el único sitio donde se podía ganar dinero era allí. Todo el país puso su dinero en bancos y ferrocarriles. Es más, los bancos financiaban los ferrocarriles.
Se crearon bancos grandes y pequeños, sociedades de crédito, cajas de ahorro y un sinfín de instituciones financieras para aprovechar esre auge. Era una locura. Venían capitales de Francia y de Gran Bretaña, animados por la fiebre del ferrocarril. Para financiar esas aventuras, bancos y empresas de ferrocarriles emitían bonos que les volaban directamente de las manos. Según el historiador Gabriel Tortella, el volumen de capital destinado a los ferrocarriles era unas 16 veces mayor que el destinado a todas las otras sociedades industriales con acciones. Se vivía un frenesí expansivo: en 1857 ya había 672 kilómetros. Cuatro años después era el triple y en 1866 ya andábamos por los 5.000 kilómetros de vías.
Era el mismo frenesí que se vivió en la primera mitad de este siglo, cuando toda España era un ladrillo. El dinero, los puestos de trabajo, la riqueza y el ahorro se iban por ese sumidero.
Volvamos a 1864. En ese año, un periodista se fijó en algo que no fue detectado por los inversores. Los trenes iban vacíos. "Preciso es confesarlo", decía el periodista Francisco Javier de Bona: "Los ferrocarriles españoles no han respondido plenamente a los sacrificios hechos por el Gobierno ni a las esperanzas concebidas por los capitalistas".
En dos palabras, había más trenes de los necesarios. Se dan muchas razones: que si la población en España era sólo de 16 millones de habitantes, frente a los 38 millones de Francia o a los 29 de Gran Bretaña; que si las tarifas eran altas; que si era un país atrasado económicamente... Da igual: sobraban trenes como hoy sobran un millón de pisos.
¿Y qué le sucede a una empresa de trenes cuando tiene unas deudas enormes que no puede pagar con la venta de billetes? Que quiebra. En 1864 comenzaron a caer sociedades de ferrocarriles, al igual que en 2008 comenzaron a caer importantes constructoras e inmobiliarias en España que no vendían sus pisos.
Empezó el macabro baile de las fichas de dominó. Quebraban las sociedades de ferrocarriles, quebraban los bancos que les prestaban dinero, se arruinaban las personas que habían invertido en esos proyectos, arrastraban a las pequeñas familias que tenían allí sus ahorros, se hundían los campesinos que vendían comida a las ciudades pues se consumía menos, caían las empresas manufactureras que no recibían pedidos, se hundían los precios en general, crecía la cola del paro, se retiraba el crédito internacional, disminuía el volumen de dinero...
Alarmado por esta situación, el Gobierno se sacó un conejo de la chistera. Consistía en crear un banco nacional que agrupase los bancos en quiebra y renovase la confianza en la economía. Era coo el fondo de rescate bancario de hoy. ¿Quién podía poner el dinero? Por un lado, el Estado, emitiendo bonos (parecido a las letras del Tesoro), y por otro, inversores ingleses que se mostraban interesados en España.
Gran alegría cundió en Las Cortes cuando, el 9 de mayo de 1866, una comisión de las Cortes aprobó la creación de un Banco Nacional con un capital de 302 millones de pesetas. Mayor alegría se experimentó cuando se supo que la conocida casa inglesa de valores Overend, Gurney & Co actuaba como garante de 12,6 millones de libras, que al cambio era la tercera parte del capital. Estábamos salvados.
El 10 de mayo, al día siguiente, empezaron a llegar cables preocupantes desde Londres. Overend, Gurney & Co se declaraba en quiebra para no abrir nunca más. Era el Lehman Brothers de 2008. En Londres cundió el pánico. En España, el terror. Dos días después suspendieron pagos dos firmas de crédito en Cataluña, a las que siguieron empresas privadas que cotizaban en bolsa. Para no extender la infección, se decretó el cierre de la Bolsa de Barcelona, pero fue inútil porque todos los bancos de la ciudad, excepto el Banco de Barcelona, suspendieron sus actividades.
La autoridad militar obligó a los bancos a abrir para pagar a los industriales "para que estos a su vez pudieran pagar los salarios a los obreros", escribe Tortella en su excelente libro Los orígenes del capitalismo en España (Tecnos, escrito en 1973). Las quiebras asolaron el país. Los prestamistas internacionales dejaron de comprar deuda española.
En Madrid la crisis provocó la rebelión de los cuarteles y el Gobierno mandó fusilar a 40 sargentos. En junio de ese mismo año dimitió el presidente del gobierno, Alonso Martínez. A finales de esa década, casi la mitad del sistema financiero español había desaparecido. España estaba hundida.
En 1868 dos generales dieron un golpe de Estado. El pueblo, los partidos políticos y los militares apoyaron la Revolución Gloriosa. Cayó la monarquía y vino la Primera República. Todos estaban hartos de la penuria económica.
Etiquetas: Economía para curiosos
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