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sábado, abril 27

El saqueo que el 'tycoon' W.R. Hearst hizo del tesoro artístico español


(Un artículo de Peio Riaño en elconfidencial.com del 10 de enero de 2013)

Hubo un tiempo en que España vendía su patrimonio artístico al peso. Un tiempo en el que cuanto más se pudiera estirar el talonario para comprar a vecinos, políticos, historiadores, periodistas, sacerdotes y obispos, más fácil era sacar del país un convento, sillar a sillar, embaladas en cajas de madera, como un rompecabezas irresoluble de 36.000 piezas, transportadas en once barcos para volver a montarlo en la finca de un multimillonario al otro lado del Atlántico. Era la España pobre, ignorante y analfabeta sometida a la dictadura de Miguel Primo de Rivera, en la que el dólar resolvía leyes, límites y trabas. Era una España que veía en su herencia artística un estorbo que, en su mayor fortuna, convertía en un establo o dejaba a la ruina y el olvido.

Para cuando Erik 'el Belga' se dedicó en la década de los setenta del siglo pasado a asaltar las iglesias, algunas veces con la complicidad y el soborno de curas y cabildos, otros habían peinado ya cincuenta años antes las tierras de conventos y palacios en busca de joyas exóticas para su capricho y colección.
No eran ladronzuelos que actuaban por la noche y vendían al mejor postor por el día; eran multimillonarios que pagaban por la dilapidación y que si se ensuciaron sus manos en la razzia artística fue con los giros bancarios que solicitaban sus intermediarios en el país que expoliaban. No ha habido magnate de fortuna norteamericana del primer cuarto del siglo XX que no haya metido mano en el tesoro español: desde John D. Rockefeller, J. P. Morgan, Samuel H. Kress, Andrew Mellon, Henry Clay Frick, Charles Deering a William Randolph Hearst.

Además de carecer de escrúpulos, el padre de la prensa sensacionalista, W.R. Hearst, tenía un insaciable gusto acaparador que culminó con el saqueo del patrimonio europeo y no paró hasta que la Gran Depresión de 1929 tumbó sus aspiraciones megalómanas. Los irreparables daños que ha causado al conjunto de bienes históricos y culturales de este país nacen de la combinación de tres factores destructivos: la voracidad del llamado coleccionista, la ignorancia del pueblo y la mezquindad de políticos y clero corruptos.

En abril de 1929 se firma la fugaz y silenciosa venta de una enorme reja del siglo XVIII, que se hizo para cerrar el coro de la catedral de Valladolid, entre el cabildo y el intermediario del millonario. El acuerdo le hizo dueño de la maravillosa forja por una peseta y quince céntimos el kilo. Por el mismo precio el comprador se llevó dos púlpitos de lectura del antiguo presbiterio, una “colección de hierros sueltos e inservibles” y el zócalo de piedra en el que se encontraba la reja. Todo por “la cantidad alzada de quinientas pesetas”. Hoy divide uno de los espacios del Metropolitan Museum of Art de Nueva York.

Hearst como coleccionista fue un dislate que acumuló por cantidad más que por calidad, no se rodeó de auténticos artistas ni de entendidos en arte. Un pretencioso fanfarrón que acaparó objetos de diversa categoría para enseñar a sus visitas. En apenas quince años, el alter ego de Charles Foster Kane, creado por Orson Welles, saqueó conventos y monumentos, y sustrajo artesonado, armaduras, tapices, cuadros, muebles, objetos de oro y plata, objetos artísticos, cerámica, porcelana y cristalería, edificios y partes, autógrafos, manuscritos y dibujos originales, vitrales, colgaduras misceláneas, joyería y piedras preciosas, banderas y estandartes, alfombras, así como elementos arquitectónicos que fue insertando en la decoración de sus más de una docena de residencias.

Basta con la recreación del “apartamento” que poseía en Nueva York para entender las dimensiones del apetito devorador al que respondía con un plan demencial. En los cinco últimos pisos del edificio Clarendon, en Manhattan, frente al Hudson, estaba la Tapestry Gallery, un gran salón de 94,5 pies de largo, por 27 de ancho y 36 de altura, cubierto por bóvedas góticas de estilo tudor, realizado todo en piedra, con cuatro puertas góticas flamencas de arcos conopiales y dos monumentales chimeneas francesas. Entre su colección de armaduras y tapices, colgaba “El credo de los Apóstoles”, tapiz procedente de la catedral de Toledo. Cuando el millonario se quedó sin nada y tuvo que venderlo todo, los nuevos dueños del quíntuplex convirtieron los anteriores 24 apartamentos en otros 60.

Hearst no actuó solo. La codicia del empresario tuvo un compinche único en España: Arthur Byne, el agente de Hearst en España, sus ojos, su comercial, quien cocinó los mejores platos para su cliente, un tratante de guante blanco con contactos en ministerios y parroquias, un gran farsante y especulador del arte, el hombre de prestigio que escondido bajo el disfraz de hispanófilo realizó en nuestro patrimonio artístico “una de las más trágicas sangrías que se pueda imaginar”, desde 1914 hasta 1931, como apuntan los historiadores José Miguel Merino de Cáceres y María José Martínez Ruiz en el libro “La destrucción del patrimonio artístico español” (publicado por Cátedra). Las investigaciones de Byne, su obra escrita, sus libros y artículos, “no es otra cosa que el catálogo de las piezas artísticas que pretendía vender y de hecho, en muchos casos, vendió”.

Reconocen que a pesar de los años dedicados a la investigación sobre las actividades de este siniestro personaje, todavía sigue siendo un misterio para ellos habida cuenta del secretismo con que desarrolló sus actividades. Sin embargo, han tenido acceso a cartas y telegramas que Byne mantuvo con el magnate de la prensa y con su brazo derecho, la arquitecta Julia Morgan, responsable de levantar los deseos del millonario.

“Creo que el Sr. Byne debe continuar mejorando la caza. Estoy seguro de que hay muchos palacios y mejores, aunque sé que las dificultades estriban en su salida de España”, es la respuesta de Hearst a Morgan, en 1931, respecto a las ofertas del marchante. La narración de misivas y comunicados entre ambas partes del mundo es realmente espeluznante y lo que hacen de este libro uno de los ensayos más importantes publicados en el último año.

El matrimonio Byne empezó vendiendo al magnate fotografías de arquitectura española, del románico, gótico y renacimiento, pero en pocos años deciden convertirse en anticuarios para vender a gran escala media España, “la tierra de los claustros por excelencia”, como él mismo la definió. “Mirando sus fotografías, se nos ocurrió al Sr. Hearst y a mí que quizás usted pudiera sacar los arcos, bóvedas, muros, etc., sin modificar el aspecto exterior. En cualquier caso, el Sr. Hearst dice que, por favor, lo consiga de alguna manera, aunque tenga que recurrir a comprar al periódico adverso”, escribe Morgan a Byne en 1931 respecto a la fallida compra del claustro del convento de San Benito de Alcántara (Cáceres), confirmando las peores alusiones del ciudadano Kane de Welles.

No debieron pintarle del todo bien las cosas al matrimonio Byne con la Administración republicana, señalan los historiadores, ya que con la fecha de 19 de julio le vemos quejándose a Hearst: “El actual ministro de Bellas Artes parece decidido a declarar Monumento nacional cada grano de arena”.
“Desde que el nuevo Gobierno (el siguiente a la Dictadura) se ha hecho cargo del poder, está realizando un esfuerzo para atajar la venta de objetos de arte por parte de los obispos de la Iglesia española […] Esto ha desatado las iras de los obispos que claman por su libertad para vender cuanto les plazca”.
El final de la ignorancia y el desprecio de los españoles por su patrimonio hundían su negocio. Años antes la mujer de Byne, Mildred Stapley, escribía el retrato más crítico y más cínico de todos de aquel negocio clandestino: “Él conoce bien la enorme suma de dinero estadounidense gastado en la adquisición de monumentos históricos españoles, monumentos que los propios nativos vergonzosamente han maltratado. Del mismo modo que él sabe que si el arte español se vende fuera del país es porque son los propios españoles quienes imploran a los extranjeros que compren, a precios siempre fantásticos por sus productos”.

Ese maltrato es el que mandó a los claustros de Óvila y de Sacramenia a los EEUU. El primero llegó a California en 1931, en 11 barcos y quedó arrinconado en los almacenes portuarios de San Francisco. En 1941, ahogado por el hundimiento de su emporio, decidió deshacerse del molesto cargamento, que no llegó a desembalar nunca, cediéndolo a la ciudad por la irrisoria cantidad de 25.000 dólares, cuando en la operación llevaba invertido casi medio millón de dólares. Hoy, desperdigado, algunos de sus elementos han sido reutilizados en la ampliación de un nuevo monasterio al norte de San Francisco.

El claustro del monasterio segoviano de Sacramenia también estuvo arrumbado en los almacenes que poseía el empresario en el Bronx. Quince años, descuartizado pieza a pieza a la espera de que apareciese la oportunidad de venderlo. Así que lo vendió por 7.000 dólares, aunque lo había comprado por 50.000 dólares. Hearst había invertido en el monasterio, entre compra, embalaje, transporte, reembalaje y almacenaje más de 170.000 dólares, y siempre se mostró reacio a su venta, que ocurrió en 1951, cuatro meses después de la muerte del magnate. Dos promotores inmobiliarios se hicieron con él que lo querían alzar como principal reclamo turístico en Miami. Tenían que reconstruir un rompecabezas de 36.000 piezas que habían sido mal clasificadas. Allí quedó.

El ocaso del imperio Hearst arrecia con fuerza en 1937. Las pérdidas de sus empresas tras la Depresión, las deudas y los impuestos sin pagar amenazan la economía del empresario que vende la mayor parte de sus posesiones. Liquida sus periódicos, un buen número de sus residencias y pone a la venta sus colecciones de arte. La gran venta sucede en 1941, en Nueva York, con “precios eran de saldo”, “sólo alcanzaron el diez por ciento” de lo que Hearst había pagado por ellos. Una gran almoneda. Las mejores colecciones norteamericanas bebieron de la caída de este imperio, que se enriquecieron con obras singulares de la historia del arte a precios de saldo.

El botín de las grandes fortunas norteamericanas dejó en España heridas que no cicatrizan, por las que se han marchado obras capitales de grandes maestros como El Greco, Goya o Velázquez, gracias a los consejos y negocios de los mismos que decían protegerlas de su desaparición. Una época de destrucción, expolio, venta, abandono y exportación que no hemos abandonado del todo.

La ruina del patrimonio artístico sigue siendo una de las especialidades del segundo país con más bienes de la humanidad, según la UNESCO, y el tercero que peor los cuida, según el último informe del Fondo Mundial de Monumentos (WMF en sus siglas inglesas). El 30% menos cada año en los presupuestos públicos para su conservación y restauración (ni los robos en iglesias o las desafortunadas restauraciones de vecinos), no es el síntoma que corrobora que la herencia cultural está libre de la sangría monumental que padeció en las dos primeras décadas del siglo XX.