El lado salvaje de Gauguin
(Un artículo de Gloria
Otero en el XLSemanal del 23 de septiembre de 2012)
Parecía destinado a
ser un satisfecho burgués, pero acabó viviendo como un indígena, en medio del
Pacífico, conviviendo con niñas casi púberes. «Nuestra vida de hombres
civilizados está enferma, nuestro arte también. Solo podemos devolverle la
salud empezando de nuevo, como salvajes».
Nadie diría, viendo sus famosos cuadros tan decorativos y
amables, que su autor fue un hombre acosado por la miseria y la enfermedad.
Pendenciero, ególatra y manipulador. En perpetua búsqueda de paraísos ideales
que serían su perdición.
Du pintura no alcanza la altura de la de otros
contemporáneos, pero no hay personaje tan legendario como él en la fabulosa
nómina de los artistas modernos. Seguramente porque ninguno se enfrentó al
fracaso con tal testarudez. Y eso que parecía destinado a ser un satisfecho
burgués. Su madre era de noble ascendencia española. Su padre, un prestigioso
periodista que, desilusionado de la política francesa, decidió trasladarse con
su familia a Perú. Murió en el viaje, pero su 'ejemplo' no. Gauguin lo recogió.
Pasó la infancia en el país andino. Arropado por la rica familia materna y el
brillante colorido de la naturaleza y la sociedad limeña. El retorno a Francia
fue una insoportable bofetada. Se le atragantan los estudios y se enrola en la
marina mercante y en la Armada Francesa después. Es su primera fuga, con 17
años.
Al regreso, el tutor de sus hermanos se ocupa de él. Gustavo
Arosa es un personaje insospechado, con florecientes negocios y una magnífica
colección de cuadros y contactos. De su mano, el joven marino se convierte en
agente de Bolsa y pintor aficionado. Gana dinero, conoce a Degas, Pissarro, Van
Gogh..., y se casa con la joven danesa Mette Sophie Gad. Es su irrepetible
momento dorado. Expone con los impresionistas, tiene un hijo cada año, hasta
cinco. Pero una crisis financiera lo deja sin trabajo y, decidido a vivir de la
pintura, comienza su particular calvario de burgués renegado. «Nuestra vida de
hombres civilizados está enferma, nuestro arte también. Solo podemos devolverle
la salud empezando de nuevo, como niños o como salvajes», escribe. Él elige, a
conciencia, lo segundo. Envía a su familia a Dinamarca porque no puede
mantenerla. Se embarca a Panamá, trabaja en la construcción del canal y no deja
de pintar. Pobre y enfermo de paludismo, decide regresar. Comienza un ir y
venir de Francia a ultramar, que nada tiene que ver con el esnobismo que elogió
Baudelaire: «El verdadero viajero es el que parte por partir». O con la búsqueda
de exotismo de los artistas románticos. Gauguin viaja por algo mucho más
moderno, por necesidad económica y existencial.
Huye del París que inaugura los bulevares y la torre Eiffel
y, mientras Europa se lanza a la revolución científica e industrial, él abre
paso al boom de lo primitivo.
Se instala en Bretaña, donde
afianza un estilo al margen del impresionismo: «Yo intento expresar el
pensamiento, no copiar la naturaleza dice. Quiero reflejar la realidad a través
de la imaginación». Le atrae esa región, que conserva intactas sus tradiciones
y su honestidad. Y le escribe a su mujer: «Tú no amas el arte. ¿Qué amas
entonces? El dinero». Pinta de memoria, no del natural, dispuesto a poner el
color y la forma al servicio de la emoción. Como su amigo Van Gogh, con el que
se cita en Arlés para pintar juntos. Dos visionarios tête à tête no podían
acabar bien. En un famoso rapto de locura, celos o terror de la soledad, el
holandés se cortó una oreja frente a él. Gauguin, aterrado, vuelve a París y se
autorretrata como Cristo crucificado, el cuadro que entusiasmó a Mallarmé «por
su bárbaro esplendor». Pero el apoyo del príncipe de los poetas no aumentaba
sus ventas.
En abril de 1891, a los 44 años, embarca a Tahití: «Vivir no
es necesario, navegar sí». Tras dos meses de viaje, la capital, Papeete, lo
desilusiona. Demasiados funcionarios europeos depredadores y racistas. Pinta,
envía los cuadros a París y aguarda en vano la llegada de algún cheque.
«Esperar es casi vivir. Yo tengo que vivir para cumplir con mi deber hasta el
final. Y solo puedo hacerlo aumentando mi ilusión. Creándome esperanzas. Todos
los días, cuando como mi trozo de pan con un vaso de agua, llego a creer, con
un esfuerzo de voluntad, que es un filete».
Recorriendo el interior más salvaje de la isla conoce a
Tehamana, una indígena de 14 años con la que se va a vivir. Tal y como contó él
mismo, fue muy fácil: «La saludé, ella sonrió y se sentó a mi lado. '¿No tienes
miedo de mí?', le pregunté. 'No', dijo. '¿Quieres vivir para siempre en mi
cabaña?'. 'Sí'. '¿Has estado enferma alguna vez?'. 'No'. Eso fue todo».
Dos años después, enfermo y sin un céntimo, Gauguin pide ser
repatriado. Su doble naturaleza, espiritual y salvaje, le pasa factura una y
otra vez. De nuevo en París celebra su primera muestra individual. Presenta 44
cuadros haitianos en los que renuncia a la perspectiva y el volumen. Asombran
por su naturaleza bárbara y melancólica, pero fracasan. Aunque una inesperada
herencia le da un último respiro. Abre estudio en Montparnasse con un cartel que
decía «Aquí se ama» y lo convierte en un exótico rincón de los Mares del Sur.
Allí vive con Annah, una mestiza javanesa de 13 años que le presentó su
marchante y acabó desvalijándole. Físicamente destruido por el alcohol, los
problemas cardiacos y la sífilis, pero atento al verso de Mallarmé, «la carne
es triste, ¡ay!, y he leído todos los libros. ¡Huir...! ¡Lejos, huir!»,
emprende a los 47 años su definitivo viaje a Tahití.
Busca los cuerpos dorados de las indígenas, pero se mete en
furibundas disputas contra los funcionarios y los misioneros que destruyen la
cultura local y lo acusan de escándalo público por bañarse desnudo. Entra y
sale del hospital, donde lo clasifican como indigente; escribe mucho: libros,
cartas, panfletos. Tiene una hija con una maorí llamada Pahura. «En Europa, la
gente ser empareja por amor reflexiona. En Oceanía, el amor es consecuencia del
coito».
Y pinta sus cuadros más famosos: Días deliciosos, Las
bañistas, Dos tahitianas, Jinetes en la playa... Obras de idílica armonía que
en nada traslucen su borrascosa vida. Sobre todo la significativamente titulada
¿De dónde venimos?, ¿quiénes somos?, ¿adónde vamos?, considerado su testamento
artístico. Y una síntesis de esa visión del mundo que lo llevó, de huida en
huida, hasta una cabaña que se construyó en las islas Marquesas y a la que
llamó La Casa del Placer, para provocar a los odiados misioneros.
Allí murió, a los 55 años, sin más compañía que la de un
viejo brujo maorí y un pastor protestante. «De mí se ha dicho todo lo que se
debía y no se debía decir. Y yo deseo solo silencio. Que me dejen morir
tranquilo y olvidado. Si he hecho cosas bellas, nada las empañará. Si he hecho
basura, ¿para qué dorarla y engañar a la gente con la calidad de la mercancía?
En todo caso, la sociedad no podrá reprocharme haberle sacado mucho dinero con
mentiras».
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