Celestino V, el primer Papa que dimitió
(Extraído de un artículo de Juan Manuel Laboa en el
suplemento dominical de El Mundo del 24 de febrero de 2013)
A la muerte de Nicolás II, 11 cardenales se reunieron en
abril de 1292 con el fin de encontrar un candidato aceptable para ser elegido Papa.
No fueron capaces porque estaban divididos y enfrentados. Tras más de un año de
forcejeos en estado de absoluto desconcierto, se enteraron de la predicación
apocalíptica de un eremita muy conocido y respetado en el sur de Italia en la
que amenazaba a la Iglesia con toda suerte de calamidades si no llegaban a una elección
rápida. Los cardenales decidieron designar por unanimidad precisamente a ese
eremita, convencidos de que estaba movido por una cierta inspiración divina. El
anciano, aunque asatado por todas las dudas del mundo, aceptó la designación imprudentemente
o, tal vez, proféticamente, y tomó el nombre de Celestino V.
El Papa, que nada tenía que ver con la curia ni con el
ambiente romano, representaba el ala del cristianismo que más detestaba la
riqueza, la mundanidad y la mezcla de la Iglesia con la política, es decir, la
línea contraria a la de los cardenales que lo habían elegido y que, ciertamente,
no estaban dispuestos a muchos cambios. Celestino V, hombre sencillo y
profundamente espiritual, no estaba preparado para afrontar los manejos e
intrigas de estos personajes.
¿Por qué lo eligieron? Confluyeron diversas causas: por el
cansancio ante una situación que no eran capaces de dominar, por la convicción
de que el santo hombre sería dócil y no les causaría problemas, porque pensaron
que ciada su edad duraría poco y por la ilusión de que conseguiría transformar
la Iglesia, sin darse cuenta de que los santos resultan siempre imprevisibles y
difícilmente siguen las normas de los mundanos, aunque lleven púrpuras y
anillos.
Al poco tiempo de ser elegido, Celestino V comenzó a madurar
la idea de abandonar el cargo y preguntó a los expertos de derecho canónico si
era posible que el Papa dimitiese. Le
respondieron que ninguna ley ni divina ni humana lo impedía.
Aunque Dante juzgó con enorme severidad este abandono en su
Divina comedia -fundamentalmente por opciones políticas-, es más justo
considerar la decisión papal como una muestra de su libertad de espíritu y de
la aceptación humilde de que no podía ejercer debidamente el cargo por su edad
y por su incapacidad para vérselas con la ambición, los juegos sucios y la
deslealtad de quienes le rodeaban. Aparece también en el trasfondo de este caso
la dificultad de conjugar convenientemente las exigencias de una Iglesia
política con las propias de la Iglesia mística. Demasiadas contradicciones para
un espíritu sencillo que había decidido en su juventud seguir a Cristo sin
condiciones ni glosa.
Liberado del pontificado a los cinco meses de haberlo
asumido, Pietro Morrone quiso volver a su amada ermita. Pero su sucesor,
Bonifacio VIII, temiendo que sus enemigos lo utilizaran chantajeándole con un
cisma, lo secuestró y mantuvo prisionero en el castillo de Fumone, donde murió
el 19 de mayo de 1296 a los 81 años de edad. Inmediatamente corrió la voz de
que había sido asesinado y, aunque nada probó la acusación, el pueblo que lo
admiraba lo consideró mártir. Clemente V lo canonizó el 5 de mayo de 1313 en la
catedral de Avignon (Francia).
[…]
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