Marte, una aspiración de siglos
(Un artículo en el XLSemanal del 12 de agosto de 2012)
Un misterioso vagabundo espacial de color rojo que parece
moverse hacia atrás y cada dos años regresa a la misma posición. Así veían los
antiguos griegos al planeta más· cercano a la Tierra. Era un astro singular y,
como tal, despertó una fascinación que ningún otro cuerpo celeste ha despertado
jamás. Los griegos pensaron que aquel misterioso vagabundo espacial se merecía
un nombre con personalidad.
Le pusieron Ares, por el dios de la guerra: Marte en su
versión romana. Para entonces, en todo caso, el planeta rojo llevaba siglos
cautivando a la humanidad. Los egipcios lo llamaron sekhed-et-em-khet-ket (el que viaja hacia atrás), pero babilonios,
hindúes, chinos, mayas, aztecas... el mundo entero siempre quiso saber más
sobre este vecino del que apenas nos separan, según su posición, entre 102 y 59
millones de kilómetros.
Durante siglos, el movimiento del planeta rojo centró las
observaciones de los estudiosos, desde Ptolomeo, en los primeros compases de
nuestra era, hasta los tiempos del danés Tycho Brahe -«el más grande observador
del cielo hasta la invención del telescopio»-, el hombre que registró por
primera vez sus ciclos con una exactitud sorprendente para su época.
A su muerte, su discípulo, Johannes Kepler, trabajó una
década sin descanso para desarrollar sus leyes del movimiento planetario,
predecir el movimiento de Marte y, de paso, revolucionar para siempre la
ciencia. Curiosamente, en 1609, el mismo año en que el astrónomo y matemático
alemán revelaba sus resultados, el italiano Galileo Galilei dirigía su rudimentario
telescopio hacia el cielo para iniciar el renacimiento de la astronomía,
permitir la observación directa del universo y hacer que la imagen del planeta
rojo comenzara a ganar en nitidez.
Cincuenta años después, el holandés Christiaan Huygens
percibió una zona oscura con forma triangular en su superficie y realizó los
primeros dibujos de lo que hoy se conoce como Syrtis Major, la mancha más
característica en la superficie marciana. No fue su única aportación, Huygens
estableció su velocidad de rotación en 24 horas -el valor reconocido hoyes de
24 horas, 37 minutos y 22 segundos-, lanzó una aproximación bastante certera de
su tamaño e incluso elucubró sobre las civilizaciones que, según su convicción,
vivían allí.
Las aportaciones se fueron sucediendo: en 1704, Giacomo
Maraldi observó puntos blancos en ambos polos, anunciando la presencia de agua;
en 1777, William Herschel concluyó que su atmósfera era poco densa y que Marte
gozaba de estaciones comparables a las terrestres. Sus habitantes, sugirió,
«debían disfrutar de una situación similar a la nuestra». Un siglo después, la
suposición del astrónomo alemán comenzaría a dominar la visión popular del
planeta.
Una oposición de Marte - la Tierra se sitúa justo entre este
y el Sol- que coincida con el día de máxima cercanía entre la estrella y
nosotros es el sueño de todo apasionado por el planeta rojo. Así ocurrió el 5
de septiembre de 1877 y toda la clase astronómica pasó aquella noche mirando al
cielo. Hubo hallazgos de todo tipo, pero el que marcaría la futura observación
marciana lo realizó Giovanni Schiaparelli al revelar toda una intrincada red de
canales sobre la superficie. El astrónomo italiano nunca dijo que aquello
hubiera sido creado por vida inteligente. Poco importó, los marcianos habían
llegado para quedarse y atravesar toda la cultura popular del siglo XX.
Los monstruos marcianos que H. G. Wells definió en La guerra
de los mundos en 1897 invadirían en los años 20 las revistas baratas iniciando
la edad de oro de la ciencia ficción. El clímax de esta enajenación colectiva
lo marcó una célebre transmisión radiofónica. La noche del 30 de octubre de
1938, Orson Welles adaptó la obra de Wells, y cerca de dos millones de oyentes
escucharon que los marcianos estaban invadiendo la Tierra y se lo tomaron a
pies juntillas.
La guerra fría y la era nuclear fusionaron la amenaza con el
átomo y el comunismo, dando lugar a algunas de las historias más delirantes
jamás creadas. Al mismo tiempo, la carrera tecnológica abrió nuevos caminos.
Los soviéticos, en 1960, lanzaron la primera nave dirigida a Marte. Ni siquiera
abandonó la atmósfera. Los intentos se sucedieron a ambos lados del telón de
acero hasta que el 14 de julio de 1965, la Mariner
4, lanzada por la NASA ocho meses antes, sobrevoló la superficie marciana. Lo
que vio cambió para siempre nuestra visión del planeta rojo. Aquellas imágenes
enterraron la idea de hallar allí un mundo habitable, pero el retrato que la
ciencia nos ofrece ahora es, si cabe, el más excitante de los últimos cinco mil
años.
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