Raymond Chandler, de la petrolera a la literatura
(Un artículo de Inma Muñoz en el suplemento dominical de El
Periódico de Aragón del 4 de agosto de 2013)
Corría 1932 y él no era ya ningún pipiolo: había cumplido los 44 y le tocaba volver a reinventarse, como había hecho al volver del frente una vez acabada la I Guerra Mundial, cuando había decidido estudiar contabilidad, aceptar un empleo en la petrolera y empezar esa prometedora escalada profesional que le había llevado a los puestos directivos. Pero la escalada había acabado en batacazo por culpa de su mala cabeza. Su hígado y su esposa sin duda lo lamentaron. Los que solo un año más tarde podrían empezar a gozar de sus relatos, seguro que no.
Porque ese despido lo cambió todo. Chandler pensó que había llegado la hora de dedicarse a lo que realmente le apasionaba: la literatura. Hijo de un estadounidense y una británica, cuando sus padres se divorciaron, su madre se lo llevó a Inglaterra, donde cuidó con mimo su formación. Estudió latín y griego y leyó a los clásicos, y llegó a publicar un libro de poemas y un relato. Se crió entre historias victorianas de fantasmas y adorando a autores como Saki, pero en Estados Unidos descubrió el pulp y, cuando decidió que la literatura sería lo que le salvara de la ruina financiera y personal que le iba a acarrear el despido, optó por adentrarse en el género negro porque, aunque menor según su criterio, o precisamente por eso, sentía que estaba a su alcance.
Publicó el primer relato a los 45, Los chantajistas no disparan, confirmando esa pequeñez, pero cuando en 1939 debutó con su novela El sueño eterno, en 1940 triunfó con Adiós, muñeca y en 1943 remató con La dama del lago, el género se había hecho -él lo había hecho- enorme.
Etiquetas: libros y escritores
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