Caravaggio, el más revolucionario y pendenciero de los pintores clásicos
(Un artículo de Berta Blanco en el XLSemanal del 25
de julio de 2010)
Porto Ercole es una pintoresca localidad toscana,
con siglos de historia. Indagando en ella, un investigador local ha descubierto
lo que podrían ser -con un 85 por ciento de probabilidad- los restos de
Michelangelo Merisi, Caravaggio, el más grande pintor del barroco italiano. La
fatídica secuencia de sus últimos días de vida quedaría por fin confirmada.
Un hombre de mediana edad, alto, barbado, vagando
medio loco por la bahía; buscando inútilmente el velero en el que partió de
Nápoles con unas pocas pertenencias y tres cuadros para pagarse un indulto
papal por homicidio en Roma. Las tropas españolas que ocupaban el lugar lo
habían detenido por un error. «Cuando lo liberaron, no halló la falúa por más
que la buscó, desesperado, hasta caer tendido en la playa bajo el látigo del
Sol. Así murió, tan mal como había vivido» escribió Giovanni Baglione, su
biógrafo y envidioso rival. Sin entierro ni honor alguno. Y eso que era el
pintor favorito de la sofisticada aristocracia romana y las altas jerarquías vaticanas.
Él, que había asombrado a todos con la audacia y la rara perfección de su
técnica desde sus primeras obras. Como si no hubiera conocido las dudas del
aprendizaje y sus inicios hubieran sido fáciles y amables. Pero nada fue así en
su vida. Junto con su prodigioso genio, el joven Caravaggio dio enseguida muestras
de un carácter ingobernable y pendenciero, que marcaría su destino...
Hijo de un maestro de obras, y huérfano desde los 13
años, con 17 escapa de Milán y se va a Roma, huyendo por primera vez de la
cárcel tras una pelea. En la capital reinaba entonces el manierismo. Un estilo
que se perdía en complicadas simbologías. Caravaggio irrumpió como una tormenta
en el mediocre panorama estético de fines del XVI, rompiendo su letargo con su
revolucionario realismo y su vida desenfrenada.
Empezó haciendo cabezas a un ochavo. Tres al día. Y no
sale de la pobreza hasta que el cardenal Francisco Maria del Monte se interesa
por su obra y lo aloja en su fastuoso palacio como pintor privado. Allí arranca
su meteórica carrera, en el ambiente de refinada erudición y homoerotismo de
aquel círculo social en el que vivió durante cinco años. Del Monte, músico,
alquimista y seguidor de Galileo, al que la Inquisición condenaría unos años después,
encargó al joven Caravaggio cuadros capitales de su primera época: El tañedor de laúd, Cabeza de Medusa... Y
una obra muy especial, […] la decoración del techo de la villa Boncompagni, una
propiedad del cardenal a las afueras de Roma. Se trata de un enorme lienzo, porque
Caravaggio siempre rechazó la técnica del fresco, en el que se representa a
Júpiter, Neptuno y Plutón flotando desnudos en complicada perspectiva por el
cielo. Se dice que el pintor, con un espejo frente a sus genitales, fue el
modelo. Y que los pálidos y ambiguos jovencitos que aparecen en sus cuadros de
esos años eran castrati, que ilustraban el ideal platónico del amor, el
homoerótico. Leyendas al margen, las obras de esta primera etapa, cargadas de inocencia,
sabiduría o humor, abren la pintura a un mundo nuevo, en el que un solitario cesto
de frutas adquiere el mismo rango que un apóstol en oración. Un rango
majestuoso y monumental, del todo ajeno al moralismo costumbrista flamenco, que
fascinó a la aristocracia romana.
A él, por su parte, le fascinaba el juego y el mundo
de la noche, la prostitución, los chaperos... El reverso exacto, aparentemente al
menos, del mundo palaciego que lo había encumbrado. Como huésped del cardenal, disponía
de dinero, permiso de armas y respetabilidad. Privilegios que no frenan, al
contrario, su temperamento. Una ingente documentación policial acerca de sus
peleas y altercados con la justicia en Roma documenta su desenfrenado carácter:
hiere a un sargento y es encarcelado; el embajador de Francia interviene para
liberarlo; su biógrafo Baglione lo demanda por libelo y lo acusa de frecuentar a
chaperos; es denunciado por tirar un plato hirviendo a la cara a un mozo de
mesón; huye a Génova tras herir con un hacha en la cabeza a un notario que
cortejaba a una prostituta amante suya... Esta imparable sucesión de altercados
coincide con los años de sus grandes encargos; cuando gracias a la mediación
del cardenal lo eligen para decorar la capilla Contarelli, en la iglesia de San
Luis de los Franceses. Con sus tres monumentales lienzos de la vida de San Mateo
se consagra como el maestro indiscutible, no sólo para el selecto grupo de
coleccionistas privados que lo había protegido, sino para el público en general,
que por primera vez podía contemplar su obra. La Iglesia contrarreformista se convierte
en su principal cliente; y Caravaggio, con su escandalosa vida y su escaso concepto
del ‘decoro’ en un pintor de temas religiosos. Eso sí, en el más revolucionario
de la historia, porque si bien logró acercar el milagro cristiano con inigualable
eficacia al espectador, ‘traduciéndolo’, en un lenguaje casi cinematográfico, a
un momento psicológico, también destrozó sus cánones iconográficos. Caravaggio utilizó
como modelos de sus cuadros a gente de los bajos fondos, en los que se movía con
naturalidad. Sus ángeles son chaperos; sus apóstoles, mendigos. Lo cual, claro
está, no dejó de crearle problemas. Tuvo que realizar segundas versiones de varias
obras y otras tantas, directamente, no llegaron a colgarse; aunque, eso sí, encontraron
rápidamente comprador privado.
El mismo año que entrega las pinturas para San Luis
de los Franceses, el 1600, le encargan las de una capilla en Santa María del
Popolo. Desde los frescos de Masaccio en la capilla Brancacci y los de Miguel
Ángel en la Sixtina, no se había pintado nada de tal envergadura en Italia. Se
suceden los encargos, La cena de Emaús,
El prendimiento de Cristo, La muerte de la Virgen... , y las peleas y
detenciones. La noche del 29 de mayo de 1606 discute con Ranuccio Tomassoni, un
gánstercillo local. Se habían peleado otras veces. Esta vez fue por el juego.
Recurren a las armas. Se hieren de gravedad y Tomassoni muere por las
puñaladas. Sus protectores no pueden levantar la condena a muerte que pesa sobre
él. Huye de Roma y se refugia en Nápoles, la ciudad más floreciente de Italia. En
pocos meses se convierte en el artista de moda y pinta sin cesar: Las siete obras de Misericordia, La flagelación
de Cristo, David con la cabeza de Goliat... Pero el éxito no lo distrae de
su objetivo: el indulto y poder regresar a Roma.
Para facilitarlo, se traslada a Malta y se pone en
contacto con los Caballeros de la Orden. Retrata al Gran Maestre y lo nombran
caballero. Parece que su vida se endereza al fin cuando otra pelea lo lleva
nuevamente a la cárcel; esta vez por herir a otro caballero de la Orden. Siguiendo
su fatal estrella, escapa y se refugia en Sicilia, doblemente perseguido ya,
por la justicia romana y la de la Orden de Malta.
Los dos últimos años de su vida son una frenética
huida de ciudad en ciudad, Mesina, Siracusa, Palermo, Nápoles. Y pese a saberse
amenazado de muerte, continúa recibiendo encargos y pintando sin cesar: El entierro de Santa Lucía, La degollación de
San Juan Bautista... Su estilo se simplifica. El colorido se reduce. El
vacío se apodera de grandes zonas del lienzo y todo cobra una inusitada
intensidad. Una noche de octubre de 1609, a la salida de un mesón en Nápoles;
lo rodean desconocidos y lo hieren gravemente. Lo dan por muerto y la noticia
llega a Roma. Desfigurado por las cuchilladas, pinta una Salomé con la cabeza
del Bautista en un plato y se la envía al Gran Maestre para que lo perdone.
Apenas repuesto, le llegan noticias de su indulto en
Roma. Pinta un San Juan y un David y Goliat, regalo para el cardenal
Scipion Borghese, sobrino del Papa, por su ayuda para conseguir el perdón.
Embarca rumbo a Porto Ercole, guarnición española cercana al Estado pontificio,
y es arrestado al desembarcar porque lo confunden con otro. Cuando lo liberan, dos
días después, la malaria, la sífilis o el saturnismo (envenenamiento por plomo,
que afectaba a los pintores) acaba con él. Sus huellas se desvanecieron con la velocidad
que había vivido. Pero su obra, apenas 50 pinturas, se agiganta con el tiempo.
Hoy es el más moderno de los Viejos maestros.
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