El enigma Houdini
(Un artículo de Inma Muñoz en el dominical de El Periódico
de Aragón del 28 de julio)
Eric Weiss llevaba ya 80 años reposando apaciblemente en el
cementerio de Machpelah, en Queens (Nueva York), junto a su querida madre,
cuando la publicación de un libro levantó una considerable polvareda sobre las
verdaderas circunstancias de su muerte, achacada oficialmente a una
peritonitis, y las de su vida, consagrada, según todas las crónicas de su época
y las de quienes le siguieron glosando muchas décadas después de su
fallecimiento, al ilusionismo.
El libro en cuestión aseguraba que el ilustre caballero
había sido víctima de un complot destinado a taparle la boca de forma
irreversible, y que si alguien tenía tan negras intenciones era porque él había
hecho méritos para ganarse una colección de enemigos por sus coqueteos con el
espionaje y su determinación de desenmascarar a quienes estafaban a los
incautos fingiendo ser capaces de contactar con los espíritus.
Puede que a estas alturas del relato ya esté claro quién era
en realidad Eric Weiss, pero, por si hay alguna duda, este es el título del
libro que publicaron en 2006 William Kalush y Larry Sloman: La vida secreta de Houdini. Porque así
es como Eric Weiss, el hijo de un rabino húngaro trasplantado en Wisconsin,
pasó a la posteridad: como Harry Houdini, el ilusionista más famoso de la
historia y, como ven, un verdadero enigma casi 87 años después de su muerte.
Más que dar respuestas, la obra de Kalush y Sloman abría
nuevos interrogantes, al asegurar que el mago había contado con el apoyo del
MI-5 para convertirse en una estrella mundial (a cambio, claro, de trabajar para
ellos), que no era el marido fiel que las crónicas y los biógrafos oficiales
pintaban y que de peritonitis nada: envenenamiento urdido por un lobi espiritista con la complicidad de
un médico.
La historia del complot convenció a parte de los descendientes de Houdini, que en 2007 solicitaron que se exhumaran los restos del mago para someterlos a la autopsia que no se le hizo en su momento. La oposición de otros miembros del clan, sin embargo, mantiene frenada la exhumación, y los huesos de Houdini siguen en su lugar. A no ser que, como el Cid, fuera capaz de agrandar su leyenda una vez muerto, que, a la vista de lo que llegó a hacer en vida, todo podría ser.
La historia del complot convenció a parte de los descendientes de Houdini, que en 2007 solicitaron que se exhumaran los restos del mago para someterlos a la autopsia que no se le hizo en su momento. La oposición de otros miembros del clan, sin embargo, mantiene frenada la exhumación, y los huesos de Houdini siguen en su lugar. A no ser que, como el Cid, fuera capaz de agrandar su leyenda una vez muerto, que, a la vista de lo que llegó a hacer en vida, todo podría ser.
El caso es que difícilmente se podrá tener la certeza
absoluta de cómo vivió y cómo murió, y eso, sin duda, multiplica su magnetismo
y la curiosidad por conocer al hombre de carne y hueso que había detrás de la
estrella de la ilusión. Y a eso contribuye un nuevo libro que ha llegado a las librerías
recientemente: Cómo hacer bien el mal,
una recopilación de textos, algunos escritos por él y otros sobre él, que tal
vez no proporcione las claves de lo que hacía, pero sí de por qué lo hacía.
“No, estimado lector, no es mi propósito contarle cómo abro
cerrojos, cómo escapo de una celda en cuyo interior he sido encerrado, tras
haber sido desnudado por completo y maniatado con pesados grilletes (...) ni
cómo descerrajo cualquier esposa reglamentaria que pueda fabricarse. No
todavía. Puede que algún día lo cuente, y entonces lo sabrá. Por el momento,
prefiero que todos aquellos que me vean saquen sus propias conclusiones”,
proclama él mismo desde el artículo que da nombre al conjunto.
Así que el estimado lector no encontrará en las 250 páginas
del libro publicado por Capitán Swing trampillas, falsos techos y orificios
para esconder ganzúas, pero sí mucho sentido del honor y aún más del
espectáculo. Y el retrato de una época en la que los charlatanes intentaban
sacarse un jornal vendiendo crecepelos, tragando vidrio, dejándose picar por
serpientes venenosas, vomitando aguas de colores o convirtiendo la deformidad
en show. Una época en la que por
hacerse ricos y famosos algunos maltrataban su cuerpo hasta extremos
inimaginables, con una alarmante falta de respeto por su integridad y por la de
los demás. En los más de 100 años que han pasado desde entonces las cosas han
dado un giro, aunque de 360 grados.
Pero vayamos a los orígenes. El enigma Houdini empieza en la cuna. Las semblanzas del mago relatan un nacimiento en Budapest, el 24 de marzo de 1874, y un traslado con sus padres y sus seis hermanos, cuando apenas tenía 4 años, a la localidad de Appleton (Wisconsin), donde su padre, rabino, debía hacerse cargo de una nueva congregación. Al abordar su vida en Cómo hacer bien el mal, en cambio, Houdini se proclama “estadounidense de nacimiento”, y fecha su llegada al mundo un 6 de abril de 1873, sin mucha más explicación. De hecho, dedica menos de una cincuentena de líneas a despachar su paso por la vida, que se resume en cómo el niño que se escapó de casa porque no quería ser mecánico (su madre lo había colocado de aprendiz en un taller con tan solo 9 años) se convirtió en el Rey de las Esposas y Escapista de Cárceles, y, con ese rimbombante título, en el ilusionista más famoso de todos los tiempos.
Pero vayamos a los orígenes. El enigma Houdini empieza en la cuna. Las semblanzas del mago relatan un nacimiento en Budapest, el 24 de marzo de 1874, y un traslado con sus padres y sus seis hermanos, cuando apenas tenía 4 años, a la localidad de Appleton (Wisconsin), donde su padre, rabino, debía hacerse cargo de una nueva congregación. Al abordar su vida en Cómo hacer bien el mal, en cambio, Houdini se proclama “estadounidense de nacimiento”, y fecha su llegada al mundo un 6 de abril de 1873, sin mucha más explicación. De hecho, dedica menos de una cincuentena de líneas a despachar su paso por la vida, que se resume en cómo el niño que se escapó de casa porque no quería ser mecánico (su madre lo había colocado de aprendiz en un taller con tan solo 9 años) se convirtió en el Rey de las Esposas y Escapista de Cárceles, y, con ese rimbombante título, en el ilusionista más famoso de todos los tiempos.
Lejos de casa, habiendo descubierto “a edad temprana la vertiente
más oscura de la vida”, se unió a un pequeño circo en el que hizo de todo: de
ventrílocuo, de payaso, de contorsionista y de lo que se terciara. Aquella fue
su particular universidad de la vida. De allí sacó, sin duda, las tablas que
después le resultarían fundamentales para triunfar.
Porque él mismo lo deja claro en otro de los textos que firma
en el libro, titulado Cómo dirigirse al
público: “Si quiere usted tener éxito, hágase a la idea de que su forma de
abordar al público será el aspecto más importante de su actuación”. No la
complejidad de la fuga, no el grosor de las cuerdas, no la profundidad del
tanque en el que le sumerjan boca abajo y enfundado en una camisa de fuerza: su
habilidad para vender el número.
Y ahí sí que no le ganaba nadie. Podía haberse escapado de
un cesto de mimbre a que artesanos holandeses habían tejido a su alrededor
cuando visitó ese país, del furgón en el que los condenados al gulag eran
trasladados a Siberia, de una muerte segura al ser arrojado a la gélida bahía
de San Francisco con las manos esposadas a la espalda y una bola de 34 kilos
atada a su cuerpo: nada de eso habría tenido la trascendencia que tuvo entonces
y que le ha convertido en leyenda si no hubiera contado con la complicidad de
la prensa, que llevaba hasta el último rincón del mundo sus hazañas. Allí donde
Houdini hacía algo grande, ya fuera saltar de un avión a otro en Australia o
llenar un teatro de niños pobres y encargar 500 pares de botas para calzarles,
como hizo en Escocia, siempre había al menos un periodista para dejar
constancia en letras de molde de lo ocurrido.
Houdini “era un ‘showman’, un fabricante de marca”,
sentencia el mago Teller, del dúo Penn & Teller, en el prólogo del libro.
Si de algo sabía más que nadie, era de márketing. Esa habilidad destaca también
Arthur Conan Doyle en quien un día fuera buen amigo y acabó siendo oponente por
culpa de sus posturas radicalmente enfrentadas sobre el espiritismo. Si Houdini
consagró media vida a dejar a los asistentes a sus espectáculos boquiabiertos
por lo inexplicable de sus números, consagró la otra media a cerrar la boca a
quienes pretendían sacar dinero al prójimo presentándose como médiums.
Para Conan Doyle, que creía firmemente en la existencia de
los espíritus y la posibilidad de invocarlos, la beligerancia de Houdini con
los espiritistas, en cuyos espectáculos se colaba para destripar los trucos que
empleaban, no era más que otro ardid para estar siempre en la primera línea, para
tener proyección pública. “Se trataba de un asunto que despertaba un vivo
interés en la gente y él sabía que podía constituir una fuente ilimitada de
publicidad”, explica el padre de Sherlock Holmes en el artículo El enigma de Houdini, también incluido en el libro de Capitán Swing.
Teller, en cambio, apunta a una motivación mucho más loable.
“Los ilusionistas engañan a su público. Pero solo durante un ratito, solo en el
teatro. Caído el telón (...) uno se siente maravillado, no estafado. Esta
distinción constituía un valor moral para Houdini”, expone. De ahí su afán por
desenmascarar a quienes pretenden aprovecharse de los incautos, que es también,
según su propia declaración, el motivo por el que se lanzó a escribir ese Cómo hacer bien el mal en el que recoge
el resultado de las entrevistas mantenidas con policías y delincuentes: “Salvaguardar
al público contra las prácticas de las clases criminales”, al tiempo que le
proporciona “una lectura entretenida e instructiva”.
Ladrones y magos comparten a menudo herramientas y
habilidades, pero con un fin y, sobre todo, un final muy diferente. Por el
texto de Houdini desfilan grandes maletas con sofisticados mecanismos que
atrapan los maletines descuidados en los andenes, sofás cuyo interior ha sido
preparado para alojar al caco que desvalijará la casa del inocente que acepte
cobijar el mueble y timadores que se aprovechan de la avaricia ajena para dar
el golpe. “Si los hombres no se empeñasen en querer conseguir algo sin dar nada
a cambio tal vez fueran capaces de conservar lo que sí tienen”, sentencia Houdini,
a quien también maravilla “cómo los pillos se toman más molestias en perpetrar
sus robos que los hombres honrados en ganarse el pan”. Por todo ello, llega a
una conclusión inapelable: “Se puede decir que no sale a cuenta llevar una vida
deshonesta, y a aquellos que lean este libro, aunque les informe de Cómo hacer bien el mal, solo les puedo
decir una cosa, en tres palabras: NO LO HAGAN”. Contundencia en mayúsculas
porque solo hay un rey del escapismo: él.
La relación de Houdini con la literatura no se limitó a su
truncada amistad con Conan Doyle. Como explica Teller, “reverenciaba la
erudición y le atormentaba su escasa formación académica”, ya que solo pudo ir
a la escuela hasta sexto curso, puesto que desde muy niño tuvo que contribuir a
la economía familiar con trabajos como limpiador de botas o vendedor de
periódicos. Compensó esas carencias convirtiendo su casa en una biblioteca,
algo de lo que le alardeaba en cuanto tenía ocasión. Invirtió tanto dinero en libros
que, cuando murió, en 1926, su colección se valoró en medio millón de dólares
de la época, más de seis millones de dólares de hoy (4,6 millones de euros). Lo
que no pudo comprar fue el talento como escritor, pero ahí le sonrió la
fortuna: en 1924, la revista Weird Tales
apostó por incrementar las ventas incluyendo en sus páginas firmas famosas, así
que llegó a un acuerdo con Houdini para publicar algunos cuentos con su nombre.
Debutó con un negro de lujo: Lovecraft, que puso sus atmósferas opresivas al
servicio del mago en un relato, Bajo las
pirámides, incluido en la selección de Capitán Swing. Hasta 1939, su nombre
figuró como único autor de esa historia.
No consta que ese engaño le molestara tanto como los que él
atribuía a personajes como Margery Crandon, una mujer que había convencido
incluso a algunos miembros de un comité de la Scientific American de que tenía poderes como vidente, y que
contaba con el apoyo incondicional de Conan Doyle, quien reprochaba a Houdini
que estaba tan obcecado con su campaña antiespiritista que no era capaz de
darse cuenta de que ella sí era una médium de verdad. Tampoco de que sus
propias hazañas, las de Houdini, no eran atribuibles solo al entrenamiento y la
destreza, sino que había algo más. Algo paranormal.
“Ni mi propia esposa conoce el secreto de algunas de mis
proezas”, había confesado el mago a la esposa del escritor. “No se trata de un
truco, sino de un don”, había asegurado un ilusionista chino al ver una de sus
actuaciones. Houdini era un médium, concluía Doyle, y su negativa a aceptar la
existencia de esa dimensión paralela un día le pasaría factura, advertía.
Y, de algún modo, así fue. En octubre de 1926, Houdini
recibió la visita de dos estudiantes, tras una actuación. Les aseguró que su
abdomen estaba preparado para aguantar los golpes más fuertes, y les retó a
pegarle. Los puñetazos de uno de ellos fueron tan terribles que le doblaron.
Pero él no estaba dispuesto a aceptar esa derrota y, desafiando a un dolor que
llevaba días atormentándole, quiso seguir con su vida como si nada hubiera
pasado. Murió una semana más tarde. Los golpes habían provocado una rotura del
apéndice que, al no ser tratada, había derivado en peritonitis. Todo muy
terrenal. Si no fuera por un detalle: el especialista en apéndice del hospital
donde fue ingresado dos días antes de su muerte se apellidaba Crandon, como la
médium. Era su marido.
También la fecha en que pasó a mejor vida merece una
mención: era 31 de octubre, la noche de las brujas. Desde entonces, y pese a
que Houdini debe de revolverse en su tumba, espiritistas de todo el mundo se
reúnen cada 31 de octubre a invocarle. No consta que jamás haya vuelto a
aparecer. Salvo en las librerías.
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