La Cartuja de Nuestra Señora de Las Fuentes
(Un texto de Guillermo
Fatás en el Heraldo de Aragón del 26 de enero de 2014)
Pretendo interesar al
lector por un inverosímil fraile aragonés que pasó años de su vida subido en
andamios, con frío y calor, para decorar con tenacidad insólita cientos de
metros de paredes y bóvedas de su convento monegrino. Hace decenios, cuando
supe de su vida, tuve una fuerte impresión de irrealidad, de fantasía
novelesca; pero no se trataba de una ensoñación: aquel monje era el paciente
autor de una inmensa y única pintura.
En el despacho de la
Facultad colgué hace lustros un folio con un microrrelato de Borges. Lo veo, ya
ajado, cada vez que me siento a trabajar. Su utilidad es recordarme a menudo
que lo mejor puede ser enemigo de lo bueno. En relación con mi oficio, el texto
me interpela casi audiblemente: no dejes -viene a decir- que el exigible rigor
en el método sea tal que ahogue la inteligencia.
En su búsqueda
incansable del trampantojo, Borges ideó un autor español, de nombre Suárez Miranda,
a quien imputar el inexistente libro 'Viajes de varones prudentes', titulo
improbable editado en Lérida en 1658. Más de uno tomó la cita por cierta. La
historia borgesiana, en su brevedad, causa una impresión vertiginosa, mareante,
pues se trata de una desmesura concebible y el escalofrío intelectual nace,
precisamente, de que el disparate pudo ser verdad. Es este: «Del rigor en la
ciencia. En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que de
Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio, toda
una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los
Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del
Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la
cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era
inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y los inviernos.
En los desiertos del oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas por
animales y por mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas
Geográficas». Desolador e inquietante.
La pieza se redactó en
1946, para una revista en la que, con seudónimo conjunto, escribían Borges y su
amigo Bioy. Se hizo famosa como página de la 'Historia universal de la
infamia', editada al poco. En fin, Borges la incluyó en 'El hacedor' y allí
aparece desde entonces, si no me equivoco.
En realidad, la idea es
de Lewis Carroll, en una obra poco famosa en España, pero que a su autor le gustaba
más que sus populares Alicias. Se titula 'Silvia y Bruno' y fue la última
novela publicada en vida de Carroll En la segunda parte (1893), hay un tipo
barbudo y de hablar germánico, un tal Mein Herr, de quien nadie sabe ni nombre,
ni origen, ni profesión. Es un manantial de ideas maravillosas: un tren que
funciona sin motor, un carro que impide, los mareos, un prodigioso sistema para
guardar el tiempo perdido y que no puede explicar en inglés, por carecer esta
lengua de palabras adecuadas... Borges, anglófilo y amante de la paradoja y el
ilusionismo, tuvo que haber leído la parte ('The Man in the Moon') en la que
Mein Herr encuentra pobre un mapa normal. En su país -dice- ya se había llegado
a la escala de milla por milla. Claro que el mapa no se desplegó por la
oposición de los campesinos, ya que sin luz del sol el campo se arruinaría. De
modo que, como mapa del país, usaban el propio país, lo que resultaba casi
igual de bien.
Al ver las pinturas
maltratadas que cubren las enormes paredes cartujanas de las Fuentes, en los Monegros
de Sariñena, hechas por un solo hombre, me vinieron a la mente estas
invenciones desmesuradas de la literatura. Se va a caer cualquier día otro
pedazo de la Cartuja. La situación está bloqueada. Los dueños no se entienden con
el Gobierno de Aragón. Cada día que pasa, se pierde.
Este espectáculo
deprimente es propio de bárbaros. El fraile pintor, Manuel Bayeu, hermano de Francisco
y Ramón y cuñado de Goya, parece personaje de novela y en otros lares sería
popular y celebrado. No fue un pintor sublime, pero admite pocas comparaciones biográficas:
doscientos cincuenta frescos de su mano y en su propio convento. Algunos son ideas
de sus egregios parientes, a los que suplicaba esbozos ('ideas', borrones),
pues reconocía, humilde, su falta de inventiva.
Si se vienen abajo más paños
del edificio, los frescos difícilmente serán recuperables -ya nos ha ocurrió
ese desastre con Claudio Coello, en La Mantería-, pues no hay un censo
fotográfico de cada palmo pintado, como debiera. Puesto que la Cartuja es menos
grande que un imperio, el Gobierno de Aragón debería hacer de sus pinturas,
como mínimo, un mapa borgesiano, y aun mayor. En este caso, el vértigo no nace
del mapa, sino de que no existe.
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