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viernes, julio 25

La Cartuja de Nuestra Señora de Las Fuentes



(Un texto de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 26 de enero de 2014)

Pretendo interesar al lector por un inverosímil fraile aragonés que pasó años de su vida subido en andamios, con frío y calor, para decorar con tenacidad insólita cientos de metros de paredes y bóvedas de su convento monegrino. Hace decenios, cuando supe de su vida, tuve una fuerte impresión de irrealidad, de fantasía novelesca; pero no se trataba de una ensoñación: aquel monje era el paciente autor de una inmensa y única pintura.

En el despacho de la Facultad colgué hace lustros un folio con un microrrelato de Borges. Lo veo, ya ajado, cada vez que me siento a trabajar. Su utilidad es recordarme a menudo que lo mejor puede ser enemigo de lo bueno. En relación con mi oficio, el texto me interpela casi audiblemente: no dejes -viene a decir- que el exigible rigor en el método sea tal que ahogue la inteligencia.

En su búsqueda incansable del trampantojo, Borges ideó un autor español, de nombre Suárez Miranda, a quien imputar el inexistente libro 'Viajes de varones prudentes', titulo improbable editado en Lérida en 1658. Más de uno tomó la cita por cierta. La historia borgesiana, en su brevedad, causa una impresión vertiginosa, mareante, pues se trata de una desmesura concebible y el escalofrío intelectual nace, precisamente, de que el disparate pudo ser verdad. Es este: «Del rigor en la ciencia. En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que de Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y los inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas». Desolador e inquietante.

La pieza se redactó en 1946, para una revista en la que, con seudónimo conjunto, escribían Borges y su amigo Bioy. Se hizo famosa como página de la 'Historia universal de la infamia', editada al poco. En fin, Borges la incluyó en 'El hacedor' y allí aparece desde entonces, si no me equivoco.

En realidad, la idea es de Lewis Carroll, en una obra poco famosa en España, pero que a su autor le gustaba más que sus populares Alicias. Se titula 'Silvia y Bruno' y fue la última novela publicada en vida de Carroll En la segunda parte (1893), hay un tipo barbudo y de hablar germánico, un tal Mein Herr, de quien nadie sabe ni nombre, ni origen, ni profesión. Es un manantial de ideas maravillosas: un tren que funciona sin motor, un carro que impide, los mareos, un prodigioso sistema para guardar el tiempo perdido y que no puede explicar en inglés, por carecer esta lengua de palabras adecuadas... Borges, anglófilo y amante de la paradoja y el ilusionismo, tuvo que haber leído la parte ('The Man in the Moon') en la que Mein Herr encuentra pobre un mapa normal. En su país -dice- ya se había llegado a la escala de milla por milla. Claro que el mapa no se desplegó por la oposición de los campesinos, ya que sin luz del sol el campo se arruinaría. De modo que, como mapa del país, usaban el propio país, lo que resultaba casi igual de bien.

Al ver las pinturas maltratadas que cubren las enormes paredes cartujanas de las Fuentes, en los Monegros de Sariñena, hechas por un solo hombre, me vinieron a la mente estas invenciones desmesuradas de la literatura. Se va a caer cualquier día otro pedazo de la Cartuja. La situación está bloqueada. Los dueños no se entienden con el Gobierno de Aragón. Cada día que pasa, se pierde.

Este espectáculo deprimente es propio de bárbaros. El fraile pintor, Manuel Bayeu, hermano de Francisco y Ramón y cuñado de Goya, parece personaje de novela y en otros lares sería popular y celebrado. No fue un pintor sublime, pero admite pocas comparaciones biográficas: doscientos cincuenta frescos de su mano y en su propio convento. Algunos son ideas de sus egregios parientes, a los que suplicaba esbozos ('ideas', borrones), pues reconocía, humilde, su falta de inventiva.

Si se vienen abajo más paños del edificio, los frescos difícilmente serán recuperables -ya nos ha ocurrió ese desastre con Claudio Coello, en La Mantería-, pues no hay un censo fotográfico de cada palmo pintado, como debiera. Puesto que la Cartuja es menos grande que un imperio, el Gobierno de Aragón debería hacer de sus pinturas, como mínimo, un mapa borgesiano, y aun mayor. En este caso, el vértigo no nace del mapa, sino de que no existe.