Un mundo felicísimo
(Leído
en la columna de Juan Manuel de Prada en el XLSemanal del 5 de octubre de 2014)
En octubre de 1949, pocos
meses después de que George Orwell publicara su célebre distopía 1984, Aldous
Huxley le escribía una carta, ponderando sus virtudes literarias y... juzgando,
sin embargo, que Orwell estaba por completo equivocado en su visión del futuro
y de la nueva forma de poder omnímodo que emergería, para tener controlados a
los hombres. «Mi opinión
escribe Huxley es que la oligarquía dominante encontrará maneras menos arduas y
derrochadoras de gobernar y satisfacer su sed de poder y que esas maneras se
asemejarán a aquellas que describí en Un mundo feliz». Y añade, más adelante:
«Pienso que, en la próxima generación, los amos del mundo descubrirán que el
condicionamiento infantil y la narco-hipnosis son más eficaces como
instrumentos de gobierno que las cachiporras y las cárceles; y que el anhelo de
poder podrá colmarse tan satisfactoriamente sugiriendo a la gente que ame su
servidumbre como flagelándola y golpeándola hasta conseguir su obediencia».
Como suponía Huxley, las oligarquías que gobiernan el
mundo han desdeñado el flagelo y han descubierto la eficacia del
«condicionamiento infantil», de la caricia halagadora, del entontecimiento
hipnótico que nos convierte en zombis. Orwell,
un comunista que había acabado tarifando con sus camaradas, se imaginó el
futuro gobernado por una suerte de estalinismo hipertecnificado que impone una
dictadura agobiantemente censoria y somete a escrutinio y vigilancia todas las
inquietudes intelectuales y espirituales; pero lo cierto es que la tiranía que
finalmente se instauró no necesitaba vigilar nuestras inquietudes intelectuales
y espirituales, por la sencilla razón de que previamente se había encargado de
anularlas, mediante un bazar de entretenimientos idiotizantes que nos
euniquizan mentalmente y nos abrasan el alma, a la vez que nos convierten en
ególatras dominados por nuestras gónadas. Orwell urdió la pesadilla de
un mundo en el que se han cegado todas las fuentes de información; pero lo
cierto es que nuestro mundo está anegado de información, una catarata informe y
atosigante de información que no podemos digerir y que, a la postre, nos
convierte en un rebaño de autómatas pasivos, incapaces de cualquier reacción, o
bien en jenízaros que obedecen las consignas de la propaganda al modo
pauloviano. Orwell, ingenuamente, pensó que una inexpugnable telaraña
burocrática impediría que supiésemos la verdad de las cosas; pero lo cierto es
que en nuestro mundo la verdad es menospreciada, ensordecida por un estruendo
de dulces mentiras, y quienes la portan son execrados como profetas de
calamidades. Orwell, con escasa perspicacia, pensó que toda forma de rebeldía
contra el poder omnímodo y controlador sería severamente castigada mediante
técnicas represivas de derechos y libertades, incluso mediante la tortura; pero
lo cierto es que en nuestro mundo todo amago de rebelión es desactivado
mediante técnicas de exaltación de derechos y libertades y mediante el
suministro de placeres idiotizantes. Huxley
avizoró el mundo felicísimo que venía; Orwell, más allá de algunos aciertos
parciales, no supo penetrar la entraña del nuevo poder que confiscaría nuestras
almas deificando nuestros apetitos más viles.
A mucha gente bienintencionada (pero ilusa) le
sorprende que, ante el alud de injusticias en que naufraga nuestro mundo, la
gente se muestre incapaz de reacción; o que su reacción sea una rabia enviscada
y destructiva que, tras el desahogo, conduce a la postre a la esterilidad
y la melancolía; o que, en el mejor de los casos, su reacción sea un puro
aspaviento inane que no contribuye a cambiar el estado de iniquidad en el que
chapoteamos: organizar una manifestación en defensa del trabajo digno que se
mezcla en las calles con la celebración de la hinchada de tal o cual equipo de
fútbol; crear estúpidamente un hashtag en Twitter, protestando por tal o cual
calamidad, para quedarnos enseguida amuermados, tras el desahogo. Meras respuestas emocionales (¡emoticonos!)
que se diluyen en la inanidad ambiental y que enseguida se extinguen entre el
bombardeo de gratos estímulos que nos dispensa la nueva tiranía.
Somos víctimas de aquel «condicionamiento infantil» y
de aquella «narco-hipnosis» que avizoró Huxley, mucho más eficaces que las
cachiporras y las cárceles. Y como ahora los artilugios tienen la pantalla
táctil podemos, además, hacernos la ilusión de que la hipnosis que nos
suministran la hemos elegido nosotros libremente. Así han hecho de nosotros siervos satisfechos (¡con derecho a decidir,
oiga!) en un mundo felicísimo.
Etiquetas: libros y escritores
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