Schiele y el sexo, una obra de escándalo
(Un texto de Gloria Otero en el XLSemanal del 11 de
noviembre de 2012)
Ha pasado más de un siglo, y el trazo y la temática del
genio siguen conmoviendo. Retratamos el mundo interior de un pintor que anunció
una nueva era del arte y, como casi ningún otro, la angustia del hombre.
Fue una estrella fugaz. Pero en apenas 30 años de vida abrió
el arte a registros desconocidos. El sexo a secas, sin pretextos históricos o
simbólicos. La angustia vital irrumpió con su obra en la pintura y ya no la
abandonaría jamás.
Schiele encarnó el salto sin vuelta atrás del idealismo
decimonónico a la descarnada modernidad, que latía sordamente en la Viena
finisecular. Bajo la orgía esteticista del art noveau; junto al despreocupado
derroche de óperas y valses, las teorías de Freud y Nietzsche descubrían
aspectos nada tranquilizadores de la personalidad. Y con ellos, un nuevo
sujeto. Histérico muñeco roto. Melancólico huérfano sin dios ni futuro en que
apoyarse. Schiele trasladó con sorprendente acierto sus idas al lienzo, porque
las vivió personalmente. Conoció muy pronto el dolor de la pérdida y los
desgarros de la enfermedad mental. Su padre, al que adoraba, murió loco y
sifilítico cuando él tenía 15 años. Muy al contrario de lo que sugieren sus
retratos, Schiele era un joven vitalista y lleno de humor. Eso sí, orgulloso
hasta la insolencia sobre el valor del arte y del creador: «El artista es ante
todo un superdotado del espíritu. Su lengua es la de los dioses, que no
necesitan justificar lo que dicen. Son descubridores, al contrario del prosaico
hombre corriente». Con tal seguridad consigue convencer a su tío y acaudalado
tutor de estudiar Bellas Artes.
Con 16 años es el alumno más joven, pero detesta el
academicismo. En cambio, le deslumbra la obra de Gustav Klimt, el líder de la
Secesión que pretendía reconciliar el arte con la vida y se quedó en mero -y
maravilloso- decorador de la realidad. Schiele iba a independizarse pronto de
su seductor influjo, aunque conservó siempre su amistad. Con su familia, sin
embargo, rompió sin remisión:
«Después de librarme de la voluntad de mi madre y mi tutor
para vivir como artista independiente, pronto fui más pobre que una rata.
Llevaba ropa prestada, vieja y gastada. Los cuellos de las camisas eran de mi
padre y me estaban grandes... Los domingos y ocasiones especiales, me los hacía
yo mismo con cartón recortado...». En 1909 abandona la academia y expone por
primera vez en una gran muestra. Sus dibujos cuelgan junto a los de Oskar
Kokoschka: «Hay que entrar con cuidado en esa sala. Las personas de buen gusto
se exponen a sufrir un ataque de nervios», escribe un reputado crítico vienés.
Y con razón, porque la ruptura que estas dos estrellas del expresionismo
austriaco llevaron al lienzo fue espectacular. Es la que separa las doradas
ondinas art noveau de los desgarros del sexo explícito.
Con 20 años, Schiele ya ha definido su estilo y su temática.
Se centra en el dibujo, siempre del natural, que domina con total maestría
jamás usa la goma de borrar, y en el cuerpo humano. Preferentemente femenino y
desnudo, nimbado de un gélido erotismo casi clínico. Sus mujeres no se están
bañando o desnudando, como en Renoir o Degas. Se exhiben sin pretexto en
posturas nada favorecedoras contra fondos vacíos. Indiferentes, abstraídas o
alucinadas. Portadoras del tabú de la época por antonomasia: el sexo. La fama
de obsceno lo acompaña y lo cansa: «Querría irme de Viena escribe. ¡Qué mal se
está aquí! Todos son envidiosos y arteros conmigo. Es una ciudad negra donde
todo está prohibido». Y a él, que odia los prejuicios, eso le afecta muy
particularmente. Posee la mejor colección de pornografía japonesa de Viena. Se
interesa por el esoterismo, el espiritismo, la gestualidad patológica. Realiza
estudios de mujeres embarazadas y enfermas en la clínica de un ginecólogo
amigo. También retrata a púberes y un día estalla el escándalo. Se había
instalado en el pueblo de su madre buscando la paz del campo. Vivía con Wally
Neuzil, su amante y su modelo de 17 años. Su estudio atraía a la chiquillería.
A los pocos meses los echan del pueblo, acusados de concubinato. Un año
después, en otra pequeña localidad, la costumbre de Schiele de tomar como
modelos a niñas de las familias vecinas lo llevó a la cárcel. El padre de una
de ellas lo acusa de secuestro y violación. Y, aunque fue absuelto, pasó 24
días en prisión. De su estancia en la cárcel quedan 13 dibujos que ilustran su
angustia ante su incomprensible situación: «Yo amo descubrir la interioridad de
cada ser vivo. Pero detesto la coerción hostil que me tiene cautivo y pretende
obligarme a llevar una vida que no es la mía. Una vida baja y funcional. Útil,
sin arte».
Etiquetas: Pintura y otras bellas artes
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