El llanto del desierto
(La columna de Paulo Coelho en el XLSemanal del 15 de mayo
de 2011)
Nada más llegar a Marrakech, el misionero decidió que
pasearía todas las mañanas por el desierto que comenzaba al borde de la ciudad.
En su primera caminata se fijó en un hombre que estaba tumbado en la arena, con
una mano acariciando el suelo y con la oreja pegada a la tierra.
«Está loco», se dijo a sí mismo. Pero la escena se repetía a
diario y, al cabo de un mes, intrigado ante aquel extraño comportamiento,
resolvió abordar finalmente al extraño. Con mucha dificultad, ya que aún no
hablaba bien el árabe, se arrodilló a su lado y le preguntó:
-¿Qué haces?
-Le hago compañía al desierto y lo consuelo de su soledad y
de sus lágrimas.
-No sabía que el desierto pudiese llorar.
-Llora todos los días, pues sueña con serle un día útil al
hombre transformándose en un inmenso jardín en el que puedan cultivarse
cereales y flores y criarse carneros.
-Dile entonces al desierto que ya está cumpliendo bien su
misión -comentó el misionero-, pues cada vez que paseo por aquí comprendo la
verdadera dimensión del ser humano al ver, frente a este gran espacio abierto,
lo pequeños que somos frente a Dios.Cuando miro sus arenas, imagino los
millones de personas que hay en el mundo, que fueron engendradas iguales, pero
que no siempre son tratadas con la misma justicia. Sus montañas me ayudan a
meditar. Al ver el Sol saliendo por el horizonte, mi alma se llena de alegría y
me aproximo al Creador.
El misionero dejó al hombre y retornó a sus quehaceres
diarios. Cuál no sería su sorpresa cuando, a la mañana siguiente, encontró al
hombre en el mismo lugar y en la misma posición.
-¿Le comentaste al desierto lo que te dije? -preguntó.
El hombre asintió con la cabeza.
-¿Y, aun así, él sigue llorando?
-Logro escuchar cada uno de sus sollozos. Ahora llora porque
pasó miles y miles de años creyendo que era completamente inútil y desperdició
todo este tiempo blasfemando contra Dios y contra su destino.
-En ese caso, cuéntale que el ser humano, a pesar de tener
una vida mucho más corta, también pasa muchos de sus días pensando que es
inútil. Raramente descubre la razón de su destino y piensa que Dios fue injusto
con él. Cuando llega el momento en que, por fin, algún acontecimiento le
muestra por qué vino al mundo, le parece que es demasiado tarde para cambiar de
vida y continúa sufriendo. Y, al igual que el desierto, se culpa por todo el
tiempo que perdió.
-No sé si el desierto escuchará -dijo el hombre-. Ya está
acostumbrado al dolor y no consigue ver las cosas de otra manera.
-Entonces vamos a hacer lo que siempre hago cuando siento
que las personas han perdido la esperanza: vamos a rezar.
Los dos se arrodillaron y rezaron. Uno se volvió en
dirección a la Meca porque era musulmán; el otro juntó las manos en posición
orante, pues era católico. Cada uno le rezó a su Dios, que siempre ha sido el
mismo Dios, aunque las personas hayan insistido en ponerle nombres diferentes.
Al día siguiente, cuando el misionero emprendió su caminata
matinal, el hombre ya no se encontraba donde siempre. En el lugar donde solía
abrazar la arena, el suelo parecía mojado, pues allí había surgido una pequeña
fuente. Durante los meses siguientes, esta fuente creció y los habitantes de la
ciudad acabaron construyendo un pozo en este lugar.
Los beduinos lo llaman el Pozo de las Lágrimas del Desierto.
Dicen que todo aquel que beba de su agua logrará transformar el motivo de su
sufrimiento en la razón de su alegría y acabará encontrando su verdadero
destino.
Etiquetas: Cuentos y leyendas
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